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– Me di mi mejor baño con aceite de tortuga. Me ungí, me vestí con mis mejores galas y me dirigí al altar de los sacrificios. Me pasaron a la casa, y allí estaba Moisés Wartberg; nos sentamos y tomamos una copa y él me preguntó por mi carrera y estuvimos charlando como una hora. Él actuaba con mucha astucia, indicándome que si la noche resultaba bien haría un montón de cosas por mí; y yo pensaba: este hijo de puta no va a joderme, ni siquiera va a darme de comer.

Janelle se detuvo y me miró.

– Eso es algo que nunca te hice yo -dije.

Me miró fijamente y continuó:

– Y entonces me dijo: «La cena está esperándonos arriba, en el dormitorio. ¿Te apetece subir?» Y yo dije, con mi voz de beldad sureña: «Sí, tengo ya un poco de hambre». Me acompañó escaleras arriba, una escalinata muy bella, como en las películas, y abrió la puerta del dormitorio. La cerró cuando pasé, desde fuera, y allí me vi yo en el dormitorio, con una mesita puesta con pinchitos y entremeses.

Adoptó otra pose de jovencita inocente, desconcertada.

– ¿Y Moisés? -dije.

– Fuera. En el pasillo.

– ¿Te hizo cenar sola? -dije.

– No -dijo Janelle-. Allí estaba la señora Bella Wartberg con su camisón más vaporoso, esperándome.

– Ay, Dios mío -dije yo.

Janelle pasó a otra escena.

– No sabía que me tocaría hacerlo con una mujer. Me había costado ocho horas decidir joder con un hombre, y ahora resultaba que tendría que hacerlo con una mujer. No estaba preparada para aquello.

Le dije que yo tampoco estaba preparado para aquello.

– No sabía qué hacer, la verdad -dijo-. Me senté y la señora Wartberg sirvió unas cositas, y té, y luego se sacó los pechos del camisón y dijo:

– ¿Te gustan, querida?

– Son muy bonitos -dije yo.

Y entonces Janelle me miró a los ojos y bajó la cabeza. Yo dije:

– Bueno, ¿qué pasó? ¿Qué dijo ella cuando tú dijiste que eran bonitos?

Janelle abrió teatralmente los ojos como sorprendida.

– Bella Wartberg me dijo: «¿Te gustaría chupar uno, querida?»

Y entonces Janelle se derrumbó en la cama a mi lado.

– Salí corriendo de la habitación -dijo-. Bajé corriendo las escaleras. Salí de la casa y tardé dos años en encontrar trabajo.

– Esta ciudad es dura -dije.

– Ca -dijo Janelle-. Si yo hubiese hablado con mis amigas otras ocho horas, todo habría ido bien pese al cambio. Es cuestión de prepararse.

Le sonreí, y ella me miró a los ojos, desafiante.

– Sí -dije-. ¿Cuál es la diferencia?

Mientras el Mercedes recorría la autopista, procuraba escuchar a Doran.

– El viejo Moisés es el peligroso -decía Doran-. Cuidado con él.

Lo mismo pensaba yo de Moisés.

Moisés Wartberg era uno de los hombres más poderosos de Hollywood. Su empresa, los estudios TriCultura, tenía una solidez financiera superior a la de la mayoría, pero hacía las peores películas. Moisés Wartberg había creado una máquina de hacer dinero en el campo de las actividades creadoras. Sin el menor rastro de creatividad. Esto se consideraba verdadero talento.

Wartberg era un hombre gordo y desastrado, que vestía descuidadamente con trajes tipo Las Vegas. Hablaba poco, jamás mostraba emoción alguna, pensaba que lo lógico era darte todo lo que pudieses arrancarle. Creía que lo mejor era no darte nada que no pudieses sacarle a la fuerza a él y a su equipo de abogados. Era imparcial. Engañaba a productores, estrellas, escritores y directores, robándoles sus porcentajes de las películas de éxito. Jamás agradecía un buen trabajo de dirección, una buena interpretación, un buen guión. ¿Cuántas veces había pagado él mucho dinero por material que era basura? Así que, ¿por qué debía pagarle a un hombre lo que valía su trabajo si podía conseguirlo por menos?

