Corcuera estaba triste. No quería ultimar su despedida y por eso había escogido una canción de adiós que puede batir todos los récords establecidos, por el procedimiento de tirar al y sacar del barranco a la pobre mujer, siempre con la promesa de que va a venir la parte más interesante. Pero resoplaba impaciente el caballo de la princesa Ana a la espera del picador y una vez Corcuera y la princesa a lomos, partió por la puerta de Maratón en el momento en que la melancolía se apoderaba del estadio, de Barcelona, de Cataluña y los desmemoriados medios de comunicación de un mundo sin memoria querían localizar a Margaret Mitchell para succionarle cuanto supiera de Atlanta. Circulaban contradictorios rumores sobre un plan de desembarco de la marina norteamericana en la futura capital olímpica, en el caso de que Bush ganara las elecciones presidenciales, en previsión de que hubiera allí narcotraficantes o armamento químico, conocida la habilidad de Sadam Hussein para esconder siempre lo que busca Bush. Al hacer balance de su contribución a los Juegos Olímpicos, Carvalho asumió que no había diferido en nada al papel habitual y al ritual de hilo argumental, esta vez instrumentalizado por Samaranch y los sponsors para mantener la tensión entre el suelo y el subsuelo olímpico. La responsabilidad de los autos sacramentales sobre la modernización de España pasaba otra vez íntegramente a Sevilla, la Expo, sus estertores finales y los políticos urbanos y globales empezaban a calcular cuánto dinero, cuánta gente, cuántos patrocinadores, cuántos deportistas eran necesarios para que todo lo construido con motivo de los Juegos siguiera teniendo sentido, es decir, finalidad. Es cierto que el alcalde Maragall, liberado de su encierro por un comando de la sociedad filantrópica de Arquitectos Amigos de los Príncipes, tomaría la costumbre cotidiana de visitar una por una todas las construcciones que habían modificado Barcelona, como si les pasara revista y a veces gritaba en éxtasis como si alguien acabara de ganar una medalla olímpica o batido un récord. Los enemigos políticos del alcalde preparaban las cuentas que iban a demostrar el despilfarro sin precedentes que haría de los ciudadanos, de sus hijos y de los hijos de sus hijos deudores externos e internos hasta bien entrado el siglo XXI. El coronel Parra, trasladado al operativo de protección ante la posible invasión yugoslava, insistía en que las contradicciones se agudizaban y el filósofo Rupert Dos Ventos volvió a su recoleto jardín a terminarse el arroz hervido que le preparaba la vecina, no sin antes encarecerle a Carvalho que se hiciera un traje ético a la medida.

– Carvalho, la ética ya no puede ser prêt-á-porter, la ética debe hacerse a la medida. Yo tengo un amigo, ex joven filósofo, que ha montado una sastrería de éticas a la medida. Tenga su tarjeta. Es muy importante tener una ética a la medida porque si no se tiene muy clara la eficacia de la razón en las normas de la propia conducta se estropea la columna vertebral del comportamiento y empiezan a aparecer por doquier hernias psicológicas.

– ¿Y si inevitablemente entras en crisis?

– No se ensimisme. Cambie de olla a presión, por ejemplo. El optimismo humano debe cimentarse en el inventario de los logros positivos y neutrales: la olla a presión, la lavadora eléctrica, la cinta aislante, la anestesia… Eso sí ha sido éticamente revolucionario. Pero sobre todo, no se ensimisme, porque el recurso del narcisismo es contingente y una persona ensimismada una de dos…

Vacilaba sobre cómo terminar la conferencia.

– Una de dos… qué…

– El hombre ensimismado fatalmente deviene a suicida o asesino… El soliloquio le conduce a la evidencia de que sólo se necesita a sí mismo y puede ultimar esa pulsión en la muerte. Y si no necesita a los demás ¿por qué el tabú del homicidio?

– ¿Cuánto se debe por el consejo?

– Diez mil pelas y la voluntad.

Barcelona esperaba llena de hoteles, oficinas, plazas duras, cinturones de rondas y túneles a que llegaran los mismos príncipes extranjeros de las canciones tradicionales de los siglos XVII y XVIII para casarse con ella y llevársela al Norte, no en balde uno de sus poetas más románticos la había llamado «ciudad viuda» y otro de los más posrománticos le había señalado el Norte como ese lugar del que no se quiere regresar. En cuanto a la culturista serbia, desencantada de sus penúltimas expectativas revolucionarias, nacionalizada norteamericana, gracias a los buenos oficios de Arnold, cambió de sexo y de ideología y fue campeona de Wimbledon, ganando la final a Jim Courier por un contundente 6-0, 6-1, 6-3. Fue entonces cuando Carvalho recordó su afición a Jours de France. Fue entonces cuando Carvalho recordó…

Carvalho decidió volver a casa, retomar la secuencia donde había sido violentado por las fuerzas de seguridad del sistema. Allí le esperaba una carta de Biscuter, fechada en Paris en el inmediato pero ya casi irreal pasado de los Juegos Olímpicos:

Jefe, como sé que usted es un poco puñetero, en el mejor sentido de la palabra, me he esforzado en evitar comenzar la carta diciendo cosas como… «… deseo que a su recibo su estado sea de buena salud, como lo es el mío». Muchas son las novedades que voy a referirle porque no todos los días sale uno de casa para irse tan lejos. París está mucho más lejos de Barcelona que Madrid, aunque menos que Berlín, Moscú, Nueva York y un montón de sitios. La primera sorpresa que me llevé fue que aquí todo el mundo habla francés, muy pocos el español y aun menos el catalán, lo que me ha creado muchos problemas en las relaciones normales, pero imagínese usted los que me crea en el cursillo sobre sopas de Monsieur Everglace, un profesor francés aunque de origen suizo al que no entiendo, en justa correspondencia porque él tampoco me entiende a mí. No nos entendemos hablando, pero gesticulando y teniendo en cuenta la lógica de la cocina nuestras relaciones van bien. Van bien sobre todo porque yo quiero que vayan bien, porque cuando uno no quiere, dos no se pelean y paso por alto las humillaciones que recibo a costa de nuestra cocina, porque Monsieur Everglace parece vasco y piensa que todo lo que no sea comer cocina propia es comer mierda. Para empezar, nada de potajes, porque lo que ellos llaman aquí «potage» no tiene nada que ver con nuestros potajes. Un «potage» es simplemente una sopa, por muy complicada que sea y el curso es de sopas, sopas, sopas, interesante pero de sopas, con que vaya preparándose como conejillo de Indias porque ya sé hacer unas cuantas complicadas. Por lo demás he aprendido cosas muy «fermas», básicas para saber cocinar como son los fumets, caldos fundamentales a partir de los cuales se pueden hacer sopas, salsas, la tira jefe. Esta gente es tan fina que cuando me ven hacer un sofrito y dejarlo tal cual como base de cualquier guiso casi me insultan. Aquí lo pasan todo por el chino y se lo comen todo con la punta del tenedor. Ni siquiera las cucharas parecen cucharas porque apenas si llevan carga y cuando la llevan es tan liviana que no alimenta. No negaré yo que el resultado sea bueno para el paladar, cojonudo, jefe, cojonudo, pero es poco intenso, no tiene morbo, no tiene trempera como decimos en Cataluña, es decir, a uno no se le pone tiesa comiendo estas cosas que sin embargo muchas veces parecen solos de violín de finas, bonitas y buenas que son, no lo niego. Pero el otro día le expliqué al mister varios platos de garbanzos de las diferentes cocinas de España y un poco más y me lo llevan a la UVI, porque para él el garbanzo es el símbolo de la falta de ambición de una cocina y no le extraña que sea legumbre de moros y españoles.

Le diré a usted que es más comprensivo con lo que les hacemos a las judías y a las lentejas que con los garbanzos. Le tiene una tirria este tío a los garbanzos que no perdona su simple existencia y recuerda que un mosquetero muy famoso del siglo pasado que se llamaba Dumas y estuvo liado con su nuera, la Dama de las Camelias, consideraba que los españoles eran «comedores de garbanzos», es decir, lo peor que se puede ser en este mundo. Yo le expliqué cómo hago el potaje de garbanzos con espinacas y bacalao y ¿querrá usted creer que me pegó? Bueno, pegarme, pegarme no, pero me tiró una coliflor que si me da me rompe las gafas de cocinar, que otras no uso y si las uso para cocinar es para ver bien lo que me guiso. Ya para provocar le di la receta del arroz con garbanzos y chorizo y así descubrí que después del garbanzo, lo que menos se comprende de los españoles es la afición por el chorizo, embutido considerado bárbaro y expresión del gusto por lo colorado del alma española, gusto que, me dijo el profesor, se cimenta en la afición por ver cómo se desangran los toros. Y si les opones que la suerte que ellos dan a las ocas para quitarles el hígado no puede compararse con la de nuestros toros, te suelta el tío que el hígado de la oca no tiene importancia material, sino espiritual y la oca lo sabe. Finalmente he optado por desconectar, desde la confianza de que en el futuro los acuerdos de Maastricht harán obligatorios en toda Europa el chorizo y los garbanzos, en justa correspondencia a tanta basura y mediocridad culinaria como nos va a llegar vía precongelados y congelados. Eso sí, jefe, Monsieur Everglace guisa de puta madre y como el cursillo es acelerado me metió a presión las sopas calientes y ahora vienen las sopas frías. Me temo lo peor, porque el otro día, preparando ya una estrategia defensiva, le comenté que en España hay sopas frías de puta madre y le hablé del gazpacho y del ajoblanco. El gazpacho sabía más o menos lo que era porque tuvo una criada andaluza hace veinte años, pero lo del ajoblanco le pareció una chorrada… bueno, no entendí bien la palabra que me dijo en francés pero sonaba a «chorrada», bueno, que dijo chorrada porque quería decir chorrada. Casi todos los cursillistas son extranjeros, pero no pelean por sus cocinas, como lo hacemos yo y una chica aragonesa que pone al profesor de cabrón para arriba, sin reconocerle ninguna gracia y eso no, jefe, porque el muy cabrón cocina de puta madre. Prepárese para una sopa de albóndigas de tuétano que hicimos el otro día y una sopa de pescado con hinojo y almendras.