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– Mira, lo haré por mi cuenta y sin ayuda -dijo Cully-. Si la cosa va mal, la responsabilidad es toda mía. Pero si trajese los cuatro millones de dólares, me gustaría que me nombrasen encargado general del hotel. Yo sabes que soy de los tuyos. Nunca iría contra ti.

Gronevelt lanzó un suspiro.

– Es una jugada horrible la que haces. Me fastidia que lo hagas.

– ¿De acuerdo, entonces? -preguntó Cully. Procuró borrar el júbilo de su voz. No quería que Gronevelt supiese lo ansioso que estaba.

– Sí -dijo Gronevelt-. Pero coge sólo los dos millones de Fummiro, no te preocupes del dinero que nos deben los otros. Si algo fuese mal, perderíamos sólo esos dos millones.

Cully se echó a reír, jugando su juego.

– Sólo perdemos un millón, el otro es de Fummiro. ¿No te acuerdas?

Pero Gronevelt dijo, muy serio:

– Es todo nuestro. En cuanto ese dinero esté en nuestra caja, Fummiro lo jugará y acabará perdiéndolo. Eso es lo positivo del asunto.

A la mañana siguiente, Cully llevó a Fummiro al aeropuerto en el Rolls Royce de Gronevelt. Le hizo un obsequio caro: un estuche antiguo, del renacimiento italiano, lleno de monedas de oro. Fummiro se entusiasmó, pero Cully percibió cierta curiosidad maliciosa tras sus efusiones de alegría. Por fin Fummiro dijo:

– ¿Cuándo viene usted al Japón?

– Tardaré de dos semanas a un mes -dijo Cully-. Ni siquiera el señor Gronevelt sabrá el día exacto. Usted ya comprende por qué.

Fummiro asintió.

– Sí, ha de tener mucho cuidado. El dinero le estará esperando.

Cuando regresó al hotel, Cully se puso en contacto con Nueva York, con Merlyn.

– Merlyn, viejo amigo, ¿qué te parece si me acompañas en un viaje al Japón, con todos los gastos pagados, geishas incluidas?

Hubo una larga pausa al otro lado del hilo, y luego Cully oyó que Merlyn decía:

De acuerdo.

35

Lo de ir a Japón me pareció una idea estupenda. De todos modos, tenía que estar en Los Angeles a la semana siguiente para trabajar en la película, así que allí estaría a medio camino. Y estaba peleándome tanto con Janelle que quería descansar un poco de ella. Sabía que se tomaría mi marcha a Japón como un insulto personal, y eso me complacía.

Vallie me preguntó cuánto tiempo estaría en Japón, y le dije que más o menos una semana. A ella no le importaba que fuese; nunca le importaba nada. De hecho, siempre se sentía feliz al verme marchar, y yo estaba demasiado inquieto en casa, le destrozaba los nervios. Ella pasaba mucho tiempo visitando a sus padres y a otros miembros de su familia, y se llevaba a los niños con ella.

Cuando llegué a Las Vegas, Cully estaba esperándome con el Rolls Royce en la pista misma, así que ni siquiera tuve que ir andando hasta los edificios del aeropuerto. Esto disparó algún timbre de alarma en mi cabeza.

Mucho tiempo atrás, Cully me había explicado por qué esperaba a veces a algunas personas dentro mismo del campo de aterrizaje. Lo hacía para eludir las cámaras ocultas con las que el FBI controlaba a los pasajeros.

Donde convergían todos los pasillos, en la sala de espera central del aeropuerto, había un inmenso reloj. Detrás del reloj, en cabinas especiales construidas para este fin, había cámaras cinematográficas que registraban los grupos de ansiosos jugadores que llegaban de todo el mundo a Las Vegas. De noche, el equipo de servicio del FBI repasaba la cinta y la cotejaba con su lista de personas buscadas. Ladrones de banco, estafadores, falsificadores de moneda, raptores y extorsionistas se quedaban asombrados al verse atrapados antes de tener posibilidad de jugarse sus ganancias mal habidas.

Cuando le pregunté a Cully cómo sabía esto, me dijo que tenía a un antiguo agente de alto nivel del FBI trabajando como jefe de seguridad en el hotel. Así de simple.

