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Su mujer, Rufina de Bengoechebarri y Goicoechezarra, era también de por ahí, pero aclimatada en Artecalle: una ardilla, una cotorra y lista como un demonio. Domesticó a su marido, a quien quería por lo bueno. ¡Era tan infeliz Solitaña! Un bendito de Dios, un ángel, manso como un cordero, perseverante como un perro, paciente como un borrico.

El agua que fecunda a un terreno esteriliza a otro, y el viento húmedo que se filtraba por la calle oscura hizo fermentar y vigorizarse al espíritu de doña Rufina, mientras aplanó y enmoheció al de don Roque.

La casa en que estaba plantando don Roque era viejísima y con balcones de madera; tenía la cara más cómicamente trágica que puede darse: Sonreía con la alegre puerta y lloraba con sus ventanas tristes. Era tan húmeda que salía moho en las paredes.

Solitaña subía todos los días la escalera estrecha y oscura, de ennegrecidas barandillas, envuelta en efluvios de humedad picante, y la subía a oscuras sin tropezarse ni equivocar un tramo, donde otro se hubiera roto la crisma, y mientras la subía lento e impasible temblaba de amor la escalera bajo sus pies y le abrazaba entre sus sombras.

Para él eran todos los días iguales e iguales todas las horas del día: se levantaba a las seis; a las siete bajaba a la tienda; a la una comía; cenaba a eso de las nueve, y a eso de las once se acostaba, se volvía de espaldas a su mujer y, recogiéndose como el caracol, se disipaba en el sueño.

En las grandes profundidades del mar viven felices las esponjas.

Todos los días rezaba el rosario, repetía las avemarías como la cigarra y el mar repiten a todas horas el mismo himno. Sentía un voluptuoso cosquilleo al llegar a los ora pro nobis de la letanía; siempre, al agnus, tenían que advertirle que los ora pro nobis habían dado fin; seguía con ellos a fuerza de inercia; si algún día, por extraordinario caso, no había rosario, dormía mal y con pesadillas. Los domingos lo rezaba en Santiago, y era para Solitaña goce singular el oír medio amodorrado por la oscuridad del templo que otras voces gangosas repetían con él, a coro, ora pro nobis, ora pro nobis.

Los domingos, a la mañana, abría la tienda hasta las doce, y a la tarde, si no había función de iglesia y el tiempo estaba bueno, daban una vuelta por Begoña, donde rezaban una salve y admiraban siempre las mismas cosas, siempre nuevas para aquel bendito de Dios. Volvía repitiendo: «¡Qué hermosos aires se respiran desde allí!»

Subían las escaleras de Begoña, y un ciego, con tono lacrimoso y solemne:

– Considere, noble caballero, la triste oscuridad en que me veo… La Virgen Santísima de Begoña os acompañe, noble caballero…

Solitaña sacaba dos cuartos y le pedía tres ochavos de vuelta. Más adelante:

– Cuando comparezcamos ante el tribunal supremo de la gloria…

Solitaña le daba un ochavo. Luego una mujercilla viva:

– Una limosna, piadoso caballero…

Otro ochavo. Más allá, un viejo de larga barba blanca, gafas azules, acurrucado en un rincón con un perro y con la mano extendida. Otro más adelante, enseñando una pierna delgada, negra, untosa y torcida, donde posaban las moscas. Dos ochavos más. Un joven cojo pedía en vascuence, y a éste Solitaña le daba un cuarto. Aquellos acentos sacudían en el alma de Don Roque su fondo yacente y sentía en ella olor a campo, verde como sus paños para sayas, brisas de aldea, vaho de humo del caserío, gusto a borona. Era una evocación que le hacía oír en el fondo de sí mismo, y, como salidos de un fonógrafo, cantos de mozas, chirridos de carros, mugidos de buey, cacareos de gallina, piar de pájaros, algo que reposaba formando légamo en el fondo del caracol humano, como polvo amasado con la humedad de la calle y de la casa.

