Durante tres semanas podía dedicarse a rumiar sus decadencias, las mellas dejadas en su paisaje interior por la marcha de Charo, aunque quizás el motivo fundamental de su desconcierto era que ella hubiera escogido Andorra como tierra de exilio sentimental; un valle almacén de electrodomésticos, ¿o acaso no era un enmascarado valle repleto de electrodomésticos el resto del mundo y Andorra tenía el valor y la sinceridad de asumirlo? También le dolía en el corazón, cazador solitario -quemó la novela del mismo título de Carson McCullers en cuanto vio aparecer el título en la pantalla de su memoria-, la imposibilidad de lograr a Claire en el laberinto griego de su último trabajo o el desfase entre sus nulas ambiciones hacia nada o hacia nadie y las ganas de volar que percibía en Biscuter, matriculado en todo tipo de cursos por correspondencia y coleccionista de catálogos de viajes.

– Un día hemos de dar la vuelta al mundo, jefe. Quiero comprobar si se puede hacer en ochenta días.

– Si no la das en ochenta horas no te dejan… No te permiten ochenta días. ¿No ves que hay, cola y la gente se empuja con riesgo de caerse por el acantilado del fin del mundo?

Charo le había advertido: «Te estás quedando sordo», pero Carvalho había atribuido el comentario a la voluntad de toda mujer de disminuir a su pareja para canibalizarla más fácilmente. Ahora que Charo había escogido la libertad, añoraba sus vigilancias convencionales, una dedicación de pareja que a pesar de su atipicidad y pequeñez le transmitía la sensación ilusoria de que alguien se preocupaba por él. Pero alguna razón tendría Charo porque no percibió los ruidos que desde fuera de la clausurada puerta de su casa de Vallvidrera reclamaban su presencia. Hasta que de pronto la puerta principal cedió a una patada de bota militar y el orificio abierto en el contraplacado fue agrandado por una colección completa de botas militares hasta dejar espacio suficiente para que la casa de Carvalho fuera invadida por toda clase de cuerpos represivos: paracaidistas, policía armada, guardia civil, policía privada, policía mixta, bomberos, numerarios del Opus Dei, especialistas en dietas, gaiteros escoceses, socios de clubs náuticos, huérfanos del socialismo real, boy scouts, porteros de night club, homosexuales sin complejo de culpa, yuppies en crisis de crecimiento, jóvenes filósofos y filósofas, sociólogos partidarios del pasado como pretérito perfecto ultimado y de futuros tan imperfectos que no debían ser ni imaginados. Botas, botas, botas, salvo los mocasines Sebago de los jóvenes filósofos y mocasines Camper de las jóvenes filósofas, algo menos estándar, dentro de su natural prudencia exhibicionista, el calzado de los sociólogos partidarios del pasado como pretérito ultimado, perfecto, y del futuro inimaginable desde su connatural imperfección.

Carvalho fue registrado a pesar de que sólo llevaba el slip y se le aplicó la ley Corcuera, mal llamada de Seguridad Ciudadana, versión española corcuerita, corcuerizada y corcuerante de las nuevas leyes que la Europa democrática va estableciendo para defenderse de una futura invasión de los chinos, con la excusa de luchar contra el narcotráfico.

– ¿Puedo ponerme una chilaba?

– No hay permiso explícito, por lo que debe estar prohibido implícitamente.

– ¿Una guayabera?

– Durante las Olimpiadas no se puede hacer propaganda indirecta de la Cuba comunista. Después aún mucho menos. Ofendería las sensibilidades liberales y plurales.

Quien llevaba la voz cantante era un sociólogo del equipo de cerebros que solía rodear al ministro del Interior, concretamente el sociólogo ayuda de cámara, especialista en el vestuario de la posmodernidad. Obligado a vestirse con un traje de verano adquirido en las rebajas de unos grandes almacenes de la ralea Mark amp; Spencer, Carvalho fue conducido a una furgoneta blindada y sin vistas al mar ni a nada que partió hacia lo desconocido. Dirigió la operación un capitán de paracaidistas norteamericanos que disuadió a Carvalho de todo tipo de resistencia mediante la exhibición de una jeringuilla.

– Como te muevas te inoculo un virus desconocido.

– Dígame de qué se trata. Igual me interesa.

