Изменить стиль страницы

DON LINO EL PREVISOR

Cuando conocí a don Lino, él tenía cuarenta y seis años, una incesante disposición a la bravuconería y la lengua más larga y llena de ficciones que yo hubiera visto. Ahora lo han alcanzado los sesenta años, sigue teniendo la lengua larga y las ficciones a la orden del momento, pero lo bravo se le ha ido quitando y le ha quedado entre los ojos y en las maneras de sus pasos un gusto y una urgencia de vivir en paz que casi encuentro contagiosos. Hace catorce años, don Lino vivía en una casa de paredes huecas y sin aplanados, cuya propiedad estaba en duda. Él la había levantado en unas semanas, en un terreno de nadie que debió ser de alguien, y sobre el que pesaba la irregularidad de una a otra pared. De semejante casa, don Lino sacaba cubetas de agua para mojar a quienes se acercaran a pedirle un voto contra el PRI.

"No señores -solía decir-, a cada quien lo que es de cada quien. Yo no tenía dónde caerme muerto, mi padre desapareció desde que era yo niño, nadie vio por mí nunca, yo solo he tenido que ganarme cada ladrillo de mi casa y cada peso que les doy a mis hijos, pero el terreno lo conservo gracias al PRI y no voy a traicionarlo si me necesita."

Este tipo de discursos los tuvo en la punta de la lengua y a disposición de quien quisiera escucharlos durante tantos años, que cuando hace tres lo vi cambiarse al PRD sin más aviso que una breve conversación, imaginé que algo grande se había fracturado en su ánimo.

Sin embargo, en todo lo demás, menos en su voto y su extraño silencio en torno a su ruptura con el PRI, permaneció tan inalterable, callejeador y parlanchín como siempre.

Es la persona que con más facilidad se hace de amigos que yo haya visto en la vida, cualquiera que necesite adeptos debía tenerlo entre sus huestes. Conversa con quien se deje y con quien no, se encompadra con los chinos que lavan camisas, con la mujer de la tintorería en Juan Escutia y los cuidacoches del mercado en Montes de Oca. Le presta al zapatero de Colima y le pide prestado lo mismo a doña Emma que a mí que a la gerencia de la revista Nexos. Pero con todos cumple, a todos tiene bajo cuidado, a quien le pide trabajo se lo consigue y a quien le pide un trabajador se lo encuentra. Viven con él su madre de ochenta y tantos años y su esposa de abolengo adventista. Tiene una colección de hijos y nietos distribuidos de Baja California a Cancún y dispuestos a votar cada cual por quien mejor se le apetezca y le convenga, sin por esto fraccionar las lealtades familiares. De ahí que sea fácil convertirlo en encuestador y no quedar muy lejos de los resultados.

Don Lino es un hombre que trabaja hasta la zozobra.

Los domingos cuida una milpa en el pueblo, de lunes a viernes hace en mi casa viajes de todo tipo, y al salir a las seis tiene un taxi que maneja hasta las nueve de la noche y una parte del sábado.

Creo que se debió al taxi y al papeleo propio de tenerlo que se disgustó con el PRD a los pocos meses de haber colaborado a ponerlo en el gobierno del Distrito Federal.

