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– Te la buscaste -le dijo el guardia. -No tienes nada.

– No -dijo Rafael Liévano.

– Llévatelo -le dijo el guardián a Leonor. -No pasó nada.

– Ustedes los protegieron -dijo Leonor, iracunda -Protegimos a tu galán -le dijo el guardia. Llévatelo en paz, ándale.

– Le pegaron por la espalda -acusó Leonor.

– No fue nada. Mañana ni se acuerda -dijo el guardia.

– Pero me voy a acordar yo de ustedes -dijo Leonor.

– No amenaces, chiquita. Llévate a tu galán, ándale. Y vuelvan cuando quieran. Preguntan por mí, Benjamín, y yo los cuido todo el rato.

Rafael Liévano empezó a caminar hacia el coche, desentendiéndose del alegato de Leonor. Un dolor en el costado lo paralizó al abrir la puerta.

– ¿Te duele? ¿Quieres que yo maneje? -preguntó Leonor.

Rafael Liévano negó con la cabeza, pero se detuvo a tomar aire un segundo antes de meterse al coche. Ya adentro los dos, esperó otro rato en silencio antes de prender la marcha.

– Son las diez y media. Te llevo a tu casa -le dijo a Leonor.

– No quiero ir a mi casa -dijo Leonor.

¿Qué quieres, entonces?

– Lo que tú quieras.

– Quiero largarme de aquí -dijo Rafael Liévano.

Manejó violentamente, como para desahogarse, rumbo a casa de Leonor, pero pasó de largo por la casa buscando las soledades cómplices de las manzanas siguientes, protegidas por árboles y curvas que anticipaban la barranca de Las Lomas. Se detuvo bajo una generosa Jacaranda y le dijo a Leonor:

– Pásame la bolsa de la guantera.

Leonor le pasó la bolsa. Rafael Liévano extrajo del fondo un cigarrillo de marihuana. Prendió y aspiró varias veces, para avivar la flama, antes de pasarlo a Leonor.

– No quiero -dijo Leonor.

Rafael Liévano retiró el pitillo que ofrecía y volvió a fumar dejando entrar el humo pleno en su pecho, todavía agitado y tenso. Cuando iba a fumar de nuevo, Leonor pidió. Fumó dos veces. Oyó tronar el pitillo y sintió la brasa quemarle los labios. El humo le rascó la garganta, haciéndola toser, y se le metió en un ojo. Rafael Liévano fumó después su turno, ella el suyo, y fueron alternándose hasta que la bachicha les quemó los dedos primero y las uñas después.

Rafael Liévano prendió el radio y echó su asiento hacia atrás. Leonor echó también el suyo, se inclinó sobre Rafael Liévano y le desabotonó la camisa sobre el pecho lampiño hasta descubrirle las costillas. En el costillar derecho había un rayón cárdeno con un borde morado que empezaba a crecer. Leonor puso la mano ahí, la misma mano que había puesto horas antes en los testículos de Rafael Liévano, y creyó sentir a través de la herida, como en una radiografía, todo el fluido del cuerpo de Rafael Liévano, sus circuitos alámbricos y sus líquidos eléctricos chocando, acelerándose, fluyendo, acudiendo a su mano y a la herida para restituir y curar, aliviar, perdonarla.

Tenía la boca seca, la lengua seca y el alma seca, drenada de culpa por los golpes dados a ese cuerpo que amaba y ahora conocía como ninguno, a través de sus heridas. Puso la oreja sobre el pecho de Rafael Liévano y lo oyó palpitar, resonante como un tambor, y respirar como un fuelle, y crecer como un mapa vivo, agregando colinas y cañadas sobre la planicie morena de la piel que se perdía en el confín remoto del ombligo. Supo que estaba, deudora y diminuta, adscrita al único país del pecho de Rafael Liévano, parásita de su inmensidad, esclava de su geografía inabarcable.

