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Y luego se quedó dormido.

Soñó. Un sueño vívido. Estaba en una estación de ferrocarril, encerrado. Estaba comprando un billete. Un hombre pequeño pero fornido le echó a un lado y pidió su billete. El hombre pequeño tenía una inmensa cabeza de enano y le gritaba a Malomar. Malomar le tranquilizó. Se hizo a un lado. Dejó al otro que comprara su billete. Le dijo:

– Oiga, no tengo nada contra usted.

Y cuando dijo esto, el hombre se hizo más alto. Sus rasgos más normales. Se convirtió de pronto en un héroe más viejo. Y le dijo a Malomar:

– Dame tu nombre; haré algo por ti.

Aquel hombre quería a Malomar. Malomar lo veía claramente. Pasaron a ser muy amables el uno con el otro.

Y el empleado que vendía los billetes trataba ahora al otro hombre con enorme respeto.

Malomar se despertó en la inmensa oscuridad de su gran dormitorio. Las lentes de sus ojos se achicaron, y sin ninguna visión periférica, enfocó el blanco rectángulo de luz de la puerta del baño abierta. Sólo por un instante, pensó que las imágenes de la pantalla de la sala de montaje aún no habían terminado, y luego comprendió que había sido sólo un sueño. Al comprenderlo, su corazón se apartó de su cuerpo en una fatal y arrítmica galopada. Los impulsos eléctricos de su cerebro se enmarañaron. Se incorporó, sudando. Su corazón inició una arremetida definitiva y atronadora, se estremeció. Malomar cayó hacia atrás, con los ojos cerrados, y todas las luces se apagaron en la pantalla de su vida. Lo último que oyó fue un áspero sonido como de celuloide quebrándose contra acero; y luego murió.

33

Fue mi agente, Doran Rudd, quien me llamó para comunicarme la noticia de la muerte de Malomar. Me dijo que al día siguiente habría una gran conferencia sobre la película en los estudios TriCultura. Yo tenía que regresar en avión y él iría a esperarme al aeropuerto. Llamé a Janelle desde el aeropuerto Kennedy para decirle que llegaba a la ciudad, pero me contestó el servicio automático de respuestas con su maquinal voz de acento francés, así que dejé el recado.

La muerte de Malomar me impresionó mucho. Había llegado a tomarle un gran respeto en los meses que trabajamos juntos. Nunca presumía ni exageraba ni mentía, y tenía un ojo de lince para cualquier tontería que pudiese deslizarse en un guión o en un trozo de película. Me adoctrinaba cuando me enseñaba películas, explicándome por qué no servía una escena o lo que había que mirar en un actor que podría demostrar talento incluso con un mal papel. Discutíamos mucho. Él afirmaba que mi actitud desdeñosa de literato era una actitud defensiva y que yo no había estudiado la película con suficiente detenimiento.

Se ofreció incluso a enseñarme a dirigir cine, pero me negué. Quiso saber por qué.

– Escucha -dije-, sólo existiendo, sólo estándose quieto, sin molestar a nadie, el hombre es un agente creador del destino. Eso es lo que odio de la vida. Y el director de cine es el peor agente creador de destino del mundo. Piensa en todos esos actores y actrices a los que hacéis desgraciados cuando les rechazáis. Piensa en toda esa gente a la que tenéis que dar órdenes. El dinero que gastáis, los destinos que controláis. Yo sólo escribo libros, nunca perjudico a nadie, sólo ayudo. Pueden cogerlo y dejarlo.

– Tienes razón -dijo Malomar-. Jamás serás director. Pero tienes mucho cuento. Nadie puede ser tan pasivo.

Y, por supuesto, él tenía razón. Yo sólo quería controlar un mundo más privado.

De todas formas, me entristeció mucho su muerte. Le tenía afecto pese a que, en realidad, no nos conocíamos bien. Y además me preocupaba un poco lo que sería de nuestra película.

Doran Rudd fue a esperarme al aeropuerto. Me dijo que Jeff Wagon sería ahora el productor y que TriCultura había absorbido los estudios Malomar. Me dijo que habría muchos problemas. Camino de los estudios, me informó de toda la operación TriCultura. Me habló de Moisés Wartberg, de su mujer Bella y de Jeff Wagon. Para empezar, me contó que pensaba que no eran los estudios más poderosos de Hollywood, que eran los más odiados y que solían llamarles "estudios TriBuitrura". Que Wartberg era un tiburón y que los tres vicepresidentes eran chacales. Le expliqué que no se podían mezclar así los símbolos, que si Wartberg era un tiburón, los otros tenían que ser peces pilotos. Yo bromeaba, pero mi agente no escuchaba siquiera. Sólo dijo:

– Preferiría que llevaras corbata -le miré. Él llevaba su chaqueta de cuero negro y un jersey de cuello de cisne. Se encogió de hombros.

– Moisés Wartberg podría haber sido un Hitler semita -dijo-. Pero lo habría hecho de otra forma. Habría enviado a todos los cristianos adultos a la cámara de gas y luego habría proporcionado becas a todos sus hijos.

Cómodamente acomodado en el Mercedes 450SL de Doran Rudd, apenas escuchaba la charla de éste. Me contaba que iba a haber una gran lucha por el asunto de la película. Que el productor sería Jeff Wagon y que Wartberg se interesaría personalmente en el asunto. Me dijo también que ellos mismos habían matado a Malomar a base de acosarle. Deseché esto como típica exageración de Hollywood. Pero lo esencial de lo que Doran me contaba era que la suerte de la película se decidiría aquel mismo día. Así que en el largo viaje hasta los estudios procuré recordar lo que sabía o había oído sobre Moisés Wartberg y sobre Jeff Wagon.

Jeff Wagon era la esencia misma del productor de películas mediocres. Lo era desde la cabeza hasta la punta de sus elegantes zapatos. Había conseguido situarse en la televisión, luego se abrió paso hasta los telefilmes como una mancha de tinta se extiende en un mantel, y con el mismo efecto estético. Había hecho un centenar de telefilmes y veinte obras de teleteatro. Ninguna de ellas poseía gracia ni calidad ni arte. Los críticos, los técnicos y los artistas de Hollywood tenían un chiste clásico en el que comparaban a Wagon con Selznick, Lubitsch, Thalberg. De una de sus películas decían que tenía la marca de Dong porque una joven y malévola actriz le llamaba a él Dong.

La obra típica de Jeff Wagon era la película llena de estrellas y astros un poco deslustrados por la edad y el cansancio del celuloide y la desesperada necesidad del cheque. La gente de talento sabía que se trataba de una mala película. Wagon escogía meticulosamente a los directores. Solían ser directores vulgares con una serie de fracasos tras sí, para poder tenerles bien atados y obligarles a trabajar según su propio criterio. Lo extraño era que aunque todas las películas eran espantosas, o bien cubrían gastos o bien daban dinero, simplemente porque la idea básica era buena, desde un punto de vista comercial. En general, tenía un público asegurado, y Jeff Wagon era terrible controlando los costes. Era también terrible en los contratos, pues se embolsaba los porcentajes si la película se convertía en un gran éxito y producía mucho dinero. Y si no resultaba así, hacía que los estudios iniciasen un pleito de modo que pudiera llegarse a un acuerdo sobre los porcentajes. Pero Moisés Wartberg decía siempre que Jeff Wagon aportaba ideas sólidas. Lo que posiblemente no sabía era que Wagon robaba hasta esas ideas. Lo hacía por un procedimiento que sólo podría llamarse de seducción.

Cuando era más joven, Jeff Wagon se había mantenido fiel a su apodo tirándose a todas las aspirantes a estrellas de los estudios TriCultura. Lo lograba por un procedimiento de lo más tradicional. Si ellas aceptaban el trato, les proporcionaba un puesto en los telefilmes, en los que aparecían como camareras o recepcionistas. Si las chicas jugaban bien sus cartas, podían conseguir trabajo suficiente para mantenerse un año. Pero cuando pasó a películas más importantes, esto ya no fue posible. Con presupuestos de tres millones de dólares, no puedes andar repartiendo papeles a cambio de polvos. Así que pasó a emplear el procedimiento de dejarles ensayar un papel o de prometerles ayuda sin comprometerse nunca en firme. Y, por supuesto, algunas tenían talento y con la ayuda de él consiguieron algunos magníficos papeles en películas. Algunas se convirtieron en estrellas. En la Tierra de los Empidos, Jeff Wagon era el último superviviente.