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– Me he tardado -dijo María Ledezma después de una hora de recontar la atroz peripecia que la arrancó del consultorio-, pero estoy empezando a perder el miedo. No me lo vas a creer, hasta hace casi un año hablaba siempre bajo, como si temiera que mi voz se escuchara. La pasé mal.

– No lo dudo -dijo Marta, inclinándose para besarla-. Te extrañamos tanto. ¿Por qué no pediste ayuda?

– Porque no pude pensar en otra cosa que en esconderme. Hasta de mí misma quería esconderme.

Marta quiso sonreír y proteger a su amiga con la perfecta luz de sus dientes, pero no le dio el ánimo. Así que se conformó con extender su mano hasta la de ella y apretarla.

María Ledezma le había contado una historia larga, que resumió para ahorrarle sinsabores:

Ella estaba una tarde de tantas, con la antesala del consultorio llena de tantas mujeres como siempre, cuando irrumpieron en su oficina dos judiciales. Marta los imaginó avasallando la tibia sala de la doctora y no pudo evitar que la estremeciera un escalofrío.

"Usted practica abortos -le dijeron-. Usted es una asesina, tiene que venir con nosotros."

No la dejaron hablar. Ni de qué hubiera servido. Se la llevaron a un encierro de tres días, durante los cuales informaron a los periódicos sobre la vida y malos milagros de la cazacigüeñas. Sus hijas adolescentes no querían verla más, su marido se creyó cubierto de vergüenza y la visitó en la cárcel para pedirle que cediera en todo lo que le ordenaran. Media hora después entraron a su celda otros judiciales con un escrito largo que ella debía firmar si quería la libertad. Y la quiso. Como al aire y la luz de marzo quiso correr de aquel encierro. En el texto que firmó aceptaba ser ella la autora de un aborto practicado a la novia de un asesino. ¿Con qué propósito la hicieron firmar eso? Con el de quedar a salvo de la culpa de haber torturado a esa mujer hasta sacarle un conato de hijo y la febril confesión de que su novio había matado a un hombre al que por otra parte, sí había matado.

Esmeralda se llamaba ella, y era la novia de Moro Ávila, el asesino de Manuel Buendía.

La doctora Ledezma no quiso ni volver a su consultorio. Su marido se hizo cargo de cerrarlo antes de morir de un infarto. Con los años, sus hijas acabaron por entender las razones que ella no les dio a tiempo y que una buena parte de la sociedad "posmoderna" aún censura y rechaza. ¿Qué remedio? La democracia no ha traído todos los bienes, lejos está. ¿Quién manda sobre el cuerpo de quién? es una incógnita que aún no nos atrevemos a resolver.

Marta lo sabe, como tantas otras. María Ledezma entre ellas.

Sobre la mesa pasó un ángel. María apretó un cigarro entre los dientes, Marta se lo encendió con un cerillo que detuvo entre los dedos hasta que la flama le quemó las yemas antes de extinguirse.

– ¿Sigues creyendo que el amor no se gasta? -le preguntó María Ledezma con el preciso recuerdo de su primera conversación.

– Si lo dudara me bastaría con verte. ¿Dónde quieres que firme?

María Ledezma extendió su desplegado y Marta firmó un alegato en torno a la necesidad de actualizar el Código Penal incluyendo tres causas más de aborto no punible.

– Habría que despenalizarlo completo. Se oye todo tan antiguo.

– En tu cabeza.

– Pero, ¿a quién sirve que un aborto sea delito?

– Marta, baja de tu nube -pidió María Ledezma.

– Hago lo posible -se disculpó Marta, inclinándose sobre la mesa y pasándole un brazo por el hombro a la envejecida doctora. Después jugueteó con la cajita de los cigarros y buscó los cerillos para encender otro.

Empezaba a oscurecer. Eran las ocho de la noche del nuevo horario y el viejo código penal imperaba aún sobre la patria de ellas y sus hijos.

"Pobre gente" -dijo Pessoa. "Pobre gente toda la gente."

