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El sol y el viento de las planicies oscurecieron mi rostro. Y en tal contraste relucían mis ojos, con tan poca amistad o simple continencia que, por más que los tuviese azules (el azul, según oí, es color estimado en los ojos, al menos por las gentes de mi tierra), más me hubiera valido ser tuerto con tal de ofrecer, aun a través de un solo ojo, mirada más serena o regular. Pude apreciar que, aunque muy robusto, mi cuerpo era esbelto. Y largas, derechas y muy firmes tenía las piernas, sin aquellos mal repartidos bultos que a juzgar por lo que a diario contemplé en los que me rodeaban, durante largo tiempo creí eran atributos corrientes, o relleno natural, en toda pantorrilla que se precie de humana. Cuando descubrí que precisamente mi cuerpo y piernas desprovistos de bandullones eran el blanco de miradas desazonantes, mucho me sorprendí y maravillé de la femenina naturaleza.

Algo me animó este descubrimiento, pues hasta entonces me tuve por muy abominable criatura. Y desde ese punto y hora, en alguna ocasión hurté el peine de largas púas que mi padre guardaba en el cofre, e intenté dar a mi aspecto una apariencia más usual. Pero hallé fijos en mí los ojos amarillos de la misteriosa cabra, tan coléricamente desdeñosos, que huí avergonzado y bullendo en el deseo de reunir suficiente coraje para algún día hundir mi puñal entre sus lacias ubres. Valor que no hallé nunca.

Pero todas estas cosas se confundían en mi entendimiento y tenía una idea muy embrollada de cuanto me ocurría o, tan siquiera, de lo que ocurría a mi alrededor.

Llegó así un tiempo en que, con cierta frecuencia, me sentí preso de un oscuro deseo: llegar a entablar, si no amistad -palabra cuyo significado ignoraba-, al menos conversación con alguien que no fuera la soldadesca, los mendigos, los pillos o mi buen caballo. El fraile, como los campesinos, me huía. Y aun le vi más de una vez santiguarse a hurtadillas cuando me cruzaba en su camino, como si mi persona se tratara del mismo demonio. A falta de lo que tan confusamente deseaba, busqué, en su lugar, la soledad más extrema.

Galopaba solitario y solía adentrarme en los bosques y aun rozar los límites de la estepa, allí donde Krim-Guerrero capturó a Krim-Caballo. Comencé a aficionarme a la caza y esto me produjo una de las escasas satisfacciones o alegrías de aquel tiempo. Cada vez se afinaban más mi instinto y puntería, de suerte que iban en aumento las piezas cobradas. Y por fin pude comer carne, e incluso saciarme de ella. Pues llegué a manejar el arco y las flechas con tanto acierto y habilidad (en ello siempre me distinguí) como puede proporcionar el hambre.

Incluso a veces me sobró comida. En tales casos la asaba y escondía, para devorarla en momentos más precarios. Pero llevado por aquel anhelo indeciso que me hacía aflorar o, al menos, llegar a hablar algún día con una criatura que no formara parte de los desechos habituales, en una o dos ocasiones me aproximé a un grupo de muchachos con la pieza aún sangrando en la mano. De lejos, antes los había observado: elegía uno y una vez a su lado, intentaba ofrecerle parte de mi caza, decirle, en suma, que deseaba compartir aquella suculencia con algún ser que tuviera mi edad y hablara mi lengua. Pero imagino que no atiné con las palabras precisas, pues apenas me veían salían huyendo, aterrorizados. Así tuve constancia de que todos me temían y, viendo cómo rechazaban neciamente mi oferta, sentía una cólera tan dolorosa que parecía rasgarme de la cabeza a los pies. Entonces saltaba sobre mi caballo y perseguía con saña al elegido, hasta derribarlo y golpearlo ciegamente. Tanto, que una vez mi vista se nubló bajo los golpes que yo mismo descargaba y comprobé, con estupor, que esta fugaz ceguera era debida a súbitas e incomprensibles lágrimas.

Estos arrebatos acrecentaron aún más mi fama de violento y despiadado, cuando en verdad sí era violento, pero no despiadado, como tampoco piadoso, pues no había tenido ocasión de practicar ninguna de estas cosas, ni hallado objeto que me inspirara tales sentimientos. Herido por un gran rencor, en esas ocasiones me traspasaba un dolor muy grande, hasta sentirlo en mi carne como el filo de una espada.

Un día en que permanecía oculto tras unos árboles, oí decir a unas mujeres que yo era tan desalmado como mis hermanos. Semejante opinión me dejó confundido: yo no era desalmado, pensé, más bien acaso carecía de alma. O ésta yacía tan acurrucada y falta de sustento, que poco le faltaba para expirar de inanición. Aquella revelación me hizo reflexionar, aunque lenta y pesadamente, sobre el hecho de que yo poseía, después de todo, un alma, como otro cualquiera. Y esta idea me dio que rumiar largamente. Pero tenía una idea tan vaga del alma humana, como de sus cualidades, o su simple objeto. Varias veces la emprendí a golpes con algún siervo, mendigo, o cualquiera que hallara propicio a tal contingencia. Y creo que, en ocasiones, sin mediar verdadero motivo para tales explosiones de mi temperamento, sin duda iracundo. Me digo ahora si sería aquélla la única forma que atiné a mi alcance para comunicarme con mis semejantes.

De todos modos en aquel tiempo no maté a nadie. Quiero decir, a criatura de mi especie. Y en cuanto a los animales, tan sólo abatía aquellos que podían nutrirme pues tenía suficiente pundonor o acaso conciencia de que la violencia, incluso la ira -y sabía que mucha albergaba dentro de mí-, no eran fuerzas que debían prodigarse sin objeto preciso ni provecho. Me decía que estas cosas sólo podrían ocurrírseles a criaturas de muy roma sesera, filas en las que no creía militar.

Así la caza llenó gran parte de aquel tiempo en mi vida. Y gracias a ella pude gustar una clase de alimento que de otra forma no habría catado sino muy raramente. Aprendí a deshollar los animales y a curtir su piel. Y con ella yo mismo apedazaba mi atuendo y mi calzado.

Seguramente por entonces mi madre murió, o ya había muerto. No puedo decirlo con exactitud. Sólo sé, porque conozco el lugar de su tumba, que un día las mujeres que la acompañaban la enterraron.

Sucedió en ese tiempo algo que conmovió profundamente mi vida: alguien aceptó el ofrecimiento de compartir la caza abatida por mí. No fue un siervo, ni un criado, ni siquiera un soldado, sino un mendigo. Ocurrió el hecho de la siguiente forma: hallábase apenas iniciada la estación en que más propicia se presenta la caza del jabalí y, por primera vez, pensé en cobrar una de estas grandes y en verdad temibles piezas. Hasta aquel momento se me hacía dura la empresa y no desdeño la posibilidad de que contribuyera a ello el haber oído desde muy niño innumerables historias que narraban siervos y villanos y aun algún soldado. Decían que el jabalí no debiera tocarse y aún menos matarse. Picado de curiosidad presté atención a estas creencias y al fin un poco por un lado, otro poco por otro, llegué a entender que esta prohibición nacía de un miedo más oscuro que el de la propia muerte. El jabalí -y especialmente el de pelaje de oro- era mitad sagrado, mitad criatura infernal. Pero, en todo caso, tratábase de una criatura sobrenatural, solía acompañar por bosques y praderas a la esencia, fuerza o quizá dios -sin duda ya muerto, o al menos enterrado por la fe de Roma- proveedor de la fecundidad. Descubrí más tarde, en las medio quemadas inscripciones o signos que cubrían ciertas estacas hincadas en los huertos, el contorno más o menos reconocible de un jabalí. Y en ocasiones llegué a vislumbrar, pendiente del cuello de algún campesino, el colmillo de uno de estos animales.

Pero aunque estas cosas despertaron en mi ánimo un cierto malestar, tiempo después deseché estos recelos. Fui en busca de mi presa con verdadera emoción y liberado de esta clase de suspicacias.

El día que alcancé a uno de estos animales, quedé casi enajenado en una suerte de íntimo y jubiloso placer, que me tuvo largo rato inmóvil, contemplando la fiera. Era en realidad un cachorro, mas, precisamente, de pelo dorado. En su último estertor emitió un sordo bramido, por entre los colmillos brotó un río diminuto y rojo que me exaltó hasta gemir, a mi vez. Fue un día importante para mí. Deshollé y vacié de sus entrañas al animal, tendí a secar su piel y al fin arrojé a un pequeño declive la cabeza y el verla rodar me produjo una desagradable sensación. Luego de cuartearlo, asé una pierna y saboreé su carne. Era en extremo sabroso, aunque durísimo.