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– Yaa.

– ¿Me amas, Gonzalbo? -No.

– , Te-acuerdas de mí? -No.

¿Se te para cuando piensas en mí? -No, baboso -se rió Leonor.

– A ti no se te para, tienes razón -dijo Rafael Liévano. -Al menos no como se me está parando a mí de haberte oído.

– Será de haberte sobado.

– De haberte oído, de pensar que me estás hablando al oído, de imaginarme tu lengua en mi oreja quitándome la cerilla.

– Yaa.

¿El jueves, dijiste?

– El jueves -confirmó Leonor.

– Déjame ver mi agenda. ¿El jueves a qué horas?

– A las cuatro -dijo Leonor.

A las cuatro no puedo. Tendría que ser antes. Al diez para las cuatro. ¿Está bien para ti al diez para las cuatro?

– Está bien -dijo Leonor.

– Entonces, al diez para las cuatro estoy por ti -prometió Rafael Liévano.

– Eres un baboso -dijo Leonor.

– Tu baboso -dijo Rafael Liévano. -Te mando un beso aunque sea en la boca.

– Adiós, baboso.

– Adiós, mi amor.

La casa de Alina Fontaine era una cabaña de facha rústica levantada en medio de un pequeño bosque, junto al predio gigantesco de la escuela que Alina dirigía y poseía. Pese al aire señorial de la fachada y la amplitud aristocrática del umbral, Alina misma salió a abrir la puerta de su casa.

Era una mujer delgada, castaña, con un pelo lacio y maltratado que caía sin un solo rizo sobre sus orejas. Tenía los ojos cafés, casi amarillos, las pestañas rubias, casi albinas, la boca y la nariz delgadas, la tez pálida con una capa de vello invisible, dorado, sobre las mejillas, y ni una gota de maquillaje sobre el alarde de voluntariosa naturalidad que era su rostro. Vestía un traje sastre de cuadros que era una versión estilizada del uniforme de su escuela, la escuela bilingüe que ella había inventado y sostenido, a imagen y semejanza de la que cobijó su adolescencia con Mariana en México y del internado suizo que la había recogido en los veranos de su infancia.

– Espérame afuera -le dijo Leonor a Rafael Liévano, cuando Alina les franqueó la puerta.

– Tómate tu tiempo -concedió Rafael Liévano.

– ¿No quieres pasar? -preguntó Alina Fontaine.

– Tengo instrucciones de caminar por el bosque -respondió Rafael Liévano y la emprendió hacia el sendero de encinos que escoltaban la casa. -Es un encanto tu amigo -le dijo Alina a Leonor cuando llegaron al salón de emplomados que miraba al bosque por donde se perdió Rafael Liévano.

– ¿Dónde te lo conseguiste?

– En la escuela -dijo Leonor. -Bueno, en realidad, en una fiesta en su casa.

– Es un encanto -repitió Alina. -Fuerte. Y como muy hombre ya. ¿Qué edad tiene? -Diecinueve -dijo Leonor. -¿Y tú?

– Cumplo diecinueve en agosto.

– El mismo mes de Mariana -recordó Alina Fontaine. -Supongo que ya te lo habrán dicho, pero tengo que decírtelo yo también. Me recuerdas tanto a tu tía Mariana que me dan nervios. Eres idéntica. ¿Te lo habían dicho?

– Sí -dijo Leonor. -Por eso me peino distinto.

¿Para no parecerte? -preguntó Alina.

– No -dijo Leonor. -Bueno, sí -corrigió, sonriendo. -Mi abuela me dijo que no me peinara como Mariana, porque no quería confundirme con ella.

Alina sirvió los tés en dos esbeltas tazas de porcelana y puso en cada una el resplandor de unas cucharillas de plata.

– Tu abuela quiso mucho a Mariana -dijo Alina Fontaine. -Era su hija favorita. ¿Sabías eso?

– No -dijo Leonor. -Nunca habla de ella. Cuando le pregunto, se sale por las ramas.

