Asqueado por tanta doble verdad, Carvalho se fue a su casa de Vallvidrera, quemó en la chimenea La ciutat de les anelles (La ciudad de los anillos) de Enric Truñó, concejal de Deportes del Ayuntamiento de Barcelona, se guisó una sopa fría de espárragos trigueros con almejas y un pedazo de lubina a la papillotte aromatizada al hinojo, regado con un vino blanco de Franconia bien frío. El hecho de que la botella de Franconia evoque, según los alemanes, los cojones del toro, previno a Carvalho de que probablemente estaba excitado por todo lo sabido sobre las cacerías sexuales olímpicas. Carvalho lo estaba, pero su hijo predilecto proseguía en posición descanso y Carvalho lo contemplaba en escorzo, como convocándole para que intentara vivir en pie y no morir de rodillas. Inútil reclamo. Era otro aviso. No tuvo a mano otro desfogue que hinchar uno por uno los preservativos de colores propuestos por Benetton y lanzarlos contra la ciudad, pero cuando estaba remontando a soplidos el preservativo color amarillo, una flecha incendiada pasó justo entre su nuez de Adán y su barbilla.

Aunque Carvalho salió corriendo con toda la celeridad que le permitía la botella de vino de Franconia que se había bebido, ni rastro del arquero que había tratado de matarle con una flecha encendida. Era la primera amenaza directa recibida en el caso y alguna relación simbólica guardaba con la flecha que había prendido la llama olímpica en el pebetero del estadio el día de la inauguración. Sin acabar de delimitar el porqué de la reiteración, de vez en cuando volvían al salón cinematográfico de su memoria escenas que había contemplado en el vídeo de aquel acto; como si no las hubiera digerido bien, le repetían como los alimentos demasiado pesados. Algo había en aquellas imágenes que comunicaban ruidos y no mensajes. ¿O acaso un ruido no es un mensaje?

Telefoneó al hospital para interesarse por la culturista serbia. Se le habían cerrado los músculos con una contundencia agresiva, incluso, músculos carnívoros retenían el dedo de un mozo de clínica que se había atrevido a tocarla y de no ser por el dedo incrustado que la señalaba, apenas se hubiera notado la cicatriz. La muchacha ya hacía tablas de ejercicios culturistas y de su pasado marxista conservaba la tendencia al apostolado que invitaba a practicar la tabla de culturismo a todos cuantos la rodeaban, con los consiguientes desastres musculares en gentes poco dedicadas a investigar qué tenían debajo de la piel o convencidos, como Oscar Wilde, que lo más profundo en el hombre y la mujer es la piel. Incluso había tratado de forzar al ministro del Interior, Corcuera, a cambiar de alimentación y dedicarse a la gimnasia de pesas, porque lo veía un poco fofo para encarnar la más alta representación de la seguridad del Estado. Cuando un ministro del Interior o de la Gobernación tiende a ser fofo, trata de compensar esta debilidad semántica con el ceño y el mal humor, así como con decisiones violentas que compensan la inseguridad de sus músculos, razonaba la atleta serbia, sin darse cuenta de la irritación que iba acumulando el ministro, hasta que no pudo más y pidió que se la sacaran de delante. La muchacha aprovechó el cansancio de los aparatos represivos del Estado para huir y era la voz de Corcuera en persona la que estaba riñendo a Carvalho y recordándole la responsabilidad contraída con la muchacha y el incumplimiento de las funciones detectivescas para las que había sido contratado.

– Piensa, huelebraguetas, que el detective es como un filósofo que desvela hasta llegar a la verdad última y, a la vez, es ese cazador del que habla Ortega que persigue el conocimiento.

Corcuera daba golpecitos de satisfacción sobre Origen y epílogo de la filosofía de Ortega que le portaba un caddie a unos palmos de distancia.

– Señor ministro, para esclarecer los hechos necesitaría reproducir en vivo toda la ceremonia de la inauguración.

El ministro le sometió a tres minutos de silencio y respiración entrecortada al otro lado del teléfono.

