Aunque el aire se mostraba todavía cálido, pareció helarse sobre mi frente. Entonces vi el viento. Diferente a cuantos vientos conocía (y muchos soplan en nuestras planicies). No movía la hierba, ni las hojas, ni el cabello o ropas de la gente.
Como a los odres, también al cuerpo de la anciana le faltaba el rostro. En su lugar, un jirón de cuero parecido a las pieles de ardilla oreándose en el cobertizo se mostraba a la furia general. Y vi al odre rugoso en todos sus arañazos y miserias: dos ubres llegábanle hasta el vientre, y rozaban en sus colores de otoño, que iban del siena al malva, el muy plegado ombligo. Así, distinguí el mísero contraste que ofrecía la ancianidad de aquel ser con el insólito nido de vello rojo (tal que el mismo fuego que se aprestaba a devorarla) bajo su vientre; resaltaba allí de modo tan singular, que apenas si pudo extrañarme la avidez de las llamas que prestamente lo prendieron. Fue lo primero que ardió en ella.
El viento inmóvil que yo distinguí claramente, se desató. Un múltiple rugido brotó de las raíces de los árboles, y creí partiría en dos la tierra. Lo primero en abrirse fue el vientre, grande y seca fruta que ofreció la extraordinaria visión de sus entrañas, encrespadas en una blanquísima y grasienta luz: tan blanca como sólo luce el relámpago. Mas no uno, sino mil relámpagos se habían detenido allí. Y un olor denso y vagamente apetitoso invadió el aire que respirábamos y se introdujo tan arteramente en mi nariz, boca y ojos, que empecé a vomitar de tal guisa que creí volvíase mi cuerpo entero del revés, como una bolsa.
Mi madre me sacudió entonces por brazos y piernas, alzó mi cabeza entre sus fríos dedos, y rugió a su vez (pues toda voz se volvía allí rugido):
– ¡Recuerda siempre este castigo!
Me pregunté atónito qué cosa debía recordar, a quién o a qué. Y otro grito más áspero y sonoro se levantó por sobre el exaltado clamor de horror, o júbilo, o venganza que envolvía el humo sobre la carne quemada. Era mi propio grito, nacía de mí desde alguna inexplorada gruta de mi ser. Pero nadie sino yo pudo oírlo, ya que se enredó en mi lengua y lo sentí crujir como arena entre los dientes.
En aquel instante el viejo odre se estremeció de arriba abajo y pareció que iba a derretirse, como manteca. Tomó luego los colores del atardecer, negreó sobre sus bordes abiertos, fue tornándose violeta. Aquí y allá se alzaron resplandores de un verde fugaz y crepitante. Al fin, convertido enteramente en árbol, con llameantes ramas en torno a un calcinado tronco, se deformó.
Tan sólo quedó el fuego, recreándose en cárdenos despojos, allí donde otrora alentaba tan sospechoso espíritu. Y me pareció entonces que la noche se volvía blanca, y el día negro; cuando, en verdad, no había noche ni día sobre las viñas. Sólo la tarde, cada vez más distante.
De este modo, asistí por vez primera al color blanco y al color negro que habían de perseguirme toda la vida y que, entonces, creí partían en dos el mundo.
Durante tres días permanecí sin poder cerrar la boca. En tan molesto incidente creyó ver mi madre -y otras muchas gentes a quienes ella lo relató, con toda clase de pormenores- la confirmación del último maleficio de la bruja. Según opinión de algunos presentes, la anciana no apartó sus ojos de mi persona, mientras tuvo fuerza, aliento (o simplemente ojos) para ello. Pero yo no vi nunca esa mirada, como tampoco vi su rostro, ni a su hija, que ardía junto a ella.
Perdí la voz por algún tiempo. Luego, poco a poco -no sé con precisión de qué manera- la fui recuperando. En mi memoria quedó, en cambio, un firme convencimiento: la anciana -bruja o no bruja- no me había maldecido. Antes bien, de entre todos los hombres, mujeres, niños y bestias que presenciaron su tormento, me supe objeto de su especial elección.
Muchos días anduve mohíno y solitario, sin mezclarme a otros niños de mi edad, ni gente alguna. Incluso huía de mi madre. Luego, el invierno interrumpió mis solitarias correrías en torno a viñas y bodegas. Y el frío me encerró en el torreón, junto a mi madre y las demás mujeres.
A medida que el tiempo pasaba, fui olvidando -o al menos relegando en el arcón de la memoria- la certidumbre de que entre la anciana y yo existía un pacto y de que aquel viento inmóvil, que con mis propios ojos vi, me apartaba a distancias muy grandes de los seres con quienes convivía, y entre los que había nacido.
