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– Sí -dijo Leonor, acercándose a tomar la caja.

– Vale un préstamo y un pago -malició Natalia, apartando la caja de las manos de Leonor.

– De acuerdo -dijo Leonor. -¿Cuál es el préstamo?

– La mascada rosa que te regaló el fornido. -¿Rafael Liévano?

– Ese Liévano -dijo Natalia.

– De acuerdo -dijo Leonor. ¿Y cuál es el pago?

– Un puro del abuelo.

– De acuerdo -dijo Leonor, echando manos a la caja.

– La mascada ahorita y el puro en la noche -dijo Natalia, retirando la caja de nuevo.

– De acuerdo -dijo Leonor por tercera vez, y fue a su cuarto por la mascada.

Volvió con la mascada, la anudó en el cuello de Natalia y miró el brillo ardiente y saciado en sus adultos ojos de niña. Después la besó en las mejillas y la abrazó, incapaz, como siempre, de resistirse al encanto de la nube en que Natalia flotaba, como el más libre de sus pájaros. Tomó la caja y la llevó a su cuarto para abrirla a solas, como quien accede a un tesoro. Estaba repleta de sobres con documentos escolares de Mariana, sus notas y diplomas desde el tercer año de primaria. Había también un rosario y un misal nacarado que quizá recordaban su primera comunión, unas cintas moradas que habría usado alguna vez en el pelo, una zapatilla de ballet reventada por el dedo gordo, y una foto grande, impresa sobre un cartoncillo rugoso, que recordaba a Natalia y a Mariana riendo y mirando a la cámara, en traje de baño, al borde de una alberca, listas para iniciar una carrera. El fondo de la caja le regaló un objeto interesante, una especie de libro impreso en mimeógrafo, con tapas de cartulina marrón, y el logotipo del instituto donde había trabajado Mariana. Su título era Indigencia del indigenismo. Una bibliografía comentada y lo firmaban Mariana y un tal Ángel Romano. En la primera página, Romano había escrito una dedicatoria que decía:

Para Mariana, en recuerdo

de lo que aprendimos juntos,

de libros, de nosotros y

de la Mariana que nadie conoce,

aunque todos procuran.

Con todo el cariño de

Ángel

Por la noche, Leonor acompañó a su abuelo en la lectura de los periódicos, robó el puro de Natalia y se lo entregó junto con la caja de papel maché, en la que volvió a meter todo, salvo la edición en mimeo que se llevó a la cama para leer. Leyó la introducción, pero no entendió gran cosa; no pudo acabar ninguna de las páginas que seguían, por que no eran un texto, sino una lista de libros comentados, de modo que en vez de leer, hojeó todo el volumen, saltando desengañada de rechazo en rechazo, hasta que volvió a la carátula y a la dedicatoria, en particular a las palabras, que le parecieron prometedoras, de Ángel Romano: " la Mariana que nadie conoce y todos procuran".

Supo que había encontrado algo y se quedó un largo rato saboreando la certidumbre de que, al menos en eso, iba a saltarse a Cordelia.

Casi tres semanas después de que envió la carta a Ángel Romano pidiéndole una entrevista, cuando había perdido la esperanza de una respuesta, llegó el telefonazo de Romano citándola en su cubículo de la universidad, para el siguiente viernes al mediodía. No fue a la escuela, ni dejó que fuera Rafael Liévano, a quien hizo llevarla y esperar en el estacionamiento de la facultad donde Romano trabajaba. Deambuló un buen rato por los pasillos fríos y descuidados del edificio, perdida en escaleras laberínticas que daban a callejones sin salida o a oficinas situadas justamente a espaldas de la que buscaba. Finalmente, guiada por la mueca de una secretaria, caminó por un largo pasillo hasta el cubículo terminal de Ángel Romano.

Romano trabajaba de espaldas a la puerta abierta, encorvado como un orfebre sobre su mesa, escribiendo notas en una tarjeta. No oyó a Leonor, pero pareció presentirla cabalmente, como si tuviera ojos en la nuca, porque apenas asomó, sin quitar la atención de donde estaba, le pidió que se sentara en la única otra silla del sitio, un banco negro, de alambre, tan pequeño que la siguiente talla hubiera combinado en una casa de muñecas. El cubículo era un breve cuadrángulo de tres por tres, y reinaba en su interior un orden pulcro y milimétrico. Cuando tuvo sentada a Leonor en el banco, atrás suyo, Romano le dijo: -No creas que estoy ocupado. Estoy haciéndome el interesante, porque no sé cómo empezar esta audiencia.

Giró entonces la silla para darle la cara y le dijo, sonriendo: -Me ponen muy nerviosos los jóvenes. Pero, en fin, me da mucho gusto verte.

– Gracias -dijo Leonor.

– De nada. Te estuve observando desde que doblaste a tientas por el pasillo -le confesó, risueño y cordial, Ángel Romano.

– Me vine entonces a sentar aquí y a hacer como que trabajaba, para que me vieras muy concentrado cuando llegaras.

– ¿Me viste muy concentrado?

– Sí -dijo Leonor, riendo.

– Pues estaba actuando para impresionarte -admitió Ángel Romano, añadiendo otra hermosa y tranquila sonrisa.

– También arreglé el cubículo. ¿Ves cómo todo está en su lugar?

– Sí -dijo Leonor, riéndose también ella ahora, aflojada por la extraña hospitalidad de Ángel Romano.

Romano era gordo, blanco y entrecalvo. Tenía las mejillas rojas, la barba cerrada, y unos ojos grandes de pestañas rizadas, atentas y hospitalarias. Sus gruesos lentes de arillo redondo embonaban sobre el puente de su nariz como en la de un viejo prestamista o un paciente relojero. Había una suavidad femenina en su entonación y en sus gestos, pero no en la mirada, que caía atenta y llena sobre las cosas, como si las desnudara para, a inmediata continuación, disculparlas en la sonriente bondad de sus pestañas.

– Me tardé toda la mañana emparejando los libros y alineando los papeles del escritorio -siguió Romano. -Pura escenografía.

– ¿Por qué? -preguntó Leonor.

– Bueno, alguna vez tenía que arreglar este desastre -dijo Romano. -Y eres mi primera visita en un mes. Además, me has hecho recordar a Mariana. Yo quise mucho a tu tía y la echo de menos. Tu carta me hizo recordarla.

– Quiero que me cuentes de ella -pidió Leonor.

– ¿Qué quieres que te cuente? -alzó las manos resignadas Romano. -Ahora hay la mitología de Mariana Gonzalbo. Aquí en el Instituto, quiero decir, entre quienes la conocieron. Pero la conocieron poco. Por la forma en que me preguntas, me doy cuenta de que tú también la tienes idealizada.

– No -dijo Leonor. -Estoy apenas averiguando cómo era.

– Tú dices, que no -devolvió juguetona y perceptivamente Ángel Romano. -Pero te puedo apostar que te han dicho mil veces que eres igualita a ella. ¿No es así?

– Sí -admitió Leonor, ruborizándose.

– Ahí está -saltó Romano, cruzando los linderos del amaneramiento. -Y entonces es muy sencillo: te conviene pensar que tu tía era una reina, porque si tú te le pareces, algo de reina tienes también.