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Los recuerdos de infancia se mezclan con preocupaciones y sentimientos del hombre maduro en los tres relatos siguientes: "La sangre de Aitor", "Chimbos y chimberos" y "San Miguel de Basauri en el arenal de Bilbao". Reflejan una imagen del paisaje natural y espiritual en que transcurrió la niñez de don Miguel. En estos años de la última década del siglo ya estaba escribiendo Paz en la guerra (1897), por lo que servirán de fondo, además, para su novela. El Unamuno contemplativo que busca el alma de lo español en el pueblo brilla con luz propia en estas tres piezas cortas.

En "El semejante" (1895), "Celestino el tonto" vuelca en un semejante enfermo, Pepe, el amor humano, amor humano de padre y madre. Varios críticos han observado en el personaje una prefiguración del Blasillo de San Manuel Bueno, mártir, cuya alma "lo abarcaba todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia". Aunque la torpeza e ineptitud mental apartan a Celestino de los hombres, su inocencia y candor le mantienen intrahistóricamente vinculado a la vida. Considera Harriet S. Stevens ("Los cuentos de Unamuno", cit.) la doble significación del título, que hace mención a Pepe, tonto como el protagonista, y también a la chispa de divinidad que los dos inocentes llevan dentro, brote de amor sentido tan natural y profundamente que les hace parecidos a Dios. El nombre de Celestino es ya simbólico: celeste, ángel, hijo del Creador. Todo se vuelve vivo al tocarlo la mano inocente del mentecato vagabundo: "Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescas sueños infantiles… ignorante de sí".

El gran tema de Unamuno, el afán de inmortalidad, queda expuesto en los cuentos "Sueño", "Una visita al viejo poeta", "Don Martín, o de la gloria" y "El abejorro". En "Sueño", don Hilario, empedernido lector que acaba por leer catálogos, acaricia la imagen del sueño pero entra en un profundo desasosiego pensando en "la nada, que le aterraba más que el infierno". "¡La nada!, estar cayendo por el vacío inmenso… no, no estar cayendo siquiera…", que muestran el pensamiento existencialista del su autor (F. Ayala, "El arte de novelar en Unamuno", citado). En "Una visita al viejo poeta" encontramos a un poeta que ha renunciado a la gloria literaria; un escritor que prefirió recrearse en la intimidad de su alma, buscando a Dios, a falsearse, a traicionarse. Diríamos -siguiendo a Sánchez Barbudo- que Unamuno se imagina a sí mismo en la situación en que se habría encontrado de haber hecho, a raíz de su crisis, lo que no hizo: haberse recluido en el convento, o al menos en su casa, ajeno a la ambición del literato: "No quiero inmolar mi alma en el nefando altar de mi fama, ¿para qué?". El poeta del relato vive en una como "jaula", en "un bosquecillo enjaulado". Si Unamuno estuvo realmente en 1897 tres días en un convento, podría afirmarse que recuerda el episodio y hasta el lugar. Vive el poeta en una de las "desiertas callejuelas que a la Colegiata ciñen" y allí va a visitarle un joven literato, al cual, hablando melancólicamente en un "pequeño jardinillo emparedado" le dice el viejo: "¡Si oyese usted como resuena… mi alma!". Y es que Unamuno hizo literatura de su dolor. En carta de 16 de agosto de 1899 a su amigo Jiménez Ilundáin (Hernán Benítez, El drama religioso de Unamuno, Buenos Aires, 1949), declara: "Estoy trabajando en dos artículos, uno para El Imparcial, y otro para La Ilustración Española y Americana. En uno de ellos, que es el relato de una supuesta visita al viejo poeta encerrado en su ciudad nativa, una ciudad dormida, quiero poner el alma y no sólo el pensamiento (Subrayado nuestro). El viejo poeta, como el autor hará más tarde, se enfrenta agónicamente a su sempiterno problema: "…No, no quiero que mi personalidad, eso que llaman personalidad los literatos, ahogue a mi persona…". Sabido es que para el rector de Salamanca la poesía y los poetas tienen importancia capital, siendo el poeta el único conocedor de la realidad, el único sabio posible gracias a su método irracional: poesía, locura o pasión. "El abejorro" también muestra algunos hilos característicos de su pensamiento. Creemos que el protagonista anónimo guarda relación con la infancia del escritor, momento en el que germina el carácter y se nace al sentimiento. El zumbador animalillo no le obsede por el recuerdo de la muerte asociado a su presencia, sino por cuanto tiene de memento acusatorio. Oscuramente vinculado a la conciencia paternal, se convierte en símbolo del Padre (con mayúscula), del Creador, a cuya voluntad debemos la vida, y la libertad para usar de ella. Don Miguel apenas conoció a su padre, que murió en 1870, cuando contaba seis años. Otro tanto ocurre en "Don Martín, o de la gloria" cuyo protagonista es un escritor consumido por el ansia de inmortalidad. No le interesa su existencia actual; sólo piensa en perdurar. Observa Stevens cómo el personaje también desprecia la imagen que de él fabricó la fama, lograda por obras llamadas a sobrevivir, en tanto el autor fatalmente perecerá. Don Martín, como muchas criaturas unamunianas, padece la angustia existencial heredada de su creador; es causa de ella la convicción de que el hombre nace para morir, surgiendo de la nada para desembocar en la nada y sintiendo la vida como paréntesis sin trascendencia.

