Изменить стиль страницы

La noche que Moisés Wartberg recibió su premio, dos guionistas sufrieron ataques al corazón de rabia. Una actriz tiró el televisor desde el cuarto piso del Hotel Beverly Wilshire. Tres directores presentaron la dimisión en la Academia. Pero ese premio se convirtió en la posesión más preciada de Moisés Wartberg. Un guionista comentó que era como si los internados en un campo de concentración votasen a Hitler como su político más querido.

Fue Wartberg quien perfeccionó la técnica de cargar a un actor de éxito, desde sus comienzos, con inmensos pagos hipotecarios por una mansión en Beverly Hills para obligarle a trabajar duramente en malas películas. Y eran los estudios de Moisés Wartberg los que pleiteaban constantemente ante los tribunales, hasta las últimas consecuencias, para privar a los verdaderos creadores del dinero que les correspondía. Y era Wartberg quien tenía los contactos en Washington. Entretenía a los políticos con guapas actrices, fondos secretos y lujosas vacaciones pagadas en las instalaciones que los estudios tenían por todo el mundo. Era un hombre que sabía utilizar a los abogados y utilizar la ley para el asesinato financiero, para robar y engañar. Al menos, eso decía Doran. A mí me parecía un hombre de negocios norteamericano como los demás.

Aparte de su astucia, sus relaciones en Washington eran el valor más importante de que disponían los estudios TriCultura.

Sus enemigos hicieron correr muchos rumores escandalosos sobre él que no eran ciertos. Difundieron rumores de que se iba en avión a París en secreto, todos los meses, para gozar con prostitutas infantiles. Se corrió la voz de que era un voyeur, que miraba por una rendija del dormitorio de su mujer cuando ésta estaba con sus amantes. Pero nada de todo esto era cierto.

De lo que no cabía duda era de su inteligencia y del vigor de su carácter. A diferencia de los otros peces gordos del cine, rechazaba los focos de la publicidad, con la única excepción de su persecución del Premio Humanitario.

Cuando Doran entró con el coche en el recinto de los estudios TriCultura, sentí el rechazo. Los edificios eran todos de hormigón, el recinto era como esos parques industriales que hacen que Long Island parezca un benigno campo de concentración para robots. Cuando cruzamos las verjas, los guardias no tenían sitio especial de aparcamiento para nosotros, y tuvimos que utilizar la zona de parquímetros, con su brazo de madera a fajas rojas y blancas que se alzaba automáticamente. No caí en la cuenta de que necesitaría una moneda de veinticinco céntimos para poder salir.

Creí que se trataba de un accidente, un olvido de una secretaria, pero Doran dijo que formaba parte de la técnica de Moisés Wartberg para colocar a talentos como yo en su sitio. A una estrella la hubiesen conducido inmediatamente a la parte de atrás. Nunca la habrían puesto con directores, ni siquiera con un actor importante. Pero querían que los escritores supiesen que no debían hacerse ilusiones de grandeza. Pensé que aquello era paranoia de Doran y me eché a reír, pero supongo que me fastidió, aunque sólo fuese un poco.

En el edificio principal, un agente de seguridad comprobó nuestras identidades y luego hizo una llamada para asegurarse de que nos esperaban. Bajó una secretaria y nos acompañó en el ascensor hasta la última planta. Y aquella última planta era bastante espectral. Elegante pero espectral.

Pese a todo esto, he de admitir que me impresionó la simpatía y la habilidad de Wagon. Sabía que era un tramposo y un embustero, pero eso, en cierto modo, me parecía natural. Como no deja de serlo el encontrar un fruto de aspecto exótico no comestible en una isla tropical. Mi agente y yo nos sentamos ante su mesa y Wagon dijo a su secretaria que bloquease todas las llamadas. Muy halagador. Pero evidentemente no le había dado la consigna secreta que realmente bloqueaba todas las llamadas, porque atendió por lo menos tres durante nuestra entrevista.

Aún tuvimos que esperar media hora a Wartberg para empezar la conferencia. Jeff Wagon contó algunas historias divertidas, incluso aquella de la chica de Oregon que le dio una cuchillada en los huevos.

