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Si los Santos Reyes no existen, si las noches iluminadas esperándolos, si el vilo de los días previos a la clandestina llegada de nuestros padres con los regalos, si todo eso no fue producto sino del deseo de que fuera cierto, me pregunto por qué la pura fecha me seduce y me rinde a su recuerdo.

Tal vez nada sea más seductor que lo que inventamos para que luego nos seduzca. ¿Deseamos una voz, la palma de unas manos, la punta de unos dedos? ¿Desde abajo hasta arriba deseamos unas piernas? ¿O es que todo eso nos sedujo mucho antes de que imagináramos el deseo? ¿Qué será?

Yo no hubiera querido un chocolate si de ellos no saliera ese olor a trópico y arrebato. Pero todo fue probarlos, ¿y qué tarde no quiero un chocolate? A cuántas pequeñas seducciones hay que negarse. Ahí está una copa de vino blanco haciéndome pensar en la risa entregada y fácil que me produce al darle dos tragos. ¿Cuándo fue que me sedujo el vino blanco? ¿Cuándo el pan, las aceitunas, el azúcar? ¿Por qué incluso el encuentro con esas seducciones tiene que controlarse?

A cada quien lo seduce un abismo distinto: yo podría ir al cine mañana y tarde todos los días, podría comer en desorden, todo lo que la edad y las razones de mi cintura quieren prohibirme, querría abrazar y abrasarme mil veces más de las que puedo. Yo me dejo caer en los recuerdos, me persuaden durante horas a la hora menos indicada.

De todos los pecados que condena la Biblia, el primero es rendirse a la seducción. Yo lo cometo a diario, no sólo para contradecir las instrucciones bíblicas, sino porque a veces cuesta vivir, y no hay como abandonarse a la seducción para encontrar, cada jornada, los mil motivos que tiene la vida para hacer que la veneremos. Todos los días nos seduce algo nuevo. El color de la tarde, la luz con que descubren el sexo los adolescentes de la casa, la inteligencia con que descifran el mundo, la falda nueva que se puso ella, la viejísima playera que volvió a ponerse él. Cualquier mañana puede una carta convertirnos en jóvenes, cautivar nuestra índole hasta hacernos creer que la piel de los veinte años se recupera invocándola. Y ¿cómo negarse a semejante seducción? ¿Para obedecer cuál lógica? ¿Para encontrar cuál consuelo? ¿El que se cifra en el entendimiento? Sabe uno bien que se hace de noche, crecen los adolescentes, deja de haber cartas, tenemos la piel que cruza por nuestros años. Sin embargo, qué maravilla cada momento frente a la seducción del momento. Eva estuvo para lamentarlo, nunca uno de nosotros. Nunca quienes no quieren ahogarse en este tan renombrado valle de lágrimas.

Contra cada lágrima el buen conjuro de un deseo, para cada instante en que se nos agoten los deseos, el alivio y la insensatez de una seducción. A ratos, movidos por la cordura y las leyes, tendemos a acusarnos de fáciles, de excedidos, de tontos: nunca debí enredarme con las nubes, nunca cantar en público como bajo la regadera, nunca subir de golpe estos tres kilos, nunca irme a Venecia con la imaginación, nunca dormir en el piso ¿qué? del edificio ¿qué?, ¿en qué ciudad? Nunca creer en los hábitos de la locura. Nunca desafiar la sensata palabra de la sensatez.

No hay nunca que valga, y como decía tía Luisa, cielo hay para todos, hasta para los leones debe haber un cielo. Por eso nos atrapa la seducción. Porque, ¿qué es la bendita seducción, sino el sueño de que hay tal cosa como el cielo?

LA LEY DEL DESENCANTO

Una semana después de que la nieve cayó hasta las faldas de los volcanes, cubriendo las llanuras que los rodean cerca de la ciudad de México, la primavera irrumpió con su escándalo de pájaros desde la madrugada, cielos clarísimos, estrellas tempraneras y una luna inmensa como nuestro deseo de que la vida fuera siempre así.

La primera de esas tardes, me fui a caminar con la puesta del sol a mis espaldas, colándose entre los edificios más altos, tiñéndolos de naranja y lila como si algo quisiera decirles.