Solitaña y el mostrador de la tienda se entendían y se querían. Apoyando sus brazos cruzados sobre él, contemplaba a los chiquillos que jugaban en el regatón para desagüe, chapuzando los pies en el arroyo sucio. De cuando en cuando, el chinel, adelantando alternativamente las piernas, cruzaba el campo visual del hombre del mostrador, que le veía sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca.

Fue en cierta ocasión como padrino a la boda de una sobrina; «a refrescar un poco la cabeza -decía su mujer-, a estirar el cuerpo, siempre metido aquí como un oso. Yo ya le digo: Roque, vete a dar un paseo; toma el sol, hombre, toma el sol, y él, nada». A los tres días volvió diciendo que se aburría fuera de su tienda; él lo que quería es encogerse y no estirarse; los estirones le causaban dolor de cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y la sombra que reposaban en el fondo de su alma angelical: eran como los movimientos para el reumático. «Mamarro, más que mamarro -le decía doña Rufina-, pareces un topo». Solitaña sonreía. Otro de sus goces, además del de medir tela y los orá por nobis, era oír a su mujer que le reñía. ¡Qué buena era Rufina!

Venía alguna mujer a comprar.

– Vamos, ya me dará usted a dieciocho.

– No puede ser, señora.

– Siempre dicen ustedes lo mismo; ¡es usted más carero…! Lo menos la mitad gana usted. Nada, ¡a dieciocho, a dieciocho…!

– No puede ser, señora.

– ¡Vaya!, me lo llevo… ¡Tome usted…!

– Señora, no puede ser…

– ¡Bueno!, lo será…; siquiera a dieciocho y medio; vaya, me lo llevo…

– No puede ser, señora.

– Pues bien; ni usted ni yo: a diecinueve.

– No puede ser…

Vencida al fin por el eterno martilleo del hombre húmedo, o se iba o pagaba los veinte. Así es que preferían entenderse con ella, que, aunque tampoco cedía, daba razones, discutía, ponderaba el género; en fin, hablaba. Pero para los aldeanos no había como él; paciencia vence a paciencia.

La tienda de Solitaña era afortunada. Hay algo de imponente en la sencilla impasibilidad del bendito de Dios; los hombres exclusivamente buenos atraen.

Cuando llegaba alguno de su pueblo y le hablaba de su aldea natal, se acordaba del viejo caserío, de la borona, del humo que llenaba la cocina cuando, dormitando con las manos en los bolsillos, calentaba sus pies junto al hogar, donde chillaban las castañas, viendo balancearse la negra caldera pendiente de la cadena negra. Al evocar recuerdos de su niñez sentía la vaga nostalgia que experimenta el que salió de niño de su patria y vive feliz y aclimatado en tierra extraña.

Eran grandes días de regocijo cuando él, su mujer y algunos amigos iban a merendar al campo o a hacer alguna fresada. Se volvían al anochecer tranquilamente a casa, sintiendo circular dentro del alma todo el aire de vida y todo el calor del sol. Una vez fueron en tartana a Las Arenas; nunca había visto aquello Solitaña. ¡Oh!, los barcos, ¡cuánto barco!, y luego el mar, ¡el mar con olas! A Solitaña le gustaba el monótono resuello de la respiración del monstruo; ¡qué hermoso acompañamiento para la letanía! Al día siguiente, viendo correr el agua sucia por el canalón de la calle se acordaba del mar; pero allí, en su tienda, se palpaba a sí mismo.

Por Navidad se reunían varios parientes; después de la cena había bailoteo, y era de ver a Solitaña agitando sus piernas torpes y zapateando con sus pies descomunales. ¡Qué risas! Bebía algo más que de costumbre y luego le llamaba hermosa y salada a su mujer.

Bajo el mismo cielo, lluvioso siempre, Solitaña era siempre el mismo; tenía en la mirada el reflejo del suelo mojado por la lluvia; su espíritu había echado raíces en la tienda como una cebolla en cualquier sitio húmedo. En el cuerpo padecía de reúma, cuyos dolores le aliviaba el opio de las conversaciones de sus contertulios.