– Si hubiese hecho mejor trabajo -dijo Wagon-, me habría ahorrado un montón de dinero y de problemas en estos años.

Sonó el teléfono de Wagon, y nos acompañó a Doran y a mí pasillo adelante, hasta una lujosa sala de conferencias que podía servir de plató.

En aquella gran mesa se sentaban Ugo Kellino, Houlinan y Moisés Wartberg. Charlaban tranquilamente. Al fondo de la mesa había un tipo de mediana edad de enmarañado pelo blanco. Wagon me lo presentó como el nuevo director de la película. Se llamaba Simon Bellfort, nombre que identifiqué. Veinte años atrás había hecho una gran película de guerra. Inmediatamente después había firmado un contrato por mucho tiempo con TriCultura y se había convertido en el director de toda la basura de Jeff Wagon.

Al joven que le acompañaba nos lo presentaron como Frank Richetti. Su cara respiraba agudeza e ingenio y vestía una mezcla Polo Lounge-estrella Rock-hippie californiano. El efecto me resultaba asombroso. Correspondía perfectamente a la descripción que había hecho Janelle de los hombres atractivos que vagaban por Beverly Hills y que eran proxenetas y donjuanes. Ella les llamaba Ciudad Lobo. Pero quizás dijese eso sólo por divertirme. No entendía cómo una chica podía aguantar a un tipo como Frank Richetti. Era el productor ejecutivo de Simon Bellfort en la película.

Moisés Wartberg no perdió el tiempo en preámbulos. Con voz desbordante de energía, puso inmediatamente las cosas en su sitio.

– No me gusta el guión que nos dejó Malomar -dijo-. El enfoque me parece totalmente erróneo. No es una película de TriCultura. Malomar era un genio, él podría haber filmado esta película. No tenemos a nadie de su clase en los estudios.

Frank Richetti interrumpió, suave y encantador.

– No sé, señor Wartberg. Tiene usted aquí a algunos magníficos directores.

Sonrió amablemente a Simon Bellfort.

Wartberg le miró con frialdad. No volveríamos a oír hablar a Richetti. Y Bellfort se ruborizó un poco y apartó la vista.

– Tenemos presupuestado muchísimo dinero para esta película -continuó Wartberg-. Es una inversión que hay que asegurar. Pero no queremos que se nos echen encima los críticos. Que digan que destruimos la obra de Malomar. Queremos utilizar su reputación para la película. Houlinan emitirá una declaración de prensa que firmaremos todos los presentes, diciendo que la película se hará tal como Malomar quería que se hiciera. Que será una película de Malomar, un último tributo a su grandeza y a todo lo que ha aportado a la industria.

Wartberg hizo una pausa mientras Houlinan iba pasando copias de la declaración de prensa. El encabezamiento era magnífico: el membrete de TriCultura en resplandeciente rojo y negro.

Kellino dijo tranquilamente:

– Moisés, muchacho, creo que será mejor que digas que Merlyn y Simon trabajarán conmigo en el nuevo guión.

– Vale, ya está dicho -dijo Wartberg-. Y, Ugo, permíteme que te recuerde que no puedes entrar interviniendo en la producción ni en la dirección. Eso es parte de nuestro acuerdo.

– Por supuesto -dijo Kellino.

Jeff Wagon sonrió y se apoyó en su silla.

– La declaración de prensa es nuestra postura oficial. Pero, Merlyn, debo decirle que Malomar estaba muy enfermo cuando le ayudó a usted en este guión. Es horrible. Tendremos que escribirlo de nuevo, yo tengo algunas ideas. Tenemos mucho trabajo por delante. En este momento tenemos que saturar a los medios de comunicación con Malomar. ¿Estás de acuerdo, Jack? -preguntó a Houlinan.

Y Houlinan asintió.

Luego, Kellino me dijo con mucha sinceridad:

– Espero que colabores conmigo en esta película para que sea la gran película que quería Malomar.

– No -dije-. No puedo hacerlo. Trabajé en el guión con Malomar, y a mí me parece magnífico. Así que no puedo estar de acuerdo con ningún cambio ni con ninguna nueva redacción. Y no firmaré ninguna declaración de prensa en ese sentido.