VOLANDO: COMO LAS BALLENAS

Nunca he podido pensar en los ires y venires de la maternidad sin estremecerme. Ni de niña cuando seguía a mi madre por la casa como si en el llavero que ella solía cargar de un lado a otro tuviera la llave de un reino. Menos ahora, que la veo vivir igual que si por fin hubiera descifrado las leyes del enigma. Doy por sentado que, una vez adquirida, la maternidad es tan irrevocable como aún es versátil la paternidad.

Hace poco estuve cavilando estos dislates mientras miraba al árbol lleno de grillos que crece por encima de mi ventana. Entonces no se me ocurrió mejor cosa que tirarme al llanto como si se tratara de cantar un tango.

Es un arce y lo sembré hace quince años acompañada por la euforia de mis dos hijos. Tengo una foto de esos días: estamos los tres junto al remedo de árbol y yo luzco dueña de una paz meridiana. La tenía entre las manos. Al menos así lo recuerdo. Tenía también dos niños con invitados frecuentes y largos fines de semana para el cine, las excursiones, las fiestas en pijama, las tareas de recortar y pegar, el teatro y todo tipo de celebraciones con distinto disfraz. Entonces, además de hacerme líos con mi destino, un asunto que va igual que viene, descubrí la preñez que es de por vida.

Mi madre que, como le satisface decir, sacó adelante cinco de cinco, me miraba con cierta reticencia y algo de espanto cuando dejaba yo a los hijos brincar en los sillones de la sala, rentar más de dos películas en el videoclub o comer sobre la cama si era su gusto. Menos de diez veces lo dijo y más de cien debió pensarlo: "pues, o te sale muy bien o te sale muy mal":

Yo, como he dicho antes, estaba en un encanto. Había dado y seguía dando mi propia guerra, pero no sentía irse al mundo dejándome atrás mientras los acompañaba en las bicis o gastaba la tarde mojándome en las fuentes. Me sentía tan metida en el mundo como nadie, aunque el mundo, igual que siempre, rodara con sus trifulcas sin esperar.

Así pasaron para mis hijos las tres cuartas partes de los años que tienen y pasó para mí sólo un rato. Casi hasta ahora, cuando de repente crecieron para irse a la universidad, enamorarse de cuerpo entero y dejar de necesitarme para casi todo lo esencial. "Hola mami, adiós ma", los oigo decir como quien oye correr agua bendita. Todos los días resuelven con su solo andar la duda de mi madre: van saliendo muy bien.

El domingo pasado, frente a una puesta de sol tras el pedazo de mar Caribe que mejor me enloquece, un amigo dijo al ver a su cónyuge levantarse de un tirón tras el llamado de la hija: "Si está clarísimo: con las mujeres hay que ser padre o hijos, todo lo demás es un escuerzo inútil".

Lo soltó para hacernos reír, nos hizo reír con la hilaridad de que a las mujeres los hombres no nos tuercen la vida cuantas veces se les da la gana, y a otra cosa todos y cada uno. Menos yo, claro está, que acostumbro levantar las palabras con su carga de arena.

Durante la semana se lo comenté a mi hija. A los padres se les consagra por mucho menos de lo que a las madres apenas y se les dan las gracias.

– ¿No te parece injusto y real al mismo tiempo? -le pregunté-. Pobres de las madres -dije por primera vez, poniéndome bajo semejante categoría con cierta pesadumbre.

– Tiene lógica -contestó ella con la sabionda lucidez que la caracteriza-. Todo se vuelve más intenso. Lo mismo las cosas buenas que los conflictos.

– Pues lo he venido a descubrir como algo triste.

– Sí -dijo, haciendo un gesto que descifré como: pero es lo inevitable, y siguió:

– El tiempo qué ponen las madres en los hijos es una prueba más de que la especie humana no es monógama. Creo que en todos los mamíferos son las hembras las que se hacen cargo de las crías. Los machos no están en la crianza.

Yo recordé el viaje a ver a las ballenas entrenando a sus hijos en el Mar de Cortés y hasta entonces me di cuenta de que ahí no vimos lo que cabalmente debería llamarse ballenos. No lo dije, pero debo haber hecho algún gesto como de resignación mientras ella explicaba más docta que nunca.