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Era la inmensidad de un país duro, recalcitrante. No podían tener macetas en el balcón de la calle sin que las rompieran a pedradas los vagos del rumbo. Las macetas de helechos y flores, que eran la necesidad vegetal de la madre de Leonor, terminaron simulando dentro del departamento un modesto pero altivo jardín, refugio de sus ánimos de primavera contra la sequedad ambiental. No había sirvientas, ni otros lujos que los de la alegría contagiosa de su madre, siempre inventando mejoras, dispuesta al gozo infinito de los detalles, y siempre con su hija trotándole al lado, como una cría silvestre que gravitaba libremente en la órbita del amparo materno. Se recordaba en esa bolsa invisible, junto a su madre, todas las horas del día, del despertar a la noche, pasando por el colegio y el mercado, la comida y la tarea, la hora de planchar y la hora de dormir. La huella de aquellos años era un paquete de amor de mujeres en el que a veces entraba su padre, velludo y besuqueante, para cerrar un círculo de complicidades sin fisuras.

No recordaba, pero le habían contado de aquella época los empeños laborales poco exitosos de su padre, la insistencia del suegro en tentarlo con trabajos para suavizar el repudio de su hija, los vanos intentos de conciliación de Cordelia y el cable electrizado, tenso como una amarra de barco, que corría de su abuela a su madre en el duelo de voluntades que las separó por años, sin que cedieran al ensayo de un mensaje, un cariño, un parpadeo de tolerancia o perdón.

– Ahí empezó todo a ir mal o siguió yendo mal en esta familia -le dijo Natalia, una noche de pájaros particularmente bullangueros en su frente. -De ahí murió Mariana y de ahí se quedó seca tu abuela y castigado tu abuelo.

– Mariana se murió antes de eso, y mis abuelos son tus papás -la reprendió Leonor.

– Fueron mis papás por accidente, como todos -dijo Natalia. -No porque me los haya propuesto o me sienten bien. Pero tú ya los ves ahí como idos desde que se murió Mariana y se fue tu mamá y siguió cumpliéndose la maldición de la familia. Mariana muerta, tu mamá destripada en el coche, yo tarada y ahora tú idéntica a Mariana. Tienen que estar muy compungidos los ancianos: la ven venir clarito.

¿Qué ven venir? -dijo Leonor.

– La pelotera. La boruca. La mala suerte. La especialidad de la casa. ¿No ves que aquí puras locas y trágicas?

Una noche, aprovechando que su abuela estaba sola bordando en su costurero, concentrada y sin defensas, Leonor le preguntó:

– ¿Por qué se pelearon?

¿Quiénes?-murmuró la abuela, sin levantar la vista del bordado.

– Mis papás y ustedes -dijo Leonor.

La abuela Filisola volteó a verla por sobre los lentes de faena como quien mira un ruido extraño. -No sé. No me acuerdo.

– ¿Fue después de que murió mi tía Mariana?

– Después -aceptó la abuela.

– Estuvieron sin hablarse cinco años -dijo Leonor.

– Casi seis -dijo la abuela.

– ¿Y no te acuerdas por qué fue el pleito? ¿Un pleito que duró seis años?

– No quiero acordarme -dijo la abuela.

– ¿Tuvo que ver con mi tía Mariana?

– Supongo que sí -dijo la abuela. -Todo tuvo que ver en ese tiempo con la muerte de tu tía Mariana. ¿Por qué sigues escarbando eso?

– He estado pensando en mis papás -dijo Leonor.

– Ya lo sé -dijo la abuela.

– Me he estado acordando de mi mamá diciendo que no iba a volver a verlos a ustedes. Pero no sé el motivo.

– No hay motivo para lo que hizo tu madre -dijo la abuela. -Cortó las amarras y no volvió a buscamos.

– ¿Por qué? -preguntó Leonor.

– En esta casa sólo hay qués, no porqués -dijo la abuela. -Y con los qués nos alcanza. No escarbes más.

