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"Haz como que te estoy hablando de otra cosa y míralo allí donde está el escudo de armas, el de la camisa azul y la corbata de lunares rojos. Pero no lo veas, babosa, no quiero que se dé cuenta que lo ves mientras te estoy hablando.

Empieza a cantar y lo ves luego. Es más, cántale a él un rato para que vea que está destinado a gustarle a la familia.

Porque está destinado, eso que ni qué." Eso me dijo Mariana, o algo así, muy parecido. Me hice la tonta mientras me hablaba y arreglé mi guitarra y le di un beso como si me hubiera estado hablando de la tintorería y no me interesara, ya sabes, con esa condescendencia de la cantante consagrada con su público de pocos vuelos, y me senté en mi banco de cantina, que iba muy bien para el personaje informal de una cantante en el centro de su sala, y empecé a cantar como siempre, como si nada hubiera pasado o nada me hubiera dicho Mariana. Canté una y les eché un ojo, y a la segunda como que me volteé de plano hacia donde ellos estaban y los miré sin esfuerzo ni fingimiento, porque en la nueva posición me quedaban de frente y lo natural parecía que los mirara a ellos. Fue la primera vez que los vi juntos y como que los vi para siempre. Porque Mariana sería muy joven, pero tenía la facha de una mujer hecha y derecha, con su enorme pelo sobre la cabeza y sus facciones afiladas, bien atentas a la estupidez ambiental. Pero Lucas Carrasco, sentado junto a ella, era la pareja perfecta, con su frente enorme, sus ojos redondos, su torso flaco y largo, como el de un leo-pardo. En realidad, era un actor en papel actuando el papel de una gran naturalidad, con su corbata de lunares rojos y sus manos de pianista yendo y viniendo mientras hablaba, como si dirigiera sus palabras.

– Entonces era guapo -concluyó Leonor. -Al menos esa ventaja tenía.

– No, guapo no -dijo Cordelia. -Era, cómo te diré, interesante. Era relajado, puesto como por encima de las cosas y gozando al mismo tiempo de ellas. No sé si me explico. Un hijo de puta, un actor. Así fue todo el tiempo que duró. El siempre como por encima de las cosas, viéndolas pasar con una mueca irónica, ni siquiera una sonrisa, una serenidad impostada, aunque muy efectiva, sin moverse un milímetro de donde estaba, y entendiéndolo todo, razonándolo todo, aceptándolo todo aunque fuese completamente antinatural.

– ¿Antinatural como qué? -preguntó Leonor.

– Como las cosas a que indujo a Mariana -dijo Cordelia, volviéndose a crispar.

– ¿Qué cosas?

– Cosas, mi hija -dijo Cordelia. -Ahí es donde me detengo yo porque no sé cómo contarte, ni si te debo contar. Fue terrible, pero yo misma no sé con precisión lo que pasó. Si lo supiera, creo que tampoco podría contártelo.

¿Pero lo sabes o no lo sabes?-la apuró Leonor.

– Lo sé -dijo Cordelia. -Sé lo fundamental, pero no sé si deba contártelo.

– Cuéntame lo que creas que puedo saber -dijo Leonor.

– Es que no sé si debas saber algo de eso. Fue terrible. Mariana hizo cosas que luego ella misma recordaba con horror.

– ¿Por ejemplo?

– Tomó drogas -ejemplificó, lacónica y solemne, Cordelia.

– ¿Y luego? -preguntó, nada conmovida, Leonor.

– Salió desnuda una noche por el barrio donde vivía Carrasco, invitando hombres y mujeres a una fiesta -se aflojó Cordelia. -Le dio una gripa de aquéllas, una bronconeumonía.

¿Estaba drogada?

– No.

– ¿Borracha?

– Borracha de Carrasco -dijo Cordelia. -Carrasco la inducía a salir con otros. O al menos no ponía reparos a que Mariana saliera con otros.

– ¿La inducía o la aguantaba? -preguntó Leonor.

– Las dos cosas -dijo Cordelia. -Tuvieron que ser las dos cosas, porque si no, no te explicas cómo Mariana, estando loca por Carrasco, anduviera dándole vuelo a la hilacha donde quiera que alguien le guiñaba un ojo. Y sólo tenía que tronar los dedos, ya no digas los labios, para que hubiera una fila de guiñadores.

– ¿Pero entonces qué pasó? -dijo Leonor.

– Eso es lo que pasó. Mariana prendida de Carrasco, por un lado, y Carrasco induciéndola por el otro a la promiscuidad, a la trasgresión de todo. Eso es lo que no le puedo perdonar, que la indujera a todo y luego, cuando Mariana más lo necesitaba, se hizo a un lado como si no tuviera nada que ver, exactamente igual a como estaba sentado el primer día junto a Mariana, con la tranquilidad de un animal fino, cercano pero distante, con una serenidad inhumana que luego yo descubrí que en realidad era actuada, maligna, hija de puta. No quiero hablar de eso. No quiero abundar en eso. Yo estoy segura de que eso es lo que provocó la muerte de Mariana: la soledad y la desilusión que le produjo la frialdad de Carrasco cuando ella más lo necesitaba, cuando ella estaba bufando por él y por un poco de compañía.

– ¿Estaba enamorada de él?

– No sé si a eso puede llamársele enamoramiento -dijo Cordelia. -Estaba enferma de él, obsesionada por él, furibunda y desesperada por él.

Aunque, claro, estoy hablando del último año, cuando ya Mariana estaba un poco desequilibrada, flaca, consumida por aquella cosa. Mariana se consumió como un fósforo. Semana con semana, podías ver que se había comido parte de la madera y que el fuego avanzaba con una velocidad increíble. Yo creo que Carrasco pudo haber apagado esa flama a tiempo, si se presenta y le sopla a Mariana, en lugar de abandonarla, como hizo.

¿Pero de qué murió mi tía Mariana? -preguntó Leonor.

– Ésa es la gran pregunta -dijo Cordelia. -La pregunta a la que yo no quería llegar, ni voy a llegar. Al menos esta tarde.

¿De qué murió tu tía Mariana? De tristeza, de desamor. De abandono, carajo. De flaca, de no comer. De que le tronó algo adentro. De todo eso murió. Y de que tenía ganas de morirse.

– La gente no se muere de eso -objetó Leonor.

– Pues Mariana, sí -dijo Cordelia. -Se murió de eso, de las ganas. Y de la mala suerte de las Gonzalbo. Y de lo que se te ocurra añadir. Pero no quería ni quiero hablar contigo de eso. Por lo menos, no esta tarde. Ya hablamos demasiado. ¿Te importa si me tomo otro brandy y cambiamos de tema?

– Si me dejas venir otra tarde -dijo Leonor.

– Para qué, mi hija. No tiene caso.

– Para seguir hablando de Mariana -dijo Leonor. Y empezó a separar los mechones de pelo que se le derramaban sobre los hombros, para retejer su trenza infantil y poder volver a casa.