– Era su favorita -recordó Alina. -Y nos iba muy bien por eso. Nos llevaba de compras, nos contaba sus cosas, nos dejaba ponemos sus joyas, sus vestidos de cuando era joven. Podíamos pasar una tarde probándonos vestidos. Cuando Mariana aparecía en la recámara vestida como tu abuela veinte años antes, tu abuela se iluminaba. Se quedaba como en vilo viendo a Mariana, admirándola, iluminada por Mariana. Porque Mariana fue guapísima, pero a los catorce años, como que brillaba. Auténticamente estaba floreciendo. Era perfecta y mejoraba por semanas, por días. Hasta por horas. La dejabas de ver esta noche y a la mañana siguiente estaba mejor. Era increíble.

– Eso dicen todos -murmuró Leonor. ¿Tú conociste a Lucas Carrasco, el novio de mi tía?

– No -dijo Alina. -Es decir, lo vi una vez con Mariana, pero no lo traté.

– Cuéntame de él -pidió Leonor.

– ¿Qué quieres que te cuente? Te digo que apenas lo conocí.

– Pues eso cuéntame -dijo Leonor. -De la vez que lo viste. ¿Era guapo?

– ¿Lucas? No, no era guapo. Era, cómo te diré, natural. Natural es lo que era Lucas. Estaba como a gusto dentro de él mismo, como siempre en su lugar. Además era culto, o algo más raro que eso: entendido, como si viniera de regreso de todas las cosas. Yo salí con ellos sólo una vez. Fuimos a tomar vino y queso a un lugar por ahí en Copilco. Tuvimos un lugar apartado, que Lucas había pedido. No apartado, sino en un rincón del restaurante. Estábamos rodeados de todo mundo, pero nadie nos veía. Mariana estaba feliz, radiante, como no la vi nunca. Y los dos educados, muy bien, como haciéndonos a los demás el favor de ser tan felices y no demostrarlo. Muy atractivo y muy obvio todo. Me puse a hablar como una loca. Cuando me di cuenta, llevaban una hora escuchándome, escuchando mis necedades sobre por qué la televisión aumenta en vez de reducir el lenguaje de los niños, por qué es mejor que aprendan dos idiomas en lugar de uno desde el inicio de su habla y otras necedades que eran entonces mi locura en materia de educación, mi causa, como la siguen siendo ahora. Cuando caí en cuenta del papel de convidados de piedra que les había impuesto, me paré y dije que iba al baño. No porque necesitara ir, sino porque había estado demasiado tiempo sobre ellos. Bueno, fui, me lavé las manos, conversé conmigo misma, tomé oxígeno, las cosas que hago siempre. Cuando volví, Lucas estaba besando a Mariana. Aunque no sé si eso puede llamarse besar. Estaba, cómo te dijera, sorbiéndole los labios, comiéndoselos en realidad. Y Mariana le estaba haciendo lo mismo a él, sorbiéndoselo, comiéndoselo, no sé cómo decirlo. Me turbé mucho y no supe qué hacer. Tan no supe, que decidí regresar al baño a lavarme y respirar otra vez, y a esperar que se les pasara, y que se me pasara a mí haberlos visto.

– ¿Tú piensas que ellos se querían, que la hubieran podido hacer si no se pelean?

– No sé -dijo Alina. -Porque yo no los traté más que esa vez y porque tampoco vi mucho a Mariana, desde que salimos del liceo, nuestra escuela en la prepa. Pero el día que los vi me dio emoción y envidia, porque como te digo, parecían tan metidos uno en el otro, tan mezclados y ganosos uno de otro, que hasta físicamente trataban de comerse. No sé, me acuerdo y vuelvo a reírme. Porque tu tía Mariana fue muy temprana con los hombres. Pero ella estaba siempre como por encima de eso, marcando sus distancias y escogiendo con claridad quién le gustaba y quién no. Podían ser muchos los elegidos y fueron muchos, pero Mariana los escogía con toda, cómo te diría, concentración, como quien escoge ropa en la tienda. Y con todos tenía un enamoramiento, una ilusión, algo que iba más allá de que simplemente le gustaran. Pero con todos también mantenía una distancia, una raya invisible que ninguno pasaba y que hacía a Mariana más atractiva aún de lo que era.