Me aguardaba en el patio de armas, y reconocí, de un golpe, la estatua de hierro de aquel sueño. Y también la blanca distancia que nos separa -a él y a mí- del resto del mundo.
– Has cometido un crimen -dijo, y su voz venía de muy lejanas zonas, o de muy lejanos tiempos-. Has matado indignamente a tres hombres, sin darles ocasión a defenderse, ni aun de tomar sus armas. Eran tres de mis mejores soldados, y, por tanto, la más feroz de las muertes parece muy pequeña para castigar tu osadía. Pero soy un hombre justo y, conociendo tu naturaleza, mucho me sorprende la gratuidad de tamaña tropelía. Ante mis soldados, pues, te juzgaré: dime, qué razones, o qué locura, o qué necia sed de sangre te ha llevado a semejante crimen.
Miré hacia los soldados; y, entre ellos, vi a aquel anciano de barba cana que había luchado tantas veces junto a mi señor. Había en sus ojos un temblor de escarcha bajo el sol.
No sentí miedo, ni temblor, ni inseguridad.
– He matado a esos hombres -dije-, porque no eran dignos de llevar vuestra enseña; y si como perros se portaban, como perros los maté, no como soldados. En verdad que estaban desarmados, ya que sólo a puntapiés, y a golpes, agredían a un hombre que, sin duda alguna, fue el más valiente guerrero que yo conocí: vencedor del turco y de la estepa, Maestro de Armas de mis primeros años. Y éste, a quien tan groseramente pateaban vuestros hombres, sólo había sufrido una derrota en este mundo, y por un enemigo común, bajo el que todos sucumbiremos, pues la vejez nos acecha y vence a todos por igual. Al verle así tratado por quienes menos valían, no pude contener la ira y, si es cierto que un día ostentaré el título de caballero, y como tal me instruyen en la defensa del débil contra el abuso de la fuerza, la cobardía y el deshonor, eso me limité tan sólo a hacer. Castigué, como creo merecen quienes de tan injusta y humillante forma dieron muerte al que me enseñó a admirar el valor y a creer en la gloria. Y muy tranquilo quedé, tras matarles, y aún lo estoy ahora. Y en la paz que dio a mi ánimo tal reparación, fui a enterrar al hombre que un día -para mí memorable- capturó al caballo que es toda mi fortuna (y que vos, señor, tanto admiráis). Si después de lo que os he contado, creéis que debo morir, poco me importa la muerte: jamás hubiera vivido con el remordimiento de no haber sabido vengar algo para mí tan precioso.
En aquel momento supe que no moriría. El Barón, y los soldados me rodeaban, en un espeso silencio. Sentía el resplandor de una llama creciente que se alzaba de entre las más viejas raíces de mi ser, una llama que nadie podría sofocar jamás. Y volví a creer que si el joven del cabello de oro-fuego se hubiera negado la muerte como me la negaba yo, la muerte no habría llegado a él.
– Éste es un litigio entre soldados, y por tanto a los soldados confío la última decisión -dijo el Barón.
Reuniéronse entonces los soldados, y deliberaron, para decidir mi suerte. Mientras esto ocurría, continuaba mi señor erguido en el patio, como una estatua negra, y yo frente a él, maniatado, apenas vestido con la camisa, y las piernas desnudas. Mas no experimentaba frío, ni dolor alguno. Como si fuera otra estatua, blanca e indiferente a todo lo sucedido o por suceder en ese mundo.
Cuando regresaron los soldados, el anciano tomó la palabra:
– Señor -dijo- vuestros hombres estiman que el joven escudero no cometió crimen alguno, sino un acto de justicia.
El Barón ordenó me libraran de las ligaduras, y cada uno regresó a su puesto, tan silenciosos como jamás se habían mostrado. Mientras el viejo soldado me desataba las manos, murmuró:
– Gracias, joven caballero.
Y aunque yo no era todavía caballero, ni había hecho nada que directamente pudiera agradecerme, mis ojos y los suyos se encontraron, y supe que al defender los ecos de una gloria o una vida pasada, soñada o deseada, defendía en él mismo lo único digno de vivir que le quedaba en este mundo.
