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Por segunda vez durante aquella jornada tuve ocasión de comprobar la desatada furia que albergaba mi señor, el Barón Mohl. Y, por ende, la falsedad de su habitual continente. De suerte que hube de maravillarme de su poderosa voluntad, también, ya que la supo amordazar durante tanto tiempo.

Pues eran como uno y cien gritos de guerra, no sólo su cuerpo, su lanza y su montura, sino el suelo bajo los cascos de Hal, el cieno que saltaba bajo sus pezuñas entre salpicaduras de sangre, el viento que levantaba su crin, el cabello de Mohl y las colas negras de su capa. Toda la furia de la tierra era su furia, y no hallaba suficiente alimento para saciar la jauría que confundía su espíritu y cuerpo en una sola fiebre: hambre y sed de sangre le sustentaban y torturaban a la vez, desde las más remotas raíces de su vida. Arrastraba mi señor esta sed y esta hambre, y nunca llegó a ver su fin. Pero no había en él rastro alguno de odio.

Viéndole avanzar con todos sus hombres sobre la dispersa tropa enemiga, sin freno ni reflexión alguna, desmoronóse, de súbito, la ilusión de aquello que tenía por valor, y tanto me enorgullecía en los otros hombres como en mí mismo: comprendí que tan sólo albergaba la más grande ceguera e ignorancia de la tierra. Negro y alto entre los gritos de sus hombres, Mohl atravesaba los cuerpos con su lanza, y acudía, con júbilo, a aquéllos que con mayor furia venían a su encuentro. Así, unos y otros blandían espadas, y clavaban hombres y bestias en la tierra. Y viendo aquella furia sin honor, ni gloria, ni belleza, pensé que también todos ellos rebasaban la línea del odio, pues no hubiera bastado el odio entero del mundo para albergar un viento y una sed tan antiguas como insaciables. "El odio, me dije, era cosa de los hombres. Los guerreros -que a la hora del combate, no son jamás hombres- viven más allá del odio".

Al norte de la pradera, parte del bosque se incendió. El cielo se teñía de malva, y el viento trajo por sobre nuestras cabezas infinidad de partículas encendidas. Una lluvia de cenizas pareció anegarnos y abrasarnos. Luego, el viento giró como una enorme noria, y llevó su rescoldo de muerte hacia otra parte del mundo.

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Cuando cesó el combate, recorrí la pradera, tras mi señor. Un olor espeso y dulzón, unido al de la leña ardiente y las cenizas, brotaba del suelo. Mohl avanzaba, en el silencio de los muertos. Reposado, altivo y rígido, contemplaba los diezmados despojos como puede contemplar un labrador el fruto de su siembra. Pues otro, al parecer, ni conocía ni podía dar.

Aquí y allá levantábanse humaredas, aún ardían rescoldos, y el conocido olor a carne quemada volvió. Apretando los dientes entré en él, y pasé sobre él reteniendo un vómito en verdad nunca olvidado. (Una mancha negra y grasienta en la tierra, un silencio igual al que hollábamos juntos mi señor y yo). Señor de la Muerte, salpicado de sangre, Mohl paseaba la oscura gloria de la guerra allí donde poco antes intentaba estallar la naciente primavera. Y de súbito, viendo frente a mí la silueta de mi señor y su arrogante desprecio por los vivos y los muertos, recordé a mi padre, bastón en alto, paseando por la viña a lomos de sus jorobados. Por un momento temí que, como aquel pobre viejo, estallase Mohl en una risa o un llanto infantiles, totalmente desprovistos de sentido. Pero otro recuerdo vino a borrar tan inquietante y paradójica imagen: la infinita desesperanza de mi señor, depositando un halcón en mi hombro; un pájaro, o un amigo, o un recuerdo, que no lograba recuperar, mientras decía que el mundo, y el rey, tan sólo residían en él. "Hordas a caballo", me pareció oír, "Ralea inmunda, bestias a caballo…"

Entonces Mohl se volvió a mí, y claramente oí su voz, aunque sus labios permanecían cerrados:

– Reino vagabundo, ¿cuándo hallarás…?

