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"¿Te gustan las alcachofas?", le preguntó, como hubiera podido preguntarle: ¿Te gusto yo?

Al menos ésa fue la sensación que recorrió siempre el cuerpo de Marta cuando invocaba el momento aquel, frente a la lluvia de una tarde verde.

De ahí para adelante, todo fue reto y tributos a Coatlicue, la diosa de la tierra y los corazones sin luz. "Con que no me embarace estaré en santa paz mientras duren las glorias de este amor"; se dijo, y acudió a los métodos anticonceptivos más modernos de la época.

Así empezó mirándolo al principio, como un amor sin más futuro que la mañana siguiente. Pero tras varias semanas de una tarde tras otra uncida a la pasión de aquellas manos apretadas a su cintura, dejó de imaginar la vida lejos del cuerpo y la lujuria de un hombre que habiéndole jurado fidelidad eterna a otra mujer, enhebraba su cuerpo al de Marta con la naturalidad con que hubiera entrado en la casa de su infancia. Y no había juego, ni deseo, ni reclamo que no encontrara contento sobre la cama y los milagros de aquel par de locos. ¿Quién lo hubiera soñado?: después de sus amores había tal cosa entre ellos como el sosiego color naranja que sólo alcanzan algunos dioses.

Como por esos días no se hablaba tantísimo de los múltiples males que acarrean los cigarros, ellos fumaban sin remordimientos tras ir y venir buscándose las estrellas en el cuerpo. Prendía su cigarro con unos cerillos que se prestaban a prolongar el juego de aquella idolatría cuando al soplarles para apagar su llama no cedían, empeñados en su diminuto incendio.

Quién sabe de cuál vieja premonición se sacaron aquello de que llama que no se apaga al soplarle, quiere decir dueño de amores que no se gastan. Pero así las cosas, él mantuvo siempre el cerillo entre sus dedos sin soplarle sino hasta que la llama, comiéndose el pabilo, empezaba a quemarle las yemas… Entonces ella se burlaba de su tontera mientras le hacía juramentos al oído.

Que el hombre era casado y dueño de otros paraísos, no lastimó a Marta sino hasta la mañana en que lleno de culpas y asustado como si dentro de él viviera algún demonio, le contó a Marta que su esposa, esa señora que ella mal llegó a pensar que no existía, estaba embarazada del quinto hijo, y no precisamente por obra del Espíritu Santo. Sólo entonces, presa de unas furias que no debían caber en el cuerpo de lo que ella y sus teorías consideraban una feminista cabal, se estremeció de tristeza y celos y se quiso morir y matarlo, volverse loca o tonta para toda la vida. Salió corriendo al primer bar y a su mejor amiga, una mujer en cuya paz de alma vertió la quemazón en que ardía y sobre cuyo regazo lloró hasta el amanecer en que borracha de ron y CocaCola volvió a su casa de soltera codiciada, con buen trabajo y libertades vastas, a dormir la desgracia todo el fin de semana.

No bien abrió los ojos al lunes, sintió de nuevo una guerra en todo el cuerpo.

"Pinches hombres", dijo, levantándose a trabajar en las euforias de una campaña publicitaria que ganó por concurso al fin de la semana.

"Pinches hombres", se dijo, y no volvió a contestar el teléfono ni a dejarse mirar por los ojos del casado aquel al que juró poner en la historia de sus desaciertos, aunque no pudiera arrancarlo ni de su imaginación ni del caprichoso anhelo de su entrepierna.

"Pobre gente", leyó en Pessoa. "Pobre gente, toda la gente."

Durante dos meses rumió una soledad como un abismo y no tuvo ganas de pensar en nada, ni en el sentido íntimo de las cosas, ni en el orden implacable que debe regir las menstruaciones de una mujer que todas las noches toma anticonceptivos. Llevando un vaso de agua a la fuente de sus mil dudas visitó a la doctora Ledezma, la ginecóloga más comprensiva de la larga ciudad, quien tras breve y ceremoniosa indagación puso sobre sus oídos una noticia que no pudo sonar sino a penumbra. Tenía dos meses de preñada.