Fue ahí cuando me acabó de quedar claro que los apegos políticos de don Lino carecían de pliegues y de motivaciones reivindicativas de la Patria, los demás, los menos afortunados o cualquiera que no fuera él mismo y los miembros de su clan. Por eso nunca ha engañado a nadie, está con quien lo cobija, y descobija a quien deja de estar con él, o así se lo parece a su muy particular punto de vista. De ahí que ahora me tenga tan sorprendida su reciente tendencia a dudar de por quién votará en las próximas elecciones. Él, en quien nunca cabía la duda. Él, que a su decir ha prosperado como nadie en la colonia y luego le ha dejado la casa chica a su hija y se ha construido una más grande en terreno regularizado y otra en el pueblo al que sale corriendo en cuanto la vida le permite robarles unas horas a los múltiples deberes que toma y deja según le vienen las finanzas; él, que está guardando dinero para que unos mariachis empiecen a tocar en el instante en que se muera y no dejen de hacerlo sino hasta que esté bajo la tierra de un cementerio bajo el Nevado de Toluca. Él, que sabe con meses de anticipación cuándo empezará a llover y hasta cuándo durarán los incendios forestales; él, a quien nunca detiene un policía más de cinco minutos; él, que se duerme mientras yo peroro en una sala de conferencias y al verme salir, con el rabo de un ojo, despierta y asegura que nadie pretendió asaltarlo mientras se abandonaba a sus sueños con las llaves pegadas al encendido del auto. Él, que tiene la certeza de que el teléfono celular descompone los imanes que lo curan de un posible cáncer; él, que tiene recetas para cada uno de los achaques de cada quien, dijo con desazón hace unos días cuando le pregunté por quién votaría esta vez:

– Estoy confundido.

– No puedo creerlo. ¿Y sus amigos, por quién van a votar? -dije, urgida de saber si como siempre tendré una encuesta confiable antes de que los encuestadores formales acaben de ponerse de acuerdo.

– Están divididos. 'Ora sí no se ve por dónde -respondió consternado.

– No le entiendo -dije.

– Esta vez no consigo saber por dónde viene. Y yo siempre voto según por donde venga.

– ¿Por donde venga qué? -pregunté, para quedar como la dueña de un terreno en la luna que él siempre ha pensado que soy.

– Pues el que vaya a ganar -dijo-. Hay que votar por ése para no perder uno.

– ¡Ah! -contesté desde mi terraza en la luna-. Y si usted vota por el que parece que va a ganar y ése no gana, ¿qué hará?

– Eso no pasa -dijo-. Por el que yo vote gana siempre.

TERCAS BATALLAS

La verdadera desgracia de Marta Santiago empezó junto con su incapacidad para comprender por qué mujer soltera de su estirpe y pasiones no podía enamorarse de hombre casado por más pasión y buena estirpe que lo guiara. Que él tuviera varios hijos cuando ella acunaba un vientre nuevo no parecía impedimento mayor en la década de libertades recién pulidas que cobijó el desenfreno de los años setenta. ¿Por qué detenerse ante un pacto cuya validez llevaba más de un siglo de ser severamente criticado? Si no por la mayoría, que nunca se ha caracterizado por criticar nada a buen tiempo, sí por la mente lúcida de seres cuyos libros ella había tenido quién sabe si la buena fortuna, pero sí la fatalidad de encontrar entre las altas paredes de la biblioteca universitaria en la cual se encerró muchas tardes a cumplir las desordenadas recomendaciones bibliográficas de un puño de maestros seguros de que el mundo estaba por fundarse en la mente y la intrepidez de todos y cada uno de los alumnos que por entonces cruzaban las aulas.

No soy capaz de repetir la lista de tratados y novelas que recorrió durante su estancia en la universidad, baste sólo contar que tal lista fascinó con su infinita extravagancia el corazón de Marta, y que con ella labró sin más el código de su educación sentimental. No había gran orden, pero tampoco desconcierto en aquella mezcla. A su sombra, Marta perdió los miedos y aprendió a vivir bajo la incertidumbre del siglo, sin más paradigma que una deslumbrada ambición de libertad. Se volvió una mujer de incansables atardeceres y tercas batallas, que al final de los años setenta había probado el amor en varios frascos y se ganaba la vida haciendo un trabajo grato, por el que no le pagaban mal.

Se creía invulnerable, era experta en dar consuelo a las amigas con amores infortunados, en acompañar depresiones, euforias y desacatos varios. No le hacía falta más, le bastaban el sol y sus dos piernas. Con ellos tuvo suficiente para recorrer el país y no ambicionar la metafísica. No le hacía falta más, por eso lo buscó.

El hombre tenía un andar pausado y unos ojos de miel que lo hicieron codiciable desde el primer momento en que la vida lo llevó a pararse sobre el incierto vivir de Marta.