Pero los enigmas de sus recuerdos habían empezado a escarbarla a ella y no sabía cómo parar. No sabía cómo apartarse de la noche en que su tía Cordelia vino a despertarla, bañada en lágrimas, y no atinó a decirle que sus padres habían muerto en un accidente absurdo, de modo que ella, Leonor, no lo supo sino hasta que tuvo los ataúdes enfrente varias horas después. Se había quedado a pasar una semana en casa de Cordelia para dar espacio a que sus padres celebraran su segunda luna de miel, la primera de la nueva pareja que eran, a gusto con sus días a la intemperie, sin paraguas protectores. En el loco desconcierto de sus pocos años, la noticia de la muerte de sus padres no fue una revelación, una raya con antes y después, sino una secuencia de actos incomprensibles y llantos mal explicados, hasta que su abuela Filisola la tomó de la cintura, la sentó frente a ella, los pómulos húmedos, las lágrimas corriendo sobre ellos, y le dijo, sin que le temblara la voz, como si el llanto y su garganta fueran por caminos distintos:

– Tus papás se fueron. Y no volverán.

No habían vuelto en efecto, sino hasta ahora que la invadían poco a poco, ansiosos de recobrar el tiempo perdido, y apuntando, como todo en su cabeza desde un tiempo atrás, al enigma pendiente de Mariana. En el camino a ese enigma buscó y encontró a Carmen Ramos. Tardó semanas en hacerlo porque no lo intentó a través del teléfono que Ángel Romano le había dado sino hasta que pudo vencer el bosque de sus propios temores. Por primera vez desde que el retrato de Mariana la ocupó con su secreto, tenía miedo, algo en un lugar impreciso de su estómago le advertía contra la resistente opacidad de ese misterio, su vigor, incluso su elegancia, y el riesgo de que pudiera disolverse en una explicación trivial y sin embargo insoportable, atroz.

Exploró con cuidado aquel bosque de temores adultos, lo combatió con Rafael Liévano los fines de semana y por las noches, a menudo, con los cigarrillos de marihuana y los puros robados al abuelo que quemaban en el balcón de Natalia, de frente al flanco oscuro de pájaros y árboles que la misma Natalia había criado. Una de esas noches, Leonor regresó del balcón envuelta en su propia nube, paralela de la de Natalia, y marcó el número de Carmen Ramos que Romano le había dado.

– Te llama Mariana Gonzalbo -le dijo. -¿Te acuerdas de mí?

– Me acuerdo perfectamente -dijo Carmen Ramos, sin turbarse. -¿Pero quién eres tú?

Luego de las explicaciones, quedaron de verse una tarde, en el departamento de Carmen Ramos. Esta vez Leonor fue sola, sin el apoyo lateral de Rafael Liévano, ni otro testigo de su miedo que la frialdad nerviosa de sus manos. Carmen Ramos vivía en un edificio art deco de cuatro pisos frente al Parque México, en la colonia Condesa. Su fachada descubría un amplio arco de piedra pulida y una puerta de madera con vidrios biselados. No tenía elevador, la escalera era de granito negro y rosa, con un barandal de hierro forjado. Los pasillos eran oscuros, flanqueados por altos macetones que subrayaban la fijeza inquietante de la penumbra en la caída de la tarde.

En el piso tercero tocó una puerta, oyó los pasos al otro lado taconeando con prisa equivalente a los latidos de su corazón. Perdió el aliento con los tirones del picaporte y, cuando la puerta se abrió, recibió sobre el rostro el cuadrángulo de luz que se extendió sobre su figura, ansiosa de comerse el corredor en sombras. Vio la silueta recortada de Carmen Ramos en ese cuadrángulo, el brillo de una cadena y unos aretes, pero no sus rasgos bajo el casquete de pelo que se alzaba sobre su frente y se derramaba sobre sus hombros como la melena a la vez redonda y geométrica de Mariana.