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También poseía mi padre un rebaño de cabras muy numeroso, y percibía tributos sobre la leña que los campesinos cortaban en los bosques, al noroeste de las praderas. Por idea suya, se instaló en el recinto una quesería; y ofreció albergue y manutención a un zapatero, con fines de calzar de por vida su destrozona hueste. Pero el zapatero murió -según oí, de un hartazgo de remendar punteras- antes de que yo cumpliera ocho años. Y, desde entonces, nadie se ocupó de estas minucias. Aparte de las botas de piel de cabra, de los ásperos tejidos que hilaban mi madre y las mujeres que la asistían, de los peroles y enseres que fabricaban los siervos, cualquier género o prenda -tanto de vestir como para aderezar la casa- resultaba tan raro como exorbitante.

A ello contribuía en gran manera la escasa simpatía que experimentaba mi padre hacia los mercaderes y sus caravanas. En verdad que éstos evitaban cruzar por nuestras tierras: pues cundía la sospecha de que mi padre protegía grupos de salteadores para desvalijarlos -y como es presumible, repartir con ellos el botín-. O bien, ordenaba a sus gentes que volcaran sus carros, ya que todo aquello que se derramara en sus propiedades pasaba a ser de su pertenencia. Y, según llegué a entender, muy convencidas estaban las gentes de que los famosos salteadores de caravanas no eran otros que la propia y singular tropa de exhéroes descalabrados que cobijaba mi padre. Como puede comprenderse, muy raramente tuvimos ocasión de comprar alguna cosa a ésta o cualquier otra gente que se aventurara con su mercancía por nuestra tierra. De día en día, las ropas se ajaban y agujereaban, los enseres y aperos se deterioraban, cuarteaban y desaparecían: y ninguna de estas cosas era reparada, ni sustituida. Por lo que nuestras vidas transcurrían en la más extrema parquedad y abandono.

Estas severidades y sufrimientos acaso justifiquen el gesto avinagrado de mi madre, la sequedad de sus labios en continuo frunce, y la viperina fluidez de su lengua. Además, y por lo común, mi padre vivía en alborozada -y al fin de sus días aletargada- promiscuidad con algunas jóvenes villanas, que tomaba para sus recreos. De manera que obligaba a mi madre -muy puntillosa en estas cosas- a abandonar de continuo, tanto su mesa, como su lecho. Y con tal de no soportar tales compañías, acabó componiendo como mejor supo una pequeña estancia y se recluyó en ella, con sus ruecas y las mujeres que solían acompañarla.

Pero todas estas cosas yacen muy mezcladas en la memoria de mi primera edad. Y no podría aseverar que ocurrieron tal como las cuento, sino, más bien, como me las contaron.

Tan grande era la distancia, en años y en naturaleza, que me apartó siempre de mi familia, y gentes todas.

***

Era yo muy pequeño cuando mis hermanos partieron al castillo de Mohl y apenas los recuerdo como tres oscuros jinetes, que solían galopar junto al Gran Río. Si tropezaban conmigo, me propinaban puntapiés, insultos y escupitajos, con lo que tuve pronto idea aproximada de sus sentimientos. Luego supe que se adiestraban para nobles guerreros y, si así lo merecían, llegar, en su día, a ser investidos caballeros por el propio Barón Mohl. "A su debida hora -solía decirme mi madre-, tal destino y suerte se repetirá en tu persona".

Hablé de casi todo cuanto componía nuestra casa y hacienda; pero no dije que lo más valioso de ella consistía, sin duda alguna, en los viñedos. Daban éstos un vino entre rosa y dorado, fino y muy aromático. El actual Barón Mohl sentía por él la misma debilidad que sus antecesores y por Navidad mi padre se veía obligado a entregarle el tercio de su cosecha. Era éste un derecho al que ningún Mohl renunció, que yo sepa. Junto al poderío, el carácter altivo y belicoso, las tierras, los hombres y el temor de sus semejantes, los Mohl heredaron puntualmente, uno tras otro, idéntico deleite por el zumo de nuestras viñas. Vendimia tras vendimia, oí los mismos o parecidos denuestos y maldiciones en labios de mi padre, íntegramente dedicados a tal obligación y a su destinatario. Pero jamás tuvo arrestos (ni armas) con que enfrentarse a tan contumaz afición, y hubo de soportarla como mejor pudo, mientras tuvo vida.

