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– No lo había pensado así -arguyó Leonor, admitiendo, sin embargo, que no lo había pensado de otro modo.

– Lo que te puedo decir es que yo vi a Mariana de otro lado -se aflojó Romano. -Quiero decir: fue mi amiga, no mi novia ni mi amor idealizado o realizado, posible o imposible. Creo que su belleza fue el origen de todos los malentendidos que provocó Mariana. Su belleza transmitía una seguridad a toda prueba. Pero Mariana era una mujer insegura, atormentada como nadie por la mirada de los demás. Tú la veías caminar por estos pasillos, así como caminaste tú, y tenías que decir: "A esta mujer le encanta que la miren, que la cortejen, que la asedien. Camina pidiendo miradas y admiraciones". Pues no. Mariana odiaba llamar la atención, recibir piropos y miradas. Un día sí y otro también, entraba al cubículo que teníamos juntos, allá en el otro extremo del pasillo, y echaba sus libros sobre el escritorio mentando madres: "Me choca cómo me miran. Me choca, carajo. Por qué no se quedan ciegos esos cabrones." "Es tu culpa", le decía yo. "No te das cuenta cómo caminas, moviéndolo todo." "Se mueve", me decía. "No lo muevo yo, se mueve solo." "Pues eso que se mueve es lo que ven", le decía yo. "Pues me choca, carajo", decía Mariana, y tardaba media mañana en olvidarse del último imbécil que se la había comido con la mirada. ¿Ya me entiendes lo que le pasaba a Mariana? -preguntó Ángel Romano.

– Sí -dijo Leonor. -Entiendo muy bien.

¿Padeces de lo mismo?

– A veces -concedió Leonor.

– Mariana siempre -se hastió Romano. -Odiaba eso. Fíjate qué contradicción. Ahora mira esta otra: dirías que una belleza así, como la de Mariana, era no inaccesible, pero al menos exigente con sus galanes. Pues no. Conque sólo no la presionaran, a Mariana podía gustarle todo el mundo, y se dejaba llevar de la mano por cualquier detalle. Otro malentendido: el aire de seguridad que brotaba de ella, de su paso, de su frente, de sus espaldas rectas. Se diría que sabía muy bien lo que andaba buscando y que, en materia de amores, por ejemplo, era ella quien escogía. Error. La mayor parte de las veces la escogían a ella y ella accedía a la solicitud de muchos imbéciles no porque le gustaran, ni siquiera por un gesto o un ángulo interesante, sino por quedar bien.

¿Por quedar bien? -preguntó, incrédula, Leonor.

– Por quedar bien -repitió Ángel Romano. -Las mujeres de la generación de tu tía Mariana tenían la obligación de quedar bien sexualmente con el mundo. Si no se acostaban con quien se los pidiera, eran juzgadas como unas conservadoras, unas frígidas, qué sé yo. Lo femenino y lo "liberado", como se decía entonces, era irse a la cama con quien lo solicitara, así te pareciera el más imbécil del mundo. Y eso hacían, las muy idiotas, por razones teóricas, porque eso era lo moderno y lo libre. Ahora se usa decir que fue una generación muy "permisiva". Es una manera elegante de decirlo. En el caso de muchas mujeres "permisivas" que yo conocí, más bien puede decirse que fue una generación idiota para sus amores. Pero no sé si te estoy abrumando con todo esto -se detuvo Ángel Romano. -No sé si eso es lo que quieres saber.

– Precisamente eso -lo animó Leonor. -Lo que sabes sobre la Mariana que todos procuraban y nadie conocía.

– Es una buena descripción de Mariana Gonzalbo -celebró Ángel Romano. -Todos la procuraban y nadie la conocía.

– Es una definición tuya -le dijo Leonor. -La escribiste como dedicatoria en un libro que hiciste con mi tía Mariana.

– ¿Yo lo escribí? -se alegró Ángel Romano.

– Me encanta haberlo escrito. ¿Cuántos años tienes? -Cumplo diecinueve en agosto.

– ¿Te puedo dar un consejo? -se intimó Romano.

– Sí -aceptó Leonor.

– En materia de amores, sigue siempre las razones del gusto. No las de la cabeza, ni las del corazón: las del gusto. Lo que te guste y con quien te guste. Nada más y con nadie más. Te aseguro que no te vas a equivocar.

– Gracias -dijo Leonor.

– De nada. ¿Qué más quieres saber?

– ¿Sabes algo de Lucas Carrasco, un novio que tuvo mi tía?

– Sé todo de Lucas Carrasco -alardeó Romano. -¿Qué quieres saber de él?

– ¿Cómo era? -dijo Leonor. -¿Qué pasó entre él y Mariana?

– Bueno no sé tanto -recogió Ángel Romano, con ese tono ambiguo, que lindaba por igual el amaneramiento y el entusiasmo. -De Lucas, lo que puedo decirte es que era un príncipe. Y también un mendigo. Una gente con ángeles y demonios. Como todos, quizá, pero en él acentuados porque sobresalía. Estaba muy por encima del promedio, y eso irrita, fastidia. No sé si tú sepas cuál es la peor herencia hispánica que tenemos.

– No -dijo Leonor.

– La envidia -sentenció Romano. -Nos fastidia todo lo que brilla. Nuestro ideal envidioso es la dorada mediocridad que quería el poeta latino Horacio. Todos coludos y todos rabones, como dice el dicho. Bueno, Lucas Carrasco era entonces un imán de las envidias de otros. Por muchas razones. Porque su primer ensayo académico, a los veintiséis años, se volvió un clásico. Porque rehusó la dirección del Instituto a los veintiocho, y otra vez a los treinta y dos. Porque medía uno ochenta y cinco y usaba sacos de tweed, en una facultad donde todo se iba en huipiles, morrales y mezclillas. Porque se llevó a tu tía Mariana. En fin, porque era y es una gente superior al promedio. Pero sobre todo, pienso yo, porque no le daba importancia a nada de eso: ni a Mariana ni a su obra, ni a sus sacos de tweed. Y, la verdad, no había por dónde atacarlo. Entonces, peor. ¿Ya me entiendes?

¿Pero Mariana no le importaba? -preguntó Leonor.

– Mucho -dijo Romano. -Estaba muerto por ella, o estuvo un tiempo. Un buen tiempo. A lo que me refiero es que, apenas la vio, o apenas se vieron, Lucas hizo así y Mariana ya estaba al lado suyo, ¿me entiendes? Mientras que en este Instituto, y en el resto de la facultad, había una cola haciendo méritos y cumpliendo mandas por una atención de Mariana Gonzalbo.

¿Pero entonces cuáles eran las partes malas de Lucas? ¿Por qué dices que era un méndigo?

– Su pecado era y sigue siendo la soberbia -dijo Ángel Romano. -Era incapaz de convivir con la mediocridad o con lo que él juzgaba la mediocridad. Si se aburría, lo hacía sentir soberanamente. Y luego, su vida privada. Corrían todos los rumores sobre él, sobre su vida amorosa. Había mucha gente quejándose de que la había utilizado. Hombres y mujeres, si me entiendes bien. Y las versiones de unas fiestas tremendas en las que decían que iniciaba a sus alumnas.

¿Las iniciaba en qué? -preguntó Leonor.

– En la vida, como se decía entonces -exclamó Ángel Roma-no, riendo complacido para sí y alzando los brazos para la galería. -Mira, Lucas era y debe seguir siendo un hombre rico. Heredó de su padre una fortuna y una casa enorme, una de esas casas donde podían aparecerse fantasmas y celebrarse misas negras, ¿ya me entiendes?

– No -dijo Leonor. ¿Cómo era la casa?