El gran personaje unamuniano, don Manuel de San Manuel, Bueno, mártir, se encuentra preludiado en "El maestro de Carrasqueda" de 1903, donde una comunidad aldeana vive espiritualmente animada por virtud de un hombre excepcional. Aquí el problema es todavía el de la regeneración de España; y la acción se sitúa en el futuro: "Los que hemos conocido [al maestro don Casiano] en este último tercio del siglo XX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1920 al entonces pobre lugarejo en que acaba de morir". Uno y otro, don Casiano y don Manuel, aunque en distinto plano, son padres espirituales de su pueblo. Al maestro lo habían llevado a morir a su escuela y a san Manuel también "se le puso, en el sillón, en el presbiterio, al pie del altar. Tenía entre sus manos un crucifijo".

La confidencia alcanza su más inspirada expresión artística y humana en "La locura del doctor Montarco" de 1904, narración muy citada por los críticos, pues acaso la circunstancia de su publicación en un volumen de Ensayos (Residencia de Estudiantes, Madrid, 1917) propició una sobrevaloración de la ideología. Tal vez se propuso el autor mostrar cómo en otros géneros literarios podía y sabía prolongar en forma atrayente (y más duradera) los temas y problemas expuestos en páginas doctrinales. Las ideas no importan tanto como la forma en que se expresan: "¿Qué diríamos -pregunta- del que para juzgar de la Venus de Milo hiciese, microscopio y reactivos en mano, un detenido análisis del mármol en que está esculpida? Las ideas no son más que materia prima para obras de filosofía, de arte o de polémica". Y la afirmación debe recordarla quien aspire a entender la estética de Unamuno; puesta donde la leemos previene contra la posible confusión derivada de considerar más importantes las ideas del doctor Montarco que el personaje en quien encarnan y toman asiento. Como acertadamente escribe Stevens, la importancia de este doctor entre las figuras de ficción inventadas por Unamuno estriba en dos cosas: su quijotismo y su carácter de portavoz oficioso del autor… Montarco-Unamuno representa en el ambiente burgués una regresión idealista, un avance hacia la utopía, una crítica del realismo literario. La narración muestra las cualidades innovadoras de estos cuentos, -escritos o ideados- y la reacción del público frente a ellos. El doctor Montarco, ciudadano tan normal y serio en su vida familiar y profesional como el catedrático de griego de la Universidad de Salamanca, da un día un paso trascendental: "Publicó en un semanario de la localidad su primer cuento, un cuento entre fantástico y humorístico, sin descripciones y sin moralejas". La incomprensión del medio ambiente para su obra le indigna, pero no le detiene. Sigue escribiendo: "Cada vez eran sus cuentos, relatos y fantasías más extravagantes, según se decía, y más fuera de lo corriente y vulgar (…). Entercóse en proseguir con sus relatos, relatos tan fuera de lo que aquí, en España, es corriente…", por lo que Montarco pierde su clientela y acaba por ser declarado demente y encerrado en un manicomio. De acuerdo con Carlos Clavería (en Temas de Unamuno, cit.), "en la caracterización unamuniana de los cuentos de Montarco, que era de los suyos propios, don Miguel de Unamuno destaca lo extravagante y lo extranjero de esas piezas literarias y lo fantástico y humorístico de sus temas". Y es que Montarco, como don Miguel, no se conforma con vivir; quiere sobrevivir en lo extraordinario, en lo polémico y en lo imposible.