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Tiré la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador sobre la mesa de Cully.

– Te la puedes quedar ya -dije.

Cully contempló largo rato la chaqueta. Luego dijo, con aire ausente:

– ¿Cambiaste todo el dinero?

– Casi todo -dije-. Ya no necesito la chaqueta. Mi mujer la odiaba tanto como tú -añadí riéndome.

Cully recogió la chaqueta.

– No es que no me guste -dijo-. Es que a Gronevelt no le gusta ver estas chaquetas por ahí. ¿Qué crees tú que fue de la de Jordan?

Me encogí de hombros.

– Quizá su mujer regalase toda su ropa al Ejército de Salvación.

Cully sopesaba la chaqueta en la mano.

– Ligera -dijo-. Pero daba suerte. Jordan ganó cuatrocientos grandes con ella. Y luego se mató. Jodido cabrón.

– Una estupidez -dije.

Cully volvió a dejar la chaqueta en la mesa. Luego se sentó y se acomodó en la silla.

– Sabes, pensé que eras un loco por rechazar sus veinte grandes. Y realmente me fastidió mucho que me convencieses de no coger los míos. Pero quizá fuese la mejor jugada de toda mi vida. Los habría perdido jugando, y luego me habría quedado hecho una mierda. Pero, sabes, cuando Jordan se suicidó me sentí orgulloso de no haber cogido aquel dinero. No sé cómo explicarlo. Pero tuve la sensación de que no le había traicionado. Ni tú. Ni Diane. Éramos todos desconocidos, y sólo nosotros tres nos preocupamos algo por Jordan. No lo suficiente, supongo. O, al menos, no significó mucho para él. Pero al final significó algo para mí. ¿No sentiste tú lo mismo?

– No -dije-. Yo simplemente no quería su jodido dinero. Sabía que iba a matarse.

Esto sorprendió a Cully.

– ¡Qué mierda ibas a saber! Merlin el Mago. No jodas.

– No lo sabía conscientemente -dije-. Pero en el fondo lo sabía. No me sorprendió cuando me lo dijiste. ¿Recuerdas?

– Sí -dijo Cully-. No pareció afectarte mucho.

Decidí dejar el tema.

– ¿Y qué me dices de Diane?

– Le afectó mucho -dijo Cully-. Estaba enamorada de Jordan. Me acosté con ella el día del funeral, sabes. El polvo más extraño de toda mi vida. Estaba completamente desquiciada, llorando y jodiendo. Me asusté muchísimo.

Hizo una pausa, y luego añadió:

– Se pasó los dos meses siguientes emborrachándose y llorándome en el hombro. Y luego conoció a aquel medio millonario carca, y ahora es toda una dama honrada en algún sitio de Minnesota.

– ¿Qué vas a hacer con la chaqueta? -le pregunté.

De pronto, Cully sonrió.

– Voy a dársela a Gronevelt. Ven, quiero que le conozcas.

Se levantó, agarró la chaqueta y salió de la oficina. Le seguí. Fuimos por el pasillo hasta otra suite de oficinas. La secretaria nos pasó al inmenso despacho de Gronevelt.

Gronevelt se levantó de su asiento. Parecía más viejo de lo que le recordaba. Debía estar ya cerca de los ochenta, pensé. Vestía impecablemente. El pelo blanco le daba un aire de actor de cine interpretando un personaje de edad. Cully nos presentó.

Gronevelt me estrechó la mano y luego dijo quedamente:

– Leí tu libro. Sigue escribiendo. Llegarás a ser un gran hombre. El libro es muy bueno.

Esto me sorprendió mucho. Gronevelt estaba metido desde hacía mucho en el negocio del juego, había sido un tipo muy peligroso en otros tiempos y aún era un hombre temido en Las Vegas. En realidad, nunca se me había ocurrido que fuese capaz de leer libros. Otro tópico roto.

Yo sabía que los sábados y los domingos eran días de mucho trabajo para hombres como Gronevelt y Cully que dirigían grandes hoteles en Las Vegas como el Xanadú. Les llegaban amigos y clientes de todos los Estados Unidos que venían a pasar el fin de semana para jugar y a quienes tenían que atender y satisfacer de diversos modos. Pensé, en consecuencia, que debía decirle adiós a Gronevelt y largarme.

Pero Cully echó en la inmensa mesa escritorio de Gronevelt la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y dijo:

– Ésta es la última. Merlyn la entregó por fin.