IX

Como una niebla que viene a pasos lentos del mar, la invadió poco a poco el recuerdo de sus padres. No habían estado en ella bajo la forma huérfana del dolor, atrapados en alguna colección de escenas subrayadas por la ausencia. Eran algo más próximo y más vago a la vez, semejantes al hábito y a la sucesión de los días, como la sombra de la nariz siempre presente y siempre insustancial bajo los ojos, o la humedad de la saliva, siempre con sabor y siempre neutra en el laberinto abierto de la boca. Su pérdida había sido un remolino y luego un pasmo del que los años no la habían sacado para hacerle ostensible la verdad llana y dura de su pena. Había vivido en ese limbo amigable, asomándose sólo por momentos al abismo que estaba detrás, serena, en cierto modo cómoda dentro del celofán que aplazaba la revisión de los escombros.

Una noche, poco después de su cumpleaños diecinueve, soñó largamente que entraba con Rafael Liévano en una gruta ceremonial, un espacio húmedo y dorado del que fluían hacia ellos espigas de agua y miradas aprobatorias. Iban al frente de un cortejo, en el inicio ritual de la fiesta, y avanzaban, celebrados dulcemente, como flotando en la atmósfera fresca de la gruta, propicia a la tersura de la piel y a las ganas de viento del cabello. Atrás marchaban los otros, sus tías y sus abuelos, Ángel Romano y Alina Fontaine. Pero sobre todo sus padres, seguros y protectores, vigilando los flancos escarpados del sendero y sus pasos dichosos en la marcha triunfal.

Al doblar un recodo, sin embargo, Leonor se topaba también con sus padres entre el público. Miraban satisfechos la escena desde el más allá, tomados de la mano, conformes y lejanísimos, radiantes en el fulgor angélico e insoportable de su amor.

Despertó bajo aquella mirada, ahogándose en el terror de haber perdido algo esencial de su espalda, un ala o un pulmón, el cartílago invisible de aquel par de fantasmas que hasta entonces habían sido parte sedentaria de su vida y empezaban a ser una zona erizada de su memoria. A partir de aquel sueño, sus padres subieron desde el limbo en que vivían, a retazos, cada uno más irremediable y melancólico que el anterior, reclamando su sitio en el pasado, cantando la enormidad de su ausencia, la seriedad de su muerte.

En el recuerdo fracturado de sus padres acabaron imponiéndose tres o cuatro imágenes que al final parecieron cifrarlo todo. Una fue la mano callosa de su padre, la enorme mano de dedos gordos, palmas abultadas y uñas planas, como esmaltadas por el uso, que se acercaba a su oreja una y otra vez, infinitamente, para acariciarla y contenerla en una sola superficie ruda y tierna. Otra, fueron los ojos acuosos de su madre, como si lloraran o hubiesen llorado, más verdes y limpios por esas lágrimas, más diáfanos en la amorosa juventud de sentimientos esenciales que emitís el óvalo de su cara rechoncha y sonriente, bien dispuesta a la vida, al amor, ya la glotonería de los chocolates negros que nunca faltaban en la sobremesa. Una más: la puerta cerrada sobre el pasillo oscuro en el que aparecía su padre, envuelto en una túnica precipitada, para alzarla y consolarla de su llanto, y ponerla contra su pecho desnudo, cuyos pelos mojados entraban en su boca. De todos aquellos restos imperiosos fue quedando en primer plano el de su madre diciendo que no volverían a ver a sus abuelos. Tenía, al decirlo, una cinta en el confín de la frente amplia, los ojos bien abiertos en su cara encendida, recortada contra un horizonte verde de lluvias y casuarinas. Ese recuerdo no tenía fecha, pero debía ser de cuando sus padres resolvieron cambiar de vida, devolvieron la buena casa y el mejor trabajo que el papá de Leonor había recibido de Ramón Gonzalbo y se mudaron a un edificio que olía a caño, en una colonia de medio pelo donde se iban sin descanso el agua y la luz. Aquel edificio y aquella colonia estaban atados en la memoria de Leonor a la inmensidad vacía, protegida y dichosa de la infancia.