No se habló mucho. ¿Qué de mucho podrían decirse dos mujeres sensatas y tristes? En México está penado el aborto. Se castiga con cárcel para quien lo practica y para quien lo reclama. Ambas lo sabían. Pero una estuvo dispuesta a practicarlo cuando la otra se lo pidió como quien pide que le abran una puerta para salir del infierno. Y Marta no lloró, porque hay dos cosas que una mujer puede evitar mejor que nadie: una de ellas es llorar, por más que los actuales anuncios de El Palacio de Hierro se empeñen en decir lo contrario. La otra es embarazarse, por más que Marta se hubiera embarazado a pesar de todas las modernidades que utilizó para evitarlo.

Se hicieron amigas. Varias veces durante los siguientes diez años Marta remitió con la doctora Ledezma a cuanta mujer en circunstancia de fertilidad indeseada le pidió ayuda y consejo. Nunca faltaba alguna a la que ayudar incluso con la paga. Cada quien su batalla, Marta dio ésa sin alarde y sin tregua.

Con el tiempo y una cantidad adecuada de noches en vela, cambió la publicidad por el periodismo y convirtió la destreza con que solía hacer frases para campañas políticas en una pausada vocación por la poesía. No estaba sola.

El hombre al que unió sus amaneceres se había enamorado poco a poco, a lo largo de largas horas, de la aureola de rizos diminutos que Marta dejó de alaciar sobre su frente. Nunca se casaron. Tenían hijos, una casa y una pléyade de amigos en común. Pero ésa es otra historia, la de hoy sólo tiene que ver con eso que Marta alguna vez llamó su verdadera y única desgracia, y con aquella doctora que le salvó el cuerpo de la falsa compañía que había olvidado en él su amante. La doctora Ledezma, a quien Marta y sus amigas perdieron de vista de repente, de un día para otro su consultorio se esfumó de la faz de la colonia Roma. En vano la buscaron los grupos feministas y las mujeres desoladas. Desapareció. Como si no urgieran médicos con su cordura entre las manos.

Casi pasaron otros diez años durante los cuales la palabra democracia se puso tan de moda, que todas las pequeñas causas a su alrededor palidecieron frente a la euforia nacional que la invoca como el único sortilegio capaz de mejorar la tierra de nuestros mayores y la de nuestros hijos. Tal fue el énfasis y las alegrías que produjo que Marta dio en creer con toda la gente, que al conseguir la democracia como quien encuentra oro, todo vendría por añadidura y nada faltaría por resolver que no pudiera encontrarse en Internet convertido en historia.

Despenalizar el aborto parecía una causa vieja. Ya nadie hablaba de eso, sonaba a los setenta, a los días de la guerra sucia en que una amiga de Marta perdió a su novio en una balacera de la que nunca informó ningún periódico, a la época en que los presidentes de la República hacían campaña sin tener rival, a las tardes en que era una vergüenza pedir un condón en la botica. Según el decir general, ahora el país había cambiado, al menos eso decían el radio, los noticieros y hasta las telenovelas.

Eso, sin embargo, no lo dice aún el Código Penal que nos rige. Para el Código de 1931 mil cosas no han cambiado, entre ellas la que se refiere a la penalización del aborto. Y esto a Marta, convertida en madre de adolescentes y líder de un suplemento cultural próspero y posmoderno, se le había simplemente olvidado. Sin embargo, la voz de la doctora Ledezma saliendo de su contestadora como un enigma por resolverse le alegró una mañana. Quedaron de comer juntas.

No la hubiera reconocido. Marta la recordaba unos diez años mayor que ella, pero la mujer que la abrazó a la entrada del restorán estaba hecha una anciana.

– ¿Doctora Ledezma? -pudo decir.

– María Ledezma -dijo la mujer, extendiendo una sonrisa triste-. Hace tiempo dejé de ser doctora.

Se pusieron a conversar como no lo habían hecho jamás. Marta no tenía tiempo de conversar en los setenta, y la doctora Ledezma menos.