Pero una vez devuelto a mis habituales quehaceres, sentí una avasalladora tristeza. Durante varias noches persiguieron mis sueños los cadáveres atravesados de aquellos a quienes hice blanco de mi ira. Revivía sus risas, la cerveza, los dados y todas las noches que pasé en su compañía. Y no me producían orgullo alguno sus muertes, ni sentía la paz que imaginaba.
Por contra, la negra dama perseguía mis actos, y oía por doquier su amarilla carcajada.
Los comentarios malévolos, picantes unos, soeces otros, que suscitaba entre caballeros y escuderos la predilección mostrada últimamente por el Barón hacia mi poco atractiva persona, subieron de tono tras aquel suceso y el sucinto juicio que siguió a él. Cuando estos comentarios y maledicencias llegaron a oídos de Ortwin, movía la cabeza y decía:
– ¡No comprenden! ¡Nunca comprenderán, raza mostrenca y desdichada!
Esta raza comprendía, para él, la humana naturaleza en peso. Ortwin denostaba entonces contra la obtusa y maligna especie que utilizaba en tales menesteres el precioso don de la palabra -del que, por su parte, tan comedido uso hacía él-. Aseguraba que mejor se entendía con los caballos y los perros, que con hombre alguno. Lo cual, según aprecié, era muy cierto, pues no tenía más amigos que su caballo y su perro. Y los sentimientos que albergaba hacia el Barón, y hacia mí mismo, eran de índole muy distinta a la amistad: por el uno sentía admiración y respeto sin límites, y por el otro una oscura sed de protección. O de prolongar, o suscitar, algún eco a sus enseñanzas, experiencias y reflexiones. Igual que cuando enseñaba ágiles pasos o sabias precauciones a sus dos adorados animales.
Algunos días más tarde de estos acontecimientos, tuvimos noticia de los primeros disturbios fronterizos. Los parientes del Conde Lazsko y sus aliados -solitarios feudales, verdaderos lobos esteparios, cuyos torreones se alzaban más allá de las dunas- parecieron reverdecer, también, al empuje de la primavera. Mas no en floridos frutos, sino en turbias ambiciones, rencores, odios y venganzas aún por solventar. Dudo mucho que alguno de ellos sintiera afecto, o el más mínimo interés, hacia el Conde Lazsko cuando éste aún vivía. Pero su muerte y la desaparición de su bello ahijado ofrecían tentadora presa a repartir. Había mucha molla donde hincar el diente de los viejos agravios y presentes codicias (en verdad, nunca satisfechas por ningún hombre conocido). La misteriosa historia del joven ahijado, su leyenda de bandido-cortesano, su cabello oro-fuego, hallaron buen recipiente donde bullir, crecer y desbordar. No necesitó este caldo mucho aderezo para ser profusamente saboreado y destinado a nutrir odio, represalias y desatinos. Incluso entre los infelices que, tanto por parte de Lazsko como de su ahijado, sólo habían recibido palos, abusos y despojos. La enseña multicolor donde enlazábanse horror, gusto de la sangre y lágrimas de la más inane y placentera sensiblería, fue bien ondeada y esgrimida. En verdad, esta enseña es grata a las gentes de toda clase y condición, pues me dio mucho que pensar ver cuánta delectación despierta, tanto en villanos como en señores, cualquier truculencia donde se guisen a la par historias lloronas y crueles. Cuánto conmueve el revoltillo de aventuras amorosas, sanguinarias y necias, hasta inducir enardecidamente a la revuelta y tropelía. Con tal virulencia como no lograran provocar la opresión, la miseria y el hambre, causas, a mi ver, más explicables. De nuevo vi el cielo cruzado por un grito que arrastraba dos nombres: el del niño muerto del herrero, y el del ahijado de Lazsko.
Tras los habituales saqueos, pasadas a cuchillo e incendios de burgos, aldeas y cabañas en terrenos de Mohl llegaron a oídos del Barón rumores sobre la decisión tomada por los ofendidos parientes; llevarían sus quejas y acusaciones hasta el lejano (pero indudable) Gran Rey y clamarían de tan poderoso y sabio monarca -a quien ninguno de ellos echó jamás la vista encima- justicia, orden y escarmiento. Sin que para ello importase que, por su cuenta, ninguno de ellos hizo uso jamás de los dos primeros y, en cambio, mucho prodigaron el último.