Casa Leopoldo era el restaurante mítico del Barrio Chino al que Carvalho acudía en momentos de nostalgia del país de su infancia, cuando era un miserable pequeño príncipe del País de Posguerra. Allí se producían encuentros con Parra. El barrio había sido pasteurizado. La piqueta había empezado a derribar manzanas enteras y las putas perdidas sin collar se habían quedado sin fachadas en las que apoyar el culo en las largas esperas de clientes disminuidos económicos y psicológicos. Las putas más viejas fueron incitadas a reconvertirse por el procedimiento de matricularse en la Universidad Pompeu Fabra o irse de vacaciones, y los bares más cutres, una de dos, o clausurados o reconvertidos en boutiques de filosofía de la cadena II pensiero devole (El pensamiento débil), dado que buena parte de las instalaciones de la nueva Universidad se ubicarían en lo que habían sido ingles de la ciudad. Convenía que el mirón olímpico no se llevara de Barcelona la imagen del sexo con varices y desodorantes insuficientes. Era como recorrer un barrio condenado a la piqueta y al no ser, y desde esta melancolía no le costó demasiado a Carvalho penetrar en la zozobra cuando descubrió que Parra no le esperaba en Casa Leopoldo. Si alguien recela de hablar contigo por teléfono y luego no acude a la cita, no hay duda y, sobre todo desde que existen el cine y la literatura de misterio, lo más probable es que ese alguien haya sido asesinado. Así era. A Parra lo encontró Carvalho en el callejón que unía la calle del Hospital con la de San Rafael, dentro de un container. La muerte le había borrado las facciones olímpicas y volvía a ser aquel muchacho dispuesto a perder la vida para ganar la historia.

Aunque sus ojos permanecían secos, unas cuantas lágrimas cayeron en el territorio secreto de la memoria de Carvalho. Parra estaba allí, como un muñeco descoyuntado, asomado dificultosamente entre los más variados objetos retenidos por el container. Pero cuando Carvalho iba a entristecerse de veras, a recordar, a mejorar los rasgos del presunto cadáver, Parra abrió uno de sus ojos muertos y lo guiñó. Sus labios se movieron para musitar:

– No te des por enterado de que estoy vivo. Me he hecho el muerto para impedir que me mataran. Te espero en el Rompeolas a las siete de la tarde.

– ¿Qué puedo hacer por ti, ahora?

– Entristecerte, mirar a derecha e izquierda como si buscaras ayuda y luego correr hacia la primera cabina telefónica, como si estuvieras llamando a la policía.

Así lo hizo, porque la voz de Parra volvía a ser la de los viejos tiempos, pero no podía quedar mano sobre mano durante un día entero a la espera del encuentro con el antiguo guerrillero imaginario y de todos los caminos que le devolvían al núcleo del enigma, la culturista serbia le parecía el más adecuado. ¿Dónde encontrarla? Recorrió varios establecimientos especializados en ventas de alimentos para culturistas y finalmente dio con ella cuando estaba engullendo el quinto pote de proteínas puras reactivadas, enriquecidas, subrayadas, reiteradas y biodegradables. Precipitaba el contenido del tarro abierto hacia los abismos de su cuerpo, sin duda dotado de tanta musculatura exterior como interior, y Carvalho se la imaginó de pronto como un cuerpo reversible. Cuando ella advirtió la presencia de Carvalho gruñó e instintivamente protegió con sus brazos los tarros que aún no había consumido.

– ¿Por qué me buscas? Eres como una mariposa de luz que no sabe graduar la distancia con el calor de las bombillas. Que no sabe mantener la distancia con la muerte.

– Como ejemplo me parece manido y como metáfora un tópico devaluado. ¿Dónde están los desaparecidos olímpicos? ¿Qué o quién los retiene?

– Cosas peores van a ocurrir. Estos Juegos Olímpicos son una trampa. Aléjate de ellos antes de que puedan destruirte.

De pronto se produjo una extraña descomposición nuclear del aire y las campanas de las iglesias de la ciudad sonaron, mientras el cielo adoptaba, a pesar de su nocturnidad, luminosidades de arco iris.

– ¿Qué ha pasado?

El dueño de la tienda de productos dietéticos teologales estaba pendiente de la pantalla de un pequeño televisor situado junto a la caja registradora y contempló a Carvalho como a un intruso en su éxtasis, porque era éxtasis, es decir, una síntesis de diferentes éxtasis lo que emanaba de su rostro cuando respondió:

– ¡España ha conseguido la primera medalla de oro!

En el televisor un ciclista en estado diríase que de precolapso salía de un traje-funda que se le ceñía al cuerpo como una segunda piel malvada y se dejaba abrazar, zarandear, aunque sus ojos seguían alelados, como si aún estuvieran buscando algo tan intangible como batir el récord del kilómetro. Poco a poco volvió de su túnel mental de colapso y récord y sonrió como lo que era: un muchacho andaluz. Cuando Carvalho examinó el rostro de la serbia para percibir sus emociones, vio sólo desprecio y un orgullo mortificado.

– ¿Quién celebrará los triunfos de la Gran Serbia? Ni siquiera nos permiten que suene nuestro himno o que ondee la bandera de la providencial Yugoslavia que puso en jaque a los dos imperialismos de este siglo, el norteamericano y el soviético, y que se enfrenta ahora al imperialismo alemán… Mi padre lo vio claro y mientras él vivió…

Pero Vera se acababa de dar cuenta de que había hablado demasiado, se mordió los labios y dio la espalda a Carvalho. El dueño del establecimiento vivía el trance de escuchar el himno nacional, de ver en el mástil la bandera de España, mientras el ciclista recibía el pago moral de semanas y semanas de tratar de vencer la relación espacio tiempo establecida entre un kilómetro y una bicicleta. Carvalho se fue a por Vera.

– Tu padre era…

– Sí.

– Así que tu padre fue…

– También. Nunca he estado de acuerdo sobre las diferencias estrictas entre los pasados gramaticales. Pero, lo asumo, mi padre era, pretérito imperfecto, y fue, pretérito perfecto, también llamado indefinido por los diletantes, el mariscal Tito. De hecho yo nunca fui reconocida como hija legal, porque Tito estaba casado, no era serbio y sostenía relaciones extramatrimoniales con mi madre, que era una culturista serbia muy jovencita…

– ¿También tu madre era culturista?

– Y mi abuela. Todas las mujeres de mi familia han sido siempre anatómicamente perfectas, musculadas a poco que cultivaran el cuerpo. Ya en tiempos del conde Drácula de Transilvania las mujeres de mi familia eran muy musculadas.

– ¿Qué relación tiene lo que está ocurriendo en los Balcanes con los Juegos Olímpicos de Barcelona?

Quiso callar pero no pudo, porque el culturismo patrimonial de su familia no afectaba a la espontaneidad de la lengua.

– Se trata de provocar una balcanización de los Juegos con una provocación que convierta Barcelona en una segunda edición de la Comuna de París, no en balde estamos a punto de celebrar el aniversario de la Comuna. Por otra parte, las dificultades que tienen los norteamericanos para intervenir en los Balcanes por la complejidad geopolítica, se vuelven facilidades si han de invadir Barcelona, por ejemplo. Es vital para el futuro de la revolución mundial que en vez de producirse una intervención norteamericana allí, se provoque aquí.

– Pero eso significaría la caída de la democracia en España. La caída de la monarquía.

– ¿Con un rey tan alto y rubio como el que tenéis? ¿Y ese pedazo de príncipe al que si me lo dejan a mí le pongo las proteínas que le faltan y lo convierto en proteína pura? No. No te asustes. Tenéis monarquía para rato, si Dios quiere. Y fíjate qué profesionalidad la de este pedazo de rey… que no os lo merecéis… no se pierde un acontecimiento deportivo punta… ni él ni su familia…

La pantalla de televisión ponía a prueba las limitaciones ubicuas de la familia real y producía la ilusión óptica que estaba en todas partes donde iba a ganar algún súbdito.