– ¿Está usted loco? ¿Cree que puede montarse así por las buenas un sarao semejante? Para empezar necesitaríamos un sponsor. ¿Qué marca estaría dispuesta a subvencionar la reconstrucción de una inauguración? Y sólo porque un detective de mala muerte tiene una intuición femenina. Además, hemos privatizado la seguridad del Ministerio del Interior y nos cuesta la torta un pan. Es muy bonito privatizar la seguridad del Estado pero luego llegan las facturas. No puedo salirme del presupuesto general del Estado. Como diría Ortega, el presupuesto general del Estado es pura metafísica.

Carvalho se lamentó de haber entrado en el juego de conversar con un ministro del Interior. Con los ministros más represivos no se ha de conversar, hay que esperar a que caigan, recuperen la condición de ciudadanos inseguros, cometan la demagógica torpeza de viajar en metro y entonces pegarles una patada en el culo en la primera ocasión que se presente. Así que, en el ínterin, optó por recurrir a sus propias fuentes informativas y, como solía sucederle, todas sus fuentes permanecían instaladas en su pasado. Hizo una lista de los ex militantes de izquierda que habían colaborado en la organización de los Juegos Olímpicos de Barcelona; casi todos, menos dos maoístas macrobióticos ahora seguidores de Indro Montanelli y Jean-François Revel y cuatro solteronas del Opus Dei, fracción depilada y faldicorta. La mayor parte de hacedores olímpicos habían militado en la izquierda e incluso habían hecho alguna que otra excursión por Sierra Maestra antes de trasladarse al monte del Olimpo. Pero bastó que Carvalho conectara con ellos para que colaboraran en su investigación, recuperaran la memoria histórica y se desalienaran de olimpismo, sobre todo los que veían su contrato irremediablemente interrumpido al día siguiente de la clausura de los Juegos.

Todos tenían información de primera clase que darle, pero el más dispuesto a hablar fue el coronel Parra, nombre de guerra con el que en los grupos clandestinos se designaba a un estudiante que había asombrado a sus torturadores por el procedimiento de evitarles el trabajo. Así cuando los policías iban a aplicarle cigarrillos encendidos en el tórax, el coronel les quitaba los cigarrillos, aspiraba una bocanada de humo y a continuación se quemaba a sí mismo. Cuando le obligaban a ponerse en cuclillas una hora, el coronel Parra permanecía dos y a veces tenían que devolverle a la verticalidad a patadas, porque el coronel ofendía el sentido de la iniciativa torturadora de los sicarios del franquismo. Pues bien, ahora Parra, después de haber servido eficazmente al equipo olímpico informatizando todos los servicios culturales en sus relaciones con las televisiones extranjeras, le demostró su desencanto a la orilla del teléfono.

– Estoy desesperado, Carvalho. El movimiento olímpico persiguió objetivos eminentemente culturales, pero sobre ellos pesa la maldición de la lucha por el control del mundo. ¿Sabías que Júpiter y Saturno lucharon en Olimpia por la hegemonía universal? ¿Sabías que el primer olimpiónico, es decir, el nombre correcto del vencedor de los juegos, pudo serlo Apolo que le ganó una carrera a Mercurio? Falsamente premonitorio. Hipocresía referencial, desdicha suma. Apolo, dios de la Belleza, tan bello que equivalía al sol, vence a Mercurio, dios del Comercio. Pero a la larga ¿de quién ha sido la victoria? ¡Del mercachifle olimpiónico! Esta gente no cree en la cultura.

¿A qué gente se refería?

– Se ha llegado a tiempo de inaugurar todo lo que hace posible unos Juegos Olímpicos deportivamente hablando, pero ni una, ni una sola de las instalaciones culturales previstas: ni el auditorio, ni el Museo de Arte Moderno, ni el Calcetín Gigante de Tápies… nada. Aparte de los fastos inaugurales y epilogales, la única manifestación cultural es que los cantantes españoles interpretan a Verdi y Donizetti en italiano. Pero no me atrevo a hablar por teléfono. ¿Cenamos en Casa Leopoldo?