También me di cuenta de que Cully había conducido él mismo el Rolls. No traía chófer. Condujo el coche hasta la zona de equipajes y allí nos quedamos sentados mientras esperábamos a que sacasen mis cosas. Entonces, Cully me informó.

Primero me advirtió que no dijese a Gronevelt que íbamos a ir a Japón a la mañana siguiente. Luego me habló de nuestra misión, los dos millones de dólares en yens que tendríamos que sacar ilegalmente del Japón, y de los peligros que corríamos.

– Mira -dijo con toda sinceridad-, no creo que haya ningún peligro, pero quizás tú no pienses lo mismo. Si no quisieras ir, lo entendería.

Pero él sabía que yo no tenía ninguna posibilidad de rechazarle. Le debía el favor. En realidad, le debía dos favores. Le debía el no estar en la cárcel, y le debía el haberme entregado de nuevo mis treinta mil dólares cuando terminaron los problemas. Me los había dado en metálico, en billetes de veinte dólares, y yo había metido el dinero en cuentas de ahorro de Las Vegas. La coartada sería que lo había ganado jugando, y Cully y su gente estaban dispuestos a cubrirme. Pero nunca llegó a darse el caso. Todo el escándalo del ejército de la reserva murió.

– Siempre quise ir a Japón -dije-. No me importa ser tu guardaespaldas, ¿tengo que llevar revólver?

– ¿Quieres que nos maten? -dijo Cully horrorizado-. Si quisieran quitarnos el dinero, tendríamos que dejarles. Nuestra protección es el secreto y la rapidez de movimientos. Lo tengo todo pensado.

– ¿Entonces para qué me necesitas? -le pregunté. Sentía curiosidad y cierta inquietud. No tenía sentido.

Cully suspiró.

– El viaje a Japón es muy largo -dijo Cully-. Necesito compañía. Podemos jugar en el avión, y andar por Tokio y divertirnos un poco. Además, tú eres un gran tipo, y si se nos acerca algún raterillo aficionado puedes asustarle.

– De acuerdo -dije. Pero no me convencía del todo el asunto.

Aquella noche cenamos con Gronevelt. No tenía buen aspecto. Pero estuvo muy simpático, contando historias de sus primeros tiempos en Las Vegas. Cómo había hecho su fortuna en dólares libres de impuestos antes de que el gobierno federal enviase un ejército de espías y contables a Nevada.

– Hay que hacerse rico en la oscuridad -dijo Gronevelt. Era su constante obsesión, algo parecido al premio Nobel de Osano.

– En este país todo el mundo tiene que hacerse rico en la oscuridad -insistió-. Hay miles de pequeños negocios y tiendas que se dedican a evadir dinero, y luego las grandes empresas que crean una llanura legal de oscuridad.

Pero en ningún sitio había tantas oportunidades como en Las Vegas. Gronevelt sacudió el habano y dijo con satisfacción:

– Ésa es la fuerza de Las Vegas. Aquí puedes hacerte rico en la oscuridad mejor que en ningún sitio. Ahí está su fuerza.

– Merlyn se queda sólo por esta noche -dijo Cully-. Creo que iré a Los Angeles mañana con él a comprar antigüedades. Y de paso puedo ver a esa gente de Hollywood que nos debe dinero.

Gronevelt dio una larga chupada al habano.

– Buena idea -dijo-. Estoy quedándome sin regalos. ¿Sabes cómo se me ocurrió esa idea de hacer regalos? Pues lo leí en un libro sobre juego que se publicó en 1870. La cultura es una gran cosa.

Se levantó con un suspiro; la señal para que nos fuéramos. Veíamos el Strip desde allí, con sus millones de luces rojas y verdes, y a lo lejos las oscuras montañas del desierto.

– Él sabe que vamos -dije a Cully.

– Si lo sabe, que lo sepa -dijo Cully-. Nos veremos para desayunar a las ocho. Hay que salir temprano.

A la mañana siguiente volamos de Las Vegas a San Francisco. Cully llevaba una cartera de magnífico cuero marrón, con los cantos de metal mate. Tenía también tiras metálicas. El cierre era sólido y pesado. Tenía un aspecto formidable.

– No se abrirá -dijo Cully-. Y nos será siempre fácil localizarla entre las otras maletas.

Yo jamás había visto una maleta como aquélla, y se lo dije:

– Es antigua; la encontré en Los Angeles -me dijo Cully muy satisfecho.