Wartberg hablaba del cine como los generales de la guerra. Decía por ejemplo:

– Para hacer una tortilla hay que cascar los huevos.

O cuando un socio comercial aludía a la relación social que tenían, cuando un actor le decía cuánto se estimaban los dos personalmente y por qué los estudios TriCultura estaban jodiéndole, Wartberg esbozaba una fina sonrisa y decía fríamente:

– Cuando oigo la palabra «amor», echo mano a la cartera.

Se burlaba de la dignidad personal, se enorgullecía cuando le acusaban de no tener ningún sentido de la decencia. No ambicionaba adquirir fama de hombre de palabra. Él quería contratos con letra pequeña, no apretones de manos. Se ufanaba de engañar a su prójimo con una idea, un guión, un porcentaje sobre los beneficios de la película. Si le reprochaban esto -por lo general un artista excitadísimo (los productores eran más listos)- Wartberg se limitaba a contestar:

– Yo me dedico a hacer películas -en el mismo tono que podría haber empleado Baudelaire para contestar a un reproche similar con «yo me dedico a hacer poesía».

Usaba a los abogados como un gángster la pistola; al afecto, como la prostituta el sexo. Utilizaba las buenas obras como los griegos el caballo de Troya, subvencionaba el asilo Will Rogers para actores retirados, daba dinero para Israel, para los millones de hambrientos de la India, para los refugiados palestinos. Era sólo la caridad personal con los seres humanos concretos lo que no aceptaba.

Los estudios TriCultura eran deficitarios cuando Wartberg se hizo cargo. Wartberg sometió todo inmediatamente a un control estricto. Sus condiciones eran las más duras del mercado. Nunca se arriesgaba con ideas originales hasta que otros estudios demostraban su rentabilidad. Y el gran as que se guardaba en la manga eran los presupuestos bajos.

Mientras otros estudios se hundían con películas de diez millones de dólares, los estudios TriCultura jamás se embarcaban en una que superase los tres millones. De hecho, casi todas las películas tenían un presupuesto de dos millones o menos, y Moisés Wartberg o uno de sus tres vicepresidentes asesores no se separaba de ti las veinticuatro horas del día. Obligaba a los productores a firmar cláusulas de penalización, a los directores a poner como garantía sus porcentajes, a los actores a sudar tinta, todo para que no se sobrepasara el presupuesto. El productor que terminaba una película cumpliendo el presupuesto o por debajo de él, era para Moisés Wartberg un héroe, y lo sabía. No importaba que la película sólo cubriera costes. Pero si la película sobrepasaba el presupuesto, aunque diese veinte millones y proporcionase a los estudios una fortuna, Wartberg invocaba la cláusula de penalización del contrato del productor y se quedaba con su porcentaje de beneficios. Había un pleito, claro, pero los estudios tenían veinte abogados a sueldo que estaban para eso. Así que normalmente se llegaba a un acuerdo. Sobre todo si el productor, el actor o el escritor querían hacer otra película en TriCultura. Algo en lo que todo el mundo estaba de acuerdo era en que Wartberg poseía un talento genial para la organización. Tenía tres vicepresidentes que estaban a cargo de imperios independientes y que competían entre sí por el favor de Wartberg y por llegar a sucederle algún día. Los tres poseían mansiones palaciegas, grandes porcentajes y poder completo dentro de sus propias esferas, estando sometidos únicamente al veto de Wartberg. Así que los tres andaban a la caza de talentos, de guiones, de proyectos especiales, sabiendo que siempre tenían que mantener bajo el presupuesto, que el talento debía estar consagrado, y que tendrían que borrar cualquier chispa de originalidad antes de atreverse a subir a exponerlo en las oficinas de Wartberg, en la última planta del edificio de los estudios.

Su reputación sexual era impecable. Nunca tenía líos con las aspirantes a estrellas. Jamás presionaba a un director o a un productor para introducir en el filme a una favorita. Esto se debía en parte a su carácter ascético y a su escasa vitalidad sexual. Y en parte se debía también a su propia concepción de la dignidad personal. Pero la razón básica era que llevaba treinta años de matrimonio feliz con la novia de su adolescencia. Se habían conocido en un instituto de secundaria del Bronx, se habían casado antes de los veinte años y no se habían separado desde entonces.