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No obstante, justo en el umbral de aquella dicha, jaloneado por incidentes familiares que con el tiempo olvidó, el abuelo Gonzalbo se había detenido para decir no, anteponiendo el peso de sus hijas y su casa grande a los ensalmos libertarios de su nueva paternidad. Su elección había volteado al revés el corazón de su mujer segunda, a la que adoraba como no habría de adorar después y apenas había adorado antes, enojándola en un viaje de despecho y venganza al consultorio de un médico con quien decidió abortar sólo para poder decirle a Ramón Gonzalbo que el precio de sus amores perdidos era aquella mutilación, simbólica y espantosamente real, de todo lo que habían engendrado y lo que pudieran engendrar.

Las desgracias legendarias de la familia Gonzalbo eran desde luego anteriores a la memoria personal de los abuelos.

Pero como un digno eslabón de la cadena ellos mantenían dentro de sí, tapiada a la inspección del otro, la certidumbre de que la equidad inmanente de la suerte había echado sobre ellos una carga a la vez merecida y desproporcionada. En el fondo altivo de su corazón, cargar cada uno su propia culpa secreta, a buen recaudo de la curiosidad, el recelo o la comprensión del otro, les había permitido envejecer juntos, refugiados en su unión, volviendo cada uno contra sí mismo la explicación del mal que los ahogaba, sin ceder al impulso de reprochar en el otro la responsabilidad del infortunio, el origen del pecado por cuya comisión seguían pagando. Creían haber pagado con la muerte accidental de su segunda hija, la madre de Leonor, pero sobre todo con la muerte inexplicada de la última, Mariana, sobre cuya enorme ausencia no habían sabido echar sino un enorme silencio.

El recuento de la adversidad familiar de los Gonzalbo empezaba muy lejos, en la historia de un bisabuelo fallido que en lugar de casar con la mujer del pueblo asturiano que le tocaba, se hizo a la mar y la dejó en manos de uno de los Gonzalbo de la región. Según la memoria de la tribu, aquella mujer había introducido en la familia la mayor parte de los males que se hicieron epidemia después. Nacida ella misma de una madre loca, la bisabuela que no debió ser engendró nueve hijos de los que tres murieron naciendo y otros tres antes de volverse adolescentes, por distintas debilidades congénitas.

Los tres logrados fueron, una, cortesana, cantante de medios alcances en el Madrid de Galdós; jugador y vividor el otro, con una historia de amores, duelos y desmanes que hubieran sonrojado al don Juan de Zorrilla. El tercer Gonzalbo dejó muy joven la casa paterna, en busca de su fortuna en América.

Administró una finca cafetalera en Cuba y desembarcó en Veracruz días antes de que Benito Juárez proclamara la restauración de la República, el año del fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, en 1867. El primer hijo mexicano de aquel Gonzalbo nació diez años después de la llegada de su padre, al iniciarse los gobiernos de Porfirio Díaz, luego del triunfo de la revolución de Tuxtepec, en el año de la discordia de 1876. Para entonces, el Gonzalbo venido de España se había hecho un camino como comerciante de granos en la ciudad de México y tomado como esposa, entre la colonia española de la capital, a una mujer rubia, niña y regordeta que le dio siete hijos varones y una hembra tardía, al final de la cuenta, cuando ya no esperaban aumentarla. Los hermanos Gonzalbo fatigaron el país, crecieron familias e hicieron fortunas como comerciantes en Puebla y Querétaro, como hacendados en Tlaxcala y Zacatecas, el más rico como tequilero en Guadalajara, el más educado como ingeniero de minas en Taxco y uno más como pionero textil en Orizaba.