Me di cuenta de que Cully sonreía. El sobrino favorito tomándole el pelo al tío gruñón al que sabía cómo manejar. Y me di cuenta de que Gronevelt interpretaba su papel gustosamente. El tío que bromeaba con su sobrino que era el que más problemas causaba pero a la larga el de mayor talento y el más de fiar. El sobrino que heredaría. Gronevelt llamó a su secretaria y cuando ésta entró le dijo:

– Tráigame unas tijeras grandes.

Me pregunté dónde demonios iba a conseguir la secretaria del director del hotel Xanadú unas tijeras grandes a las seis de la tarde de un sábado. Volvió con ellas a los dos minutos justos. Gronevelt cogió las tijeras y empezó a cortar mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador. Me miró fijamente y dijo:

– No sabes la rabia que me dabais los tres cuando andabais por mi casino con estas jodidas chaquetas. Sobre todo la noche que Jordan ganó todo aquel dinero.

Me quedé mirando cómo convertía mi chaqueta en un inmenso montón de trozos de tela y luego comprendí que estaba esperando que le contestase.

– En realidad, a usted no le preocupan los ganadores, ¿verdad? -dije.

– No tenía nada que ver con lo de ganar dinero -dijo Gronevelt-. Es que era tan patético. Cully con esa chaqueta y un jugador degenerado en el corazón. Aún lo es y siempre lo será. Está en período de remisión.

Cully hizo un gesto de protesta y dijo:

– Soy un hombre de negocios.

Pero Gronevelt hizo un gesto y Cully se calló y se dedicó a contemplar los trozos de tela amontonados sobre la mesa.

– Puedo aguantar la suerte -dijo Gronevelt-. Pero la habilidad y la astucia no puedo soportarlas.

Gronevelt se dedicaba ahora al barato forro de imitación de seda, cortándolo en pequeñas tiras, pero era sólo para tener las manos ocupadas mientras hablaba. Se dirigió directamente a mí:

– Y tú, Merlyn, eres uno de los peores jugadores que he visto en mi vida, y llevo en el negocio cincuenta años. Eres peor que un jugador empedernido. Eres un jugador romántico. Te crees uno de esos personajes de la novela de Ferber en que ella tiene aquel jugador estúpido por héroe. Juegas como un imbécil. A veces te guías por los porcentajes, otras por corazonadas, otras sigues un sistema, luego a tientas o pasas de una cosa a otra. Mira, eres una de las pocas personas de este mundo a las que les diría que abandonasen por completo el juego.

Luego dejó las tijeras, me dirigió una sonrisa realmente cordial y añadió:

– Pero, qué demonios, te gusta.

Me sentía, desde luego, un poco ofendido, y él se había dado cuenta. Me consideraba un jugador muy inteligente, que mezclaba la lógica con la magia. Gronevelt pareció leer mi pensamiento.

– Merlyn -dijo-. Me gusta ese nombre. Te va muy bien. Por lo que he leído no era un gran mago, y tú tampoco lo eres.

Volvió a coger las tijeras y siguió cortando.

– Pero, dime -dijo-, ¿por qué demonios te metiste en aquel lío con ese tipo de la mesa de bacarrá?

Me encogí de hombros.

– Bueno, en realidad, yo no organicé aquel lío. En fin, ya sabe cómo son las cosas. Yo me sentía muy mal por haber dejado a mi familia. Todo iba mal. Sólo estaba buscando desahogarme con otro.

– Pues te equivocaste de tipo -dijo Gronevelt-. Te salvó el pellejo Cully, con un poco de ayuda mía.

– Gracias -dije.

– Le ofrecí el trabajo, pero no lo quiere -dijo Cully.

Eso me sorprendió. Evidentemente, Cully lo había hablado con Gronevelt antes de ofrecerme el trabajo. Y luego, comprendí de pronto que Cully tendría que contarle a Gronevelt todo lo mío. Y que el hotel me encubriría si los federales investigaban.

– Después de leer tu libro, pensé que nos vendrías bien como relaciones públicas -dijo Gronevelt-. Un buen escritor como tú.

No quise decirle que eran cosas absolutamente distintas.

– Mi mujer no querría dejar Nueva York. Tiene allí a su familia -dije-. Pero gracias por la oferta.

Gronevelt asintió con un gesto.