– Si te interesara te lo cambiaría por otro. No soy de la Cruz Roja. ¡Jodido rojo! ¡Subversivo de mierda! ¿Para esto hemos ganado la guerra fría y la guerra bacteriológica? ¿Para que desganados como tú desmoralicen a una humanidad alegre, feliz, dicharachera y en paz con su conciencia y sus limitaciones?

La furgoneta llegó a su destino. El capitán enfundó la cabeza de Carvalho con una capucha que tenía para él un especial significado sentimental: era la misma capucha que había puesto sobre la cabeza de Raúl Sendic cuando enseñaba a los golpistas uruguayos a torturar a los enemigos de la cristiandad.

– Raúl Sendic fue un gran detenido, lo reconozco, y eso que yo le tenía ojeriza porque bajo sus órdenes los tupamaros habían liquidado a nuestro agente en Montevideo, don Mitrione. Le pedí al señor Sendic si podía quedármela y no entendí lo que me dijo porque estaba en muy malas condiciones de emisión, pero, desde luego, no hizo el menor signo externo de oponerse.

Carvalho tampoco pudo hacer el menor signo externo para oponerse e internamente se sentía muerto, como lo estaba ya Raúl Sendic, y se reconoció a sí mismo buscando a Sendic por las tinieblas del Más Allá, en su parcela de pasado perfecto. Pero cuando creía verle en una esquina de una habitación para desaparecidos perfectos, es decir, los perfectamente desaparecidos con la inestimable ayuda de la muerte, le quitaron la capucha y bajo una amenazadora luz de atrezzo convencional, distinguió un buen puñado de gentes con poder, formando círculo en torno a don Juan Antonio Samaranch, presidente del COI (Comité Olímpico Internacional). De su pasado de joven rico, boxeador, Kid Samaranch, y algo fascistón, don Juan Antonio conservaba la nariz aplastada por algún puño casi sin duda proletario, tuviera o no el puño conciencia de clase. Pero sus maneras eran educadas y fruto de un refinamiento lógico en las personas de su condición, así como de una larga experiencia como catalán universal. Todos los pueblos pequeños cuentan con los dedos, para que no les quiten ni uno, el número de sus ciudadanos que el día menos pensado pueden salir en la primera página del New York Times o en el Show de Ed Sullivan. Samaranch había conseguido ese estatus y pasaba a ser el primer franquista que llegaba a la categoría de catalán universal, porque el otro posible competidor para tan olímpico cargo, Salvador Dalí, ya era universal y catalán antes de hacerse franquista y en cambio Samaranch había sido franquista antes de presumir de catalán y de que le hiciera universal la alegre pandilla del COI y la angustia metafísica de sus compatriotas, acomplejados porque los únicos catalanes universales que quedaban eran unos cuantos tenistas inseguros y algunos cantantes de ópera. Desde las buenas maneras, pero también desde un persuasivo sentido de la autoridad, se dirigió a Carvalho.

– Carvalho, el olimpismo te necesita.

Tenía serias dudas sobre la capacidad de Samaranch como receptor de mensajes sutiles, por lo que exhibió una de las muecas más sencillas de Humphrey Bogart, la que solía hacer cuando le dolía la úlcera de estómago, y musitó:

– ¿Y a mí qué?

– Todo conduce a pensar que nos enfrentamos a un sabotaje olímpico sagazmente programado.

– ¿En qué se basa?

– Johnson, el atleta de origen jamaicano, nacionalizado canadiense, primero ganador de una medalla en Seúl por su victoria en los cien metros lisos, luego desposeído por doping…

– ¿Sí?

– Acaba de ganar la final de los cien metros lisos en Barcelona.

– ¿Récord?

– Johnson ha corrido los cien metros lisos en seis segundos y cuatro décimas.

Casi no pudo terminar su información. Un conato de mareo convocó en torno del presidente del COI a las autoridades residuales presentes en aquel frío salón de subsuelo, decorado según la pauta de salones de subsuelo para torturar a espías de la CIA, vendidos por la KGB en todo el mundo a precio de rebajas por liquidación de saldos fin de temporada. La señora Samaranch, también conocida por Bibis por el género humano en general, tenía un bien educado gusto interiorista y una sensibilidad histórica adquirida durante la etapa de señora embajadora en Moscú cuando, debido a los fríos soviéticos, debía reforzar la protección dé sus abrigos de pieles con ejemplares de Pravda, perfectos aislantes climáticos, pero sin duda transmisores de consignas a través de la próxima piel de la embajadora y había inculcado a su esposo la conveniencia de no dar malas noticias en otro lugar que no fuera aquél.