El barón de Coubertin creía que la educación cambiaba la conducta y en consecuencia también podía regenerarla. La revolución industrial había provocado un trasiego de trabajadores del campo a la ciudad, y el ejercicio físico condicionado por las reglas del forcejeo con la naturaleza se había encajonado en las sólidas habitaciones de las fábricas y en la predeterminación de la programación del trabajo industrial. Además, la nueva clase obrera vivía hacinada en los barrios que le sobraban a la burguesía y a la aristocracia y mala era su salud, malas sus condiciones higiénicas. Curiosamente, los benefactores del siglo XIX se inventaron el deporte social para que los esclavos industriales fueran menos infelices y las competiciones deportivas entre Estados para demostrar que, en efecto, la paz es la prolongación de la guerra y requiere una insistencia en el entrenamiento para el futuro éxito bélico. Una mayoría social bien entrenada produce mejor y mata mejor en caso de estallar la guerra inevitable. Así pensaba el bloque dominante durante la revolución industrial, hubiera dicho un pensador, ya no marxista, sino mínimamente informado, de haberle dejado decirlo en el clima de inculcación olímpica previo a los Juegos. Pero los espíritus críticos fueron considerados enemigos de la concesión de los Juegos a España y, posiblemente, herederos espirituales de los funestos afrancesados, partidarios de que los juegos se los hubieran concedido a París o, en su defecto, a cualquier ciudad situada a más de mil kilómetros de distancia de cualquier ciudad española. Frente a los marxistas antiolímpicos que habían replegado todo su canallismo obstruccionista de los frentes de la lucha de clases internacional para dar la batalla contra el optimismo competitivo del olimpismo…

– ¡Preferís el homicidio de Caín como expresión de la división humana y no la competición del angélico Abel!

… se esgrimió que el impulso de la filosofía deportiva e higienista del siglo XIX era fruto de la iniciativa modernizadora de espíritus ilustrados, como el coronel español Amorós, por ejemplo, exiliado político en Francia a la estela de los vencidos ejércitos napoleónicos, hombre liberal y gimnasta que predicó por Francia algo parecido a la gimnasia sueca sin decirles nunca a los franceses que aquella gimnasia era sueca. Consecuencia de Amorós y Thomas Arnold -un pedagogo inglés que coló en la sabiduría convencional de los ingleses términos y conceptos como entrenamiento, esfuerzo físico, sufrimiento para conseguir el objetivo de ver musculitos emergentes y respetar al adversario así en la victoria como en la derrota deportiva, a la espera de enseñarle lo que vale un peine en caso de ruptura de pacto social o de pacto internacional- fue el joven Pierre de Fredy, más conocido por barón de Coubertin, un plasta de mucho cuidado al decir de quienes le trataron. Falso que el barón de Coubertin fuera un pacifista. Era un imperialista francés, avalador de su expansionismo nacional frente al británico y lo del pacifismo le vino con la edad, al igual que los buenos sentimientos suelen ser consecuencia de la imposibilidad física y mental de tener malos sentimientos.

En todo esto pensaba Carvalho cuando comparaba el olimpismo supuestamente idealista de Coubertin con el mercantil de Samaranch y sus muchachos, dispuestos a convertir el póquer en deporte olímpico si contaba con un patrocinador adecuado. ¿Cabía atribuir el sabotaje a las mañas adversas de la momia del barón, desencantado por la corrupción del espíritu olímpico? Y de no ser así, lo más probable, ¿de dónde podía venir el sabotaje? En tiempos de Coubertin podía ser obra de un deportista despechado, obligado a demostrar su idealismo, o bien de una potencia empeñada en el fracaso organizativo del Estado convocante de los Juegos. Pero en la era Samaranch, más plausible que el sabotaje fuera consecuencia de una conspiración terrorista o del mal humor de un sponsor despechado porque los organizadores hubieran escogido una marca de cacao en polvo de la competencia. El inventario de sabotajes conducía a la casuística. Pero quizá el caso del récord contra natura de Ben Johnson era simple consecuencia de una tensión psicosomática interiorizada después del escándalo de Seúl que el atleta había sublimado en un esfuerzo sobrehumano, aunque el papa de Roma, todavía no bien repuesto de la operación de su tumor, trató de llevar el agua a su Jordán y aseguró haber rezado mucho por Johnson para que Dios ejerciera el don del perdón de los pecados a través del atleta descarriado, si bien la nueva edición del Catecismo Apostólico y Romano no contemplaba el doping como pecado. Siquiera venial.

