– ¡Se han mofado de nuestra fe, leyes, y, en suma, de nuestra comunidad! Sólo en gracia a lo poco medrado y desnutrido de mi persona logré zafarme, entre el horroroso tumulto que siguió al incendio, la orgía y desbarato, de aquella horda de aberrados abusones. Pues sabed, también, que dieron fin a nuestro vino, transvasándolo desde las propias cubas y odres hasta sus gaznates. ¡Sin desdeñar ni una mísera gota!… Y os aseguro que con mis propios ojos he visto el vino, como surtidor nefasto, rebosar de sus narices y orejas; de manera que no sé qué resultaba más espantoso: si presenciar tan deplorables fuentes humanas, o percibir los bramidos que proferían entre sus libaciones… ¡Y no es esto sólo, pues al fin…!
En este punto de sus descripciones, el Barón debió juzgarse suficientemente informado, pues ordenó que obstruyeran de algún modo la información del infortunado. Dos soldados taponáronle la boca, con bastante brío, y de esta guisa hubieron de llevárselo mientras aún agitaba pies y manos, en un patético esfuerzo por describir tanta superchería como presenciaran y percibieran sus, hasta el momento, cándidos ojos y plácidos oídos.
El Monasterio fue erigido por el abuelo de mi señor, y abundantemente enriquecido con las donaciones de éste. El Abad actual era primo de Mohl, y por ello -aunque, en lo íntimo, las relaciones entre ambos eran más bien enconadas- la ofensa resultaba tan grande, como jamás, ni en los más desaforados delirios, hubiera soñado el malogrado Lazsko (ya, por otro lado, indiferente a estas cuestiones).
A poco, mezclado a la arena de las dunas, trajo el viento un acre olor a madera, ropa y carne en llamas. Y en él regresó -y hube de reprimirla como mejor pude- la antigua náusea.
Entonces, el Barón se volvió a mí:
– Toma tu caballo, armas y arreos, pues desde este momento te nombro mi escudero.
– Ya no poseo caballo, mi señor -murmuré.
Clavó en mí sus ojos, de tal modo, que creí me atravesaban dos puñales.
– ¿Qué hiciste con él?
– Partió, con el hombre que me lo había dado.
– Entonces, Mohl ordenó me entregaran un caballo, cuya sola vista me estremeció, pues aquel blanco corcel (hasta el momento por nadie más montado) era el que perteneció a mi bien amada ogresa.
– Tuyo es -me dijo, con misteriosa lentitud-. Tuyo fue, y tuyo será por siempre y siempre.
Un silencio salpicado de negras partículas caía sobre nosotros y se extendió por las dunas; y las praderas parecían temblar, enrojecidas, bajo el viento incendiado.
Mohl añadió:
– Confío en la estolidez de tu naturaleza, más que en cosa alguna. Para mí, vale más que la pericia, y aun el valor de otro más experimentado en estas lides. Tú no amas, ni odias, mi feroz escudero; sólo puede empujarte la extraña distribución del bien, o el mal, que tan curiosamente eliges (y aun, a veces, confundes). Tenlo bien presente: no te apartes de mí, vigila si pierdo el arma, caigo de mi montura, o recibo una herida. Pues quiero que tan sólo tus manos restituyan estas cosas a su debido lugar.
Asentí con la cabeza, pues no me era posible emitir una sola palabra. Notaba mis labios entumecidos por un frío semejante al que, durante mi infancia, los bordeara el invierno con un cerco azul. Ahora, esta mudez no era causada por el helado mutismo que, según oí, antecede al combate, sino por el recuerdo, revivido hasta la alucinación, de cierto mechón de cabellos rojos en lo alto de la torre, junto a las horcas; y de otro amasijo de insólito y parecido fuego, que prendió en las llamas incandescentes de un árbol humano. Y ambos crepitaban y me abrasaban, memoria adentro.
Desde las márgenes del Gran Río llegó, entre el viento y la arena, una nube negruzca y agorera; cayó sobre nosotros, con pestilencia de muerte. Entonces, Mohl pasó su mano enguantada de negro sobre el cuello tembloroso de su amado Hal. Con la reptante suavidad con que, a buen seguro, acariciaba la creciente borrasca de su ira. Al fin estalló:
– ¡Horda esteparia, hambrientos despojos de un engendro infernal!
