Dicen las estadísticas que el dos por ciento de la población tiene epilepsia. No sé qué tanto sabrán las estadísticas, pero eso haría que sólo en México, yo esté acompañada en semejante despropósito por dos millones de personas. Sin embargo, tener epilepsia sería estar horriblemente sola, si no fuera por quienes a nuestro alrededor no la tienen y nos acompañan a llevarla y la miran sin hacernos sentir que les pesamos, que algo de maldición tenemos, que algo en alguna parte hicimos mal.
No me gusta hablar de esto, no me gusta cargarlo ni quejarme porque lo cargo, no me gusta ni siquiera pensarlo. Por eso voy a Nueva York y a donde tenga que ir, y volveré aunque lo haga caminando por el borde de un acantilado. Tuve la fortuna de nacer en el siglo veinte, de que hace muchos años existan la química y las medicinas, de estar casi siempre a salvo y de tener cerca la índole ardiente y generosa de quienes me acompañan cuando no lo estoy.
FIEL, PERO IMPORTUNA
"Ésa es una enfermedad de genios", me dijo hace mucho uno de los escasos pero intensos amores imposibles y al mismo tiempo entrañables con los que he dado en la vida. Tenía casi sesenta años más que yo. Podía haber sido mi abuelo, o un padre tardío, si yo hubiera salido de él. Pero fue mi amigo-amigo, como pocos he tenido, y aún lo lloro de sólo recordarlo. Desde sus ochenta y siete, aquel hombre siempre guapo, me dijo eso de los genios para consolar la zozobra que me daba ir, cuando joven, con un mal que a la fecha, es a mí, como mi hermano, lo mismo que es a Miguel Hernández la pena: "Siempre a su dueño fiel, pero importuna".
– ¿De qué color tendría los ojos tu epilepsia? -quiso saber este hermano.
– Grises -dije.
– ¿Como los de quién?
– Como los de un diablo perdiéndose entre el paraíso y el olvido.
– ¿La muerte tendría sus ojos?
– Ojalá, porque sería una muerte casi sorpresiva, pero me daría tiempo suficiente para dejarle dicho al mundo y a quienes amo en él, cuánto los echaré de menos cuando mi cuerpo se haya mezclado con las raíces de un árbol casi azul de tan verde y amarillo, o las de una buganvilia acariciada por aires que no conoceré jamás.
– ¿Da tiempo para decir algo?
– Muchas cosas. Más aún si uno supiera que en vez de ir a perderse en un abismo, del cual hay un retorno extenuante y una especie de vergüenza triste por haber asustado a los otros con la electricidad que no pudimos contener en nuestro cuerpo o sacar de un modo menos abrupto y perturbador, uno pensara, como cuando la muerte avisa, que se está diciendo adiós en esa despedida, sin más regreso que las marcas que hayamos podido dejar en la memoria de los demás.
– ¿Da tiempo de ver algo, de oír algo?
– Hay quien ve luces o fantasmas o sueños. Yo no. Yo escucho ruidos como luciérnagas, oigo fantasmas que acarician, siento una música que parece un sueño, que podría ser el envío excepcional de un clarinete imaginado por Mozart o tres acordes de Schubert o un trozo de la voz inaudita de María Callas. Sería un júbilo ese eco si no supiera yo el destino al que me guía. Nunca he conseguido escucharlo y volver a tenerme sin antes haber perdido la conciencia por un tiempo que no sé ni siquiera cuánto puede durar. De ahí que le tema tanto como me agrada. Por eso siempre preferiré escuchar a Mozart con la Filarmónica de Budapest, a Schubert cantado por María Callas y a María Callas cantando lo que haya querido. Pero esa música viene de adentro y es como es y no como uno quiere. Sin embargo, es hermosa. Aseguro que si otros pudieran oírla, dirían que es hermosa y hasta algo de compositor se creería que hay en un vericueto de mi cerebro, en las ligas que hacen y dejan de hacer las neuronas encargadas de probarme que nadie manda sobre su cabeza. Menos aún, sobre su corazón.
– Escríbele un poema.
– No sabría cómo. Mirarla puede ser un poema atroz. Para decirla habría que ser Jaime Sabines. Yo la siento. Y sólo sé que llegaría a gustarme si un poema de Sabines fuera. Pero no fue un poema. Puede ser un temor, pero también un desafío. Yo he querido verla como un desafío. Así supieron verla quienes me crecieron y quienes han ido viéndola conmigo. Así me ayudaron a buscarme la vida en lugar de temer sus desvaríos.
Cuando murió mi padre, en el naufragio de su escritorio encontré unos papeles que por primera vez le pusieron un nombre a lo que siempre se llamó vagamente "desmayo". Tal nombre aprendí a decirlo con la certeza que en las noches oscuras nos dice despacio: habrá de amanecer. Haría entonces unos cinco años que habían empezado los "desmayos" y yo no les temía, porque simplemente no sabía lo que eran. Sí me daban tristeza, pero luego aprendí que tristeza dan aunque uno sepa que otros los llaman epilepsia. Y eso es parte del juego todo. Del extraño juego que es vivirla como una dádiva inevitable.
Cuando encontré los papeles, me había mudado a vivir a la ciudad de México. Aún no era el monstruo en que muchos dicen que se ha convertido, pero ya se veía como un monstruo. A mí me apasionaba por eso. Por que uno podía perderse en sus entrañas, recuperarse en sus escondrijos, cantar por sus travesías inhóspitas, dejarse ir entre la gente que caminaba de prisa por calles con nombres tan magníficos como "Niño Perdido"
No se me ocurrió mejor cosa que irme a buscar a los epilépticos al Hospital General. Los encontré. Me asustaron. Muchos eran ya enfermos terminales y tenían crisis cada cinco minutos. Eran, de seguro, personas que fueron abandonadas desde la infancia a su mal como a una cosa del demonio. Se hacía por ellos lo que era posible, que era poco. Cuando le vi la cara al nombre, tuve más reticencias que terror. De cualquier modo, en muchos meses no volví a subirme a un Insurgentes-Bellas Artes sin un tubo de "Salvavidas". Esos caramelos de colores, que no sé si aún existan pero que me ayudaban a iniciar conversación con mis vecinos de banca para decirles que podría pasarme algo raro, que luego describía tan de espantar como lo vi, pidiéndoles después que no se asustaran, que yo vivía donde vivía y me llamaba como me habían nombrado. Lo único que conseguí entonces fue asustarlos sin que pasara nada nunca.
Luego corrió el tiempo generoso y lleno de un caudal distinto, de amores nobles, delirantes o devastadores, de pasiones nuevas como la vida misma y, en menos de un año, volví a perder hasta la precaución, ya no se diga los temores. Más tarde encontré, para mi paz, un médico que no sólo conoce los devaneos del demonio con ojos grises, sino que me ha enseñado a olvidarlos de tal modo que no acostumbro hablar de ellos, que duermo menos de lo que debería y a veces hasta gozo el desorden de unas burbujas como si pudiera ser siempre mío.
¿Qué otros nombres le pondría, qué tipo de conocimientos, de intimidad, de frustración, de dicha, incluso, me ha dado?
– Eso -dije a mi hermano-, te lo cuento otra tarde. Daría para un libro, pero tantas cosas nos pasan, que este ángel fiel prefiero guardarlo en mi muy personal biblioteca de asuntos inoportunos para leer a solas.