La triquiñuela de los falsos atletas negros era consecuencia de una corrupción cultural basada en la conquista del éxito, costara lo que costara, y en la búsqueda de la evidencia de que el estuche condiciona el contenido. Más convencionalmente criminales eran las desapariciones, tan varias que hubieran podido pasar por una enumeración caótica de poema surrealista de entreguerras: alcaldes socialistas, una monja de Orihuela, un directivo del Real Madrid, un corruptor de menores sin suerte y Bernard Henry Levy disfrazado de camionero de la CGT, casi recién llegado de Sarajevo, donde había ejercido de bonsai de Malraux, junto a Mitterrand, sorprendentemente convertido en un bonsai de De Gaulle. Afortunadamente los medios de comunicación locales obedecían la consigna del COI y del gobierno español de sólo difundir verdades necesarias para la modernización de España y el éxito de los Juegos Olímpicos y las desestabilizaciones, voluntarias o no, sólo eran conocidas por un reducido grupo de adictos al Régimen. Si el sabotaje era fruto de una conspiración, el interés de los conjurados era que se conociera. ¿O se limitaban a lanzar advertencias tangenciales, destinadas a fatigar la paciencia del COI? ¿Le habían contado toda la verdad o ya existían contactos entre saboteadores y responsables de los juegos para pagar el chantaje? De ser así, ¿por qué se había recurrido a Carvalho por un procedimiento tan expeditivo? El detective había conseguido un pase total para circular por las instalaciones de los juegos cual Espíritu Santo de Olimpia. Husmeó lo suficiente por los restaurantes para atletas e informadores como para darse cuenta de que las Olimpiadas nada estaban aportando a la emancipación del paladar humano: fast food (comida rápida), proteínas, vitaminas y fibra, metidas en cualquier cosa; sondeó a destacados participantes para indagar la posibilidad de algún patrocinador especialmente despechado que contara con algún infiltrado en los Juegos. Carvalho se vinculó muy especialmente a los participantes islámicos, por si el sabotaje fuera un desquite de los sectarios del Sur contra los sectarios del Norte, incluso llegó a plantearse cherchez la femme…, un tópico tan contraindicado como atribuir a vagabundos, por lo general extranjeros, los crímenes en las novelas policíacas con prados, mayordomos servidores de un excelente, siempre excelente, Oporto y habitaciones cerradas por dentro, a la manera de las novelas policíacas de Agatha Christie, es decir, preconciliares.

¿Y terrorismo nacionalista? ¿Catalán? ¿Vasco? Los catalanes quedaban descartados porque ya habían conseguido sus objetivos: que cantaran su himno antiespañol durante la ceremonia de inauguración en presencia del rey de España y que una cuota del 15 % de los asistentes pudieran silbarle al rey si superaban la querencia monárquica que el hombre lleva dentro. El rey había consultado sus apuntes de Formación Profesional Permanente para Reyes y Príncipes en Ejercicio y dio el visto bueno tras leer el consejo: Donde estuvieres canta lo mismo que cantan los otros, complementado con el de: Si eres un buen navegante llegarás a la conclusión de que las banderas sólo sirven, y no siempre, en caso de guerra. En tiempos de paz las únicas necesarias son las de señales. Por si estos consejos no fueran suficientes, el rey consultó con Jordi Pujol, presidente del gobierno autonómico catalán y nacionalista moderado.