La hermana tardía no salió de la ciudad de México. Vivió el mundo aparte que su nacimiento le deparó, como hija inesperada de un matrimonio de viejos. Pero hubo en ella algo más exclusivo que sobreprotección y soledad, algo que pareció venir de atrás, de los medallones que conservaban brumosos retratos y daguerrotipos azogados de los ancestros. Apenas pudo andar, asomaron por esa niña la belleza de su abuela -la mujer que no hubiera entrado en la familia si el hombre que le tocaba hubiera permanecido en tierra en,vez de hacerse a la mar- y la locura de su bisabuela, que la marcó desde muy niña bajo la forma de una proclividad alternativa a la contemplación y el desvarío. Conforme la adolescencia y sus demonios entraron en ella, la tomó por su cuenta una avidez sensorial, golosa y como insaciable, abierta por igual a la comida que a los hombres, a las telas finas y a los días radiantes, a los caballos briosos y a la algarabía prohibida de la calle, lo mismo que a la fiesta, a la música y una vez más y siempre a los varones que se cruzaban por su camino, le tocaran o no.

El golpe de Estado que derribó a Madero en 1913, sorprendió a la Gonzalbo tardía en el esplendor de sus diecisiete años, tumbada sobre el pajar de las caballerizas, entre los brazos del caballerango. La rebelión militar que definió a los triunfadores de la Revolución mexicana, en 1920, la encontró lista para los años de excesos que anunciaba el futuro, bella como su abuela y como habrían de ser su hija y sus nietas, dispuesta a vivir el último quinquenio de sus años como habían sugerido los anteriores: tragando a sorbos grandes el caudal de la vida, hasta ahogarse con ellos precisamente a mitad de la década, en los veintinueve años de su edad, unos días después de dar a luz a una hija de padre desconocido, cuyo patronímico, no obstante, quedó asentado en el acta que dio apellido a la huérfana: Filisola.

La cuenta de la familia solía fechar en la muerte de aquella Gonzalbo y el nacimiento de aquella Filisola, el punto cercano de arranque de la desgracia que era la sombra de su genealogía. La hija huérfana de la hija tardía había mejorado el molde de sus ancestras en la serenidad de su belleza Gonzalbo, aquella belleza de niñas que se hacían mujeres en plenitud antes de que la adolescencia las dejara y seguían siéndolo después de que la vejez empezaba a dañar sus hechuras luminosas. Pero no había heredado el fluido de la locura, sino una especie de calma dulce, por cuyas suavidades no parecían cruzar los pájaros de la ansiedad o las fibras del brío, ni las flechas insaciadas del deseo. La criaron sus abuelos y no hubo en ella rastros de la herencia que anunciaban sus facciones: ni extravíos ni ausencias, ni amores locos ni placeres inaplazables. Sólo esa calma llana, metida en el armazón de una voluntad de hierro, que sabía imponerse sin énfasis, rechazar sin ofensas y mantener el ámbito donde reinaba a salvo de toda intromisión y querella, en una armonía soberana que multiplicaba la que fluía de todos los puntos de su rostro.

Creció sensata y fresca, más hermosa que ninguna de las Gonzalbo previas, y que las cuatro Gonzalbo que habría de parir. Gonzalbo parió, no otra cosa, porque la fatalidad que no vino con su carácter llegó con la vida misma: la apacible Filisola no supo hacer topar su corazón sino con otro Gonzalbo, un primo criado en Guadalajara, de donde vino a la capital treintón e irreconocible para sus abuelos, que no lo habían visto en veintiún años, los mismos que la bella Filisola cumplió unos días antes del anuncio de la victoria de los aliados sobre el Eje en la Segunda Guerra Mundial, y el reinicio de la historia entre los escombros del mundo.

Era un primo remoto, pero gemelo de la Filisola. Perseverante y suave, como ella; decidido y puntual, con una barba cerrada, irresistiblemente azul, y un pecho amplio y liso, de tersos vellos oscuros peinados sobre los pectorales. Desde que la Filisola vio ese pecho por equivocación, por un ángulo imprevisto de las habitaciones de la casa, no quiso sino recostarse en él. El efecto de la Filisola sobre su pariente no fue menor. Le desató el incendio de la primera pasión verdadera en el llano de una existencia plagada de aventuras sin sabor, concentrada hasta entonces en el placer de superar a otros en los negocios y el caudal, antes que en el amor o la dicha.