Tan sólo a veces me estremecía el espectáculo de una luz demasiado blanca, junto a una sombra demasiado oscura; pues entonces una especie de lucha, atroz y exasperada, se ofrecía a mis ojos. Creo recordar que en tales ocasiones, solía revolcarme por el suelo, entre alaridos. Pero mi madre -que siempre vio en estas cosas los restos del último mal de ojo de aquella desdichada- me volvía a la razón metiéndome de cabeza en una tinaja de agua (previamente bendecida por el buen capellán). O, simplemente, cubriéndome de bofetadas.
Algún tiempo aún discutieron mi madre y las mujeres sobre si debieron obligar a la anciana a presenciar el suplicio de la hija, antes de sufrir el propio, o a la inversa. Las solteras inclinábanse a lo último, y las casadas con hijos, a lo primero. Pues, según aseveraciones exhaladas por entre los fruncidos labios maternos, ninguna otra cosa en el mundo, por mala que sea, puede compararse al tormento de una madre que ve morir, o padecer, al fruto de sus entrañas. Oyéndola hablar así, mientras cardaba lana, hilaba o desgranaba legumbres, sentía mucha extrañeza de ser un fruto suyo. Y me imaginaba a mí mismo como uno de aquellos higos secos y arrugados que conservaba en melaza, con destino a endulzarnos las frías noches de invierno.
Y meditando estas cosas sentía un malestar muy grande.
Al fin, las pláticas femeninas se perdieron en otros temas más fútiles, o de más provecho, que las discusiones en torno a una tortura y una hoguera ya aventadas. Encaramado en un arcón, a través de las estrechas ranuras que se abrían en la cámara de mi padre, divisé una mancha, negra y grasienta, sobre la tierra. Sin razón alguna -desde aquel lugar no podía alcanzarla- se me antojaron las cenizas del odio y de la hoguera. Día tras día miré aquella mancha, hasta que el viento invernal la borró por entero. De forma que también aquel vestigio, real o imaginario, lo devoró el tiempo.
Pero no para mí. Porque jamás el olvido borraría de mi memoria el humano árbol de fuego, ni el grito colérico de la vendimia.
II. El jinete solitario
A partir del día en que el Barón Mohl, elevó su condición, los hombres de mi familia se entregaron de lleno al servicio y arte de la guerra. Abandonaron toda preocupación e interés en manos de sus sirvientes, campesinos y siervos. Y a cambio, recibieron título, tierras en propiedad y derecho a su herencia.
Según tales usos, mi padre me encaramó al caballo apenas tuve edad suficiente para sostenerme en él con cierto aplomo. Y puede decirse que, desde ese punto y hora, aquel animal constituyó mi único maestro, amigo y bien en este mundo. Como la vida de mi padre -así como su ineptitud para lo que no fuese la satisfacción de sus apetitos- se prolongó de forma en verdad inusual, cuando yo nací ya había dilapidado la casi totalidad de su fortuna. Mis hermanos se llevaron los últimos, aunque modestos, esplendores de aquella casa, y a mí no me correspondió ni un mísero alón de su oca vespertina.
Egoísta y enajenado por los achaques y los años, varado en vicios del todo insulsos por mal gozados -tal como suele depararlos la senilidad-, el autor de mis días poco o nada se ocupó de mí; de mi valor y suerte dependían, tan sólo, mi futuro y aun vida presente. En cuanto a mi madre, apenas me apartaron de su tutela -como si considerara, en aquel punto y hora, vencida su penosa deuda materna y única razón que hasta el momento debió mantenerla en tan desabridas compañías-, pidió permiso a su marido para retirarse a la vida de oración y recogimiento. Mi padre consideró con excelente ánimo tal decisión. Incluso la bendijo y despidió con rara dulzura, recomendándole que orase por la salvación de su alma, la de sus hijos, y la de todos aquellos que, a su buen juicio, hubieran menester tan pías dedicaciones. Una vez prometido esto, mi madre tomó sus ruecas y en compañía de algunas buenas mujeres, unas cuantas ovejas y un saco de simientes, partió a una cercana ermita en ruinas, otrora incendiada y saqueada por las hordas ecuestres. Allí, dedicóse a restaurar su nuevo habitáculo, vistieron todas sayal, cortaron sus cabellos y comenzaron a desbrozar y cultivar el abandonado huerto. Con el producto de éste, la lana, leche y compañía de las ovejas, subsistían, entre viento y balidos. Probablemente dedicadas, aparte esos afanes, a la penitencia y salvación tanto de las almas ajenas como de la propia. Pero también, sin duda alguna, a vivir a su antojo, cosa que dudo mucho tuvieran antes ocasión de practicar.