Su malhumor y resentimiento resultan fáciles de comprender, porque mi padre gustaba tanto o más que toda la estirpe de Mohl en peso del vino claro y aromático. Y este vino, paladeado por el autor de mis días con una mezcla de frenesí y desesperación, constituía a su vez la parte más sustanciosa de su patrimonio.

Entre unas cosas y otras, las fiestas de la vendimia se distinguían por un clima de apretada violencia. Como fondo de marmita mantenida a fuego lento, bullían en su entraña largas historias de humillación y agravio, y sobre todas ellas, cierta ansia de reivindicar o de recuperar remotos esplendores (y aun violencias) de oscuro origen y significado.

Estas mal reprimidas violencias condimentábanse, año tras año, en el vientre de la ira. Y así como las sospechas de mi ilegitimidad hubieron de producirse en tales fechas, en iguales ocasiones solía estallar algún odio más o menos oculto, o disperso en la conciencia de señores y de villanos. En tales jornadas, este odio hallaba buena excusa a su explosión y era rápida y colectivamente aireado por cuantas gentes componían aquel pequeño mundo. El ave de la venganza rondaba con vuelo bajo y despacioso la fiesta de la vendimia. Y una vez satisfecha su sed -real o aparentemente- la niebla que ascendía del Gran Río, especie de turbio ensueño, cubría el lugar.

Al día siguiente, barrido ya el último vestigio de la fiesta -en verdad exultante y desprovista de toda moderación-, solía amanecer un cielo limpio, inmerso en la calma otoñal. Calma que lentamente languidecía hacia el invierno.

***

Pero no era una calma verdadera. En profundo y desconocido lugar ardían los sarmientos, manteníanse rojas las cenizas. Y había conciencia en nuestra tierra y gentes de algún culto, respeto, tradición no desaparecidos. Ritos y costumbres, sacrificios donde se vertía sangre, aunque ya no humana, subsistían en honor de nuestros viejos y desaparecidos dioses; aunque éstos fueran ya sólo sombras de una religión perdida o deformada. Todavía conservaban los campesinos, hincadas en la trasera de sus chozas o huertos, resecas y antiquísimas estacas, con signos misteriosos. Remotos espíritus y temores anidaban allí. Y los labriegos no vacilaban en compartirlos o amañarlos con los ritos y la fe que nos dio Roma. He de señalar que mi propio padre conservaba en su cámara -y mientras viví en su casa, siempre la vi allí- una escuálida y vieja cabra, de origen desconocido, a la que todas las noches y madrugadas, si no estaba borracho o dormido, dedicaba una especie de oración o salmodia en una lengua que ya ni él mismo comprendía. No obstante, aquello no ofrecía obstáculo alguno para que en la misma estancia venerase cierta reliquia de San Arlón, aunque modesta -las de los verdaderos Patrones de la Caballería estaban por encima de sus posibilidades-. Y encomendábase a este Santo Protector en todo momento y ocasión. No era hombre devoto, mi padre, pero había levantado una capilla en el recinto de la torre, mantenía un capellán, y a menudo hacía ofrendas al cercano convento de Monjes Silenciosos. Donativos que estaban muy por encima de su fortuna y que le valieron fama de generoso y desprendido con las gentes de Dios.

***

El día que cumplí seis años mi madre me arrancó del sueño con gran brusquedad. Aún no me había separado de su tutela -esto no ocurriría hasta el año siguiente- y sea en razón de la austera vida que se veía obligada a llevar, sea porque mi rostro y físico en general le recordaban en demasía a mi padre, lo cierto es que no solía mostrarse blanda ni festiva conmigo. Tras la comida de aquel día, me hallaba dormido sobre el heno dulcemente, cuando me sentí arrastrado sin contemplación alguna. Y aún medio dormido de tal guisa me arrebató fuera de la torre y aun del recinto empalizado.