Camino en el único territorio que esta ciudad me presta para mirar el horizonte. Un horizonte corto, interrumpido por los tres hoteles que de lejos parecen custodiar el hechizo de una gran bandera. El único horizonte cercano y por eso el más entrañable que he podido encontrar en esta ciudad.

El segundo lago de Chapultepec cobija en estos días jacarandas como incendios de flores, patos que nadan exhibiendo tras ellos la hilera de sus hijos, peces cada vez más grandes que a ratos sacan sus bocas abriendo en el agua pequeñas lentejuelas. Cobija también una gran fuente cuyo chorro no se cansa de intentar el cielo y, los fines de semana, cobija cientos de familias presas de la misma nostalgia de campo que a tantísimos nos perturba en estas épocas. Una nostalgia que se alarga en el día y que deja hasta el anochecer a los más entusiastas bobeando frente a sus hijos en triciclo, llamando a gritos a sus perros enfebrecidos por amores inútiles, caminando despacio entre los árboles, comprando baratijas en los puestos cada vez más feos que crecen cada semana, tirando basura sin tregua en botes que nunca alcanzan, persiguiéndose en patines o mejor que nada: besándose hasta imaginar el absoluto.

Así, besándose, vi esa tarde a una muchacha febril, prendida del abrazo de un hombre joven, temblando. Y entonces, sin más, como sin más se recuerda, evoqué a Márgara. Tenía la misma piel morena y el mismo rubor encendiéndole las mejillas y una chispa parecida en los ojos oscuros.

Márgara llegó a trabajar a la casa en que mi madre crecía cinco hijos menores de ocho de años, cuando yo tenía siete y medio. Ella apenas había cumplido los dieciséis, ahora sé que también era una niña, pero entonces la vi fuerte y grande como no imaginé que yo podría ser en ocho años más.

Venía de un pueblo llamado Quecholac, a unas dos horas por carretera. Era hija de la mezcla radiante que habían hecho un mexicano de purísima cepa náhuatl y una mexicana nieta de alguno de los soldados que llegaron con Maximiliano y que tras la derrota se quedaron a ganar un cobijo entre los brazos de un deseo mas cercano que Francia.

Márgara tenía la nariz respingada de una bretona, la boca grande y la dentadura eterna de quienes han comido maíz por generaciones. Yo la veía distinta y preciosa. Era además inteligente y ávida. Aprendió a guisar en poco tiempo y era rapidísima para levantar un desorden, barrer un tiradero, lavar el patio, tender las camas. Se volvió de la familia, y como de la familia la quise, aunque sólo de lejos la pude acompañar en sus dichas y, peor aún, en la única desdicha que fue incapaz de ocultar.

Por ahí de los dieciocho, se enamoró de Juan. Un hombre de piel de aceituna y ojos furtivos que sin embargo sabía mirarla como si la rehiciera. Juan pasaba por ella todas las tardes y la acompañaba a comprar unos panes para la cena. Volvían después de un rato de pasear por el parque frente a la panadería, y si mi madre no estaba en la casa, se quedaban en la calle, cerca de la puerta, recargados en un árbol, besándose como si hubieran encontrado el absoluto.

Poquito antes de que la autoridad volviera, Márgara entraba como una gloria, cantando a veces, otras sonriendo para sí, caminando igual que si volara, llena de una inspiración que las monjas de mi escuela hubieran creído propia del Espíritu Santo.

Así estuvo unos tres años. Noviando con Juan todas las tardes y todos los domingos de cielo intenso o de horizontes nublados. Juan era todo y todos. Era los luceros de su presente y el único futuro con luceros que hubiera querido imaginar. Ella iba por la vida con él entre los ojos y nada le pesaba y ningún trabajo le aburría. Dueña de todas estas luces, Márgara era para mí la representación más plena de la sencilla y ardua felicidad.

Hasta que una noche, en vez de entrar cantando o en vuelo sobre sus talones o con la sonrisa como una bandera, entró hecha un vendaval de lágrimas. Nadie se atrevió a preguntarle qué había pasado. Su llanto parecía parte de un ritual inexorable y tan íntimo que intentar calmarlo hubiera sido un sacrilegio.