Un caballo corría desaforado hacia nosotros, con la crin en llamas. Tan blanco, bajo el pánico del fuego, que semejaba transparente. Hal, caballo negro, se alzó de patas, piafando con espanto impropio de él. Bajo la dura mano que lo conducía, volvió grupas, y así galopamos juntos, en el viento y azote de unas cenizas que no sabía si tenían el calor del fuego o de la sangre mientras las sentía resbalar viscosamente sobre mi rostro.

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Antes de que la primavera llegara a adueñarse de la tierra, cesaron los combates, replegáronse los devastados grupos enemigos, cesaron los incendios y las muertes. Y los campesinos regresaron a los campos, lenta y resignadamente, como muy viejos y muy fatigados animales.

Antes de que la hierba ondeara en las praderas, gran cantidad de los hombres de Mohl habían perdido la vida. Pero vanamente busqué entre los muertos a tres feroces y muy bravos guerreros. Al frente y al fin de todas las luchas, cubiertos de sangre y lodo, reaparecieron siempre ante mis ojos.

El viento dispersó y enfrió las cenizas del bosque incendiado. Un tropel de aves voraces oscureció el cielo, los primeros brotes de los árboles. Muchas cruces se alzaron aquí y allá, y ciertas piedras, cubiertas de signos misteriosos, marcaron la ruta de alguna muerte tan oscura como prontamente olvidada.

Con el calor del sol volvió la paz al castillo. Cerca del río, en la colina, habían florecido los cerezos. A veces, trotaba hacia ellos, sobre el caballo de mi amada señora, y me tendía después bajo las blancas ramas, en busca de una parcela de soledad.

Pero raramente lo conseguía, pues tres jinetes me divisaban prestamente y me obligaban a huir.

Mis obligaciones junto al Barón aumentaban. Y día a día me ataban a su mesa, a la silla de su caballo, a sus libaciones, a sus solitarios discursos, y a sus silencios: los ojos en la nada, presos como incautos insectos en el vidrio verde de sus ventanas privadas.

Estaba próxima la Pascua. Y, cierta noche, mientras le tendía el lienzo para que enjugara en él sus dedos, me dijo, de forma que todos lo oyeron (y en especial mis hermanos):

– Tengo decidido que la ceremonia de tu investidura sea el día de Pentecostés. No has podido combatir aún; pero he visto tu comportamiento en las últimas luchas, y tengo para mí que nadie con más méritos, ni más razón, merece ese público reconocimiento.

Al oírle, mis hermanos ya no pudieron contenerse. El mayor se puso en pie, con el puño apretado en el pomo de su espada:

– Señor, otros hay en este castillo que merecen, también, algún reconocimiento a su valor, a su lealtad, y a su total entrega a vuestra enseña.

Su voz sonó baja y oscura, tanto que no parecía brotada de humana garganta, sino de algún abismo.

– ¡Siéntate! -fue todo el comentario del Barón, mientras enjugaba sus dedos con displicencia.

Mi hermano obedeció. Pero tan despacio, y con tal encono, que por un momento temí reventaran al fin tantos y tantos agravios retenidos en años de servicio oscuro y fiel. Pero tanto el mayor como los dos menores sabían contenerse, permanecer pacientes y taimados. En verdad que la escuela donde se habían formado no les hubiera permitido otra actitud, pues en su forma de ser y de entender la vida, no había otra elección que la paciencia, la miseria o la muerte.

Estas cosas (y otras) puedo razonarlas ahora reposadamente, pero no así entonces. No sentía ni odio ni amor por mis hermanos. Ante ellos, sólo un frío húmedo y cauto, que se parecía al terror como gota de agua a gota de agua, me inundaba. Cosas peores que sus golpes tuve ocasión de conocer en esta vida, y albergaba la sospecha, incertidumbre o desánimo, de que alguna cosa podía sucederme aún peor que el dolor que pudiera venirme de ellos. En verdad que la injusticia, tan brutal como escandalosa, reptaba en todo aquello que tocaban. Y el husmo de esta desventura trascendía a la simple vista de sus rostros, y emponzoñaba mi conciencia. Pues si injustos fueron ellos conmigo, injusto era el mundo con ellos, y todo cuanto mora en él. Aunque no lo razonase entonces claramente, estas cosas alentaban y destilaban en mi ánimo su venenoso zumo.