Su voz no era tal, sino un rugido. Y no es exagerado designarla así (antes bien, considero esta definición harto recatada), como podría atestiguarlo -si fuera capaz de estas cosas- el escalofrío y espeluznante piafar que sacudió, de parte a parte, al valeroso animal donde mi señor asentaba su ira y persona (en verdad, una misma sustancia). Y si tal rugido estuvo a punto de desbocar al valiente Hal, excusa decir la repercusión que hubo en las demás criaturas que rodeaban al airado señor.
Tras dominar a Hal, Mohl prosiguió, en tono algo menos peligroso para su apostura ecuestre:
– ¡Devastados residuos de la peor derrota, mal paridos retoños de la tierra esteparia, hijos de tal madre sois, como revela la imbecilidad que cabalga a lomos de unas bestias del todo superiores a vosotros! ¡Juro por mi honor, que aquel que jamás descendió a enfrentarse con tamaña componenda de carroña y necedad, ha rebasado en el presente día los límites de su generoso desprecio! Y, pese a la repugnancia que me inspira enfrentarme, no a vuestras desdentadas armas, ni a vuestras astucias de alimañas, sino a vuestro hedor, saltaré sobre vosotros montado en mi noble Hal (cuya suerte deploro), hasta sentir el reventón de tan obtusos cráneos bajo sus patas.
Al llegar a este punto de sus desahogos, tanto tiempo reprimidos, pareció no poder evitar un mayor brío a sus palabras, ya que la violencia que albergaba y que, sin duda, hasta el momento sólo habíamos atisbado a través de una rendija, le obligó a pronunciar su último y más sonoro reto guerrero:
– ¡Juro ante mis nobles caballeros y mis valientes soldados que Mohl llevará las piltrafas de tan repugnantes despojos hasta la más lejana memoria de vuestros hijos! (Si alguno escapara con vida para engendrarlos). Y pongo por testigos de cuanto digo a tan nobles guerreros, bajo solemne promesa de que, si no llegara a cumplir este envite y ofrenda, me arrojen a una fosa repleta de serpientes, sin más arma ni vestido que mi humillación y su desprecio.
Dicho lo cual, tan bruscamente como se había enardecido, pareció sosegarse. Y con serenidad de todo punto decorosa, miró en torno y comentó:
– Aunque, naturalmente, no habrá lugar a ello.
Afirmación que nadie puso en tela de juicio.
En la zona del Gran Río más próxima al castillo, el padre de mi señor había mandado construir un puente, por lo común intransitable a todo aquel que no tuviera un permiso especial. Más hacia el norte, existía una tosca pasarela, hecha de juncos y troncos de abedul, y que, año tras año, solía arrastrar el ímpetu de los deshielos. Para los campesinos era éste el único paso disponible hacia las praderas, y viceversa. Tras su destrucción, ellos volvían a construirlo nuevamente, todas las primaveras. Pero aquel año aún no habían tenido tiempo de llevar a cabo esta tarea, y un gran número de villanos se cruzaron en el puente señorial con nosotros. Acudían al castillo para sumarse a la tropa, pues si bien nadie los reclamaba en estos servicios durante las épocas de paz, todo hombre dueño de un caballo, un arma o herramienta equivalente, desde un hacha, como los leñadores, hasta una cuchilla, como los curtidores, en tiempos de peligro debía presentarse en la fortaleza, por si el Barón precisaba de su servicio (y vidas, se entiende).
Apenas entramos en las praderas de la orilla este, el viento se aplacó en una rara brisa, cesó la lluvia de arena y restos calcinados, y un sol pálido se abrió paso entre la bruma. Entonces, se encendió el verde, apenas nacido, de las altas hierbas, de forma que, en algunos puntos, semejaba de color azul. Mecíase, bajo el fresco soplo, en una suave ondulación, y me pareció reconocer el mar, aunque nunca lo había visto, en su viento, color y balanceo. Y en aquel mar (a un tiempo desaparecido y renacido) crepitó la violencia, en lo más hondo de mis entrañas. Levantóse en mi ánimo la pasión y sed de sangre, y avivé el trote de mi caballo, acercándolo cuanto pude al de mi señor. Inmerso nuevamente en aquel vino viejo, áspero y agraz donde flotaban las pequeñas cabezas -en forma de racimos azulnegro- de las moras. Como una diminuta, múltiple y aglutinada decapitación.