Изменить стиль страницы

Pero vi luego que las lágrimas rodaban por aquella piel achocolatada, y me fijé en sus largas pestañas y en sus ojos marrón suave. Y luego oí sus palabras:

– Ay, amigo -dijo-. Mi hijita murió esta mañana. Murió en ese hospital.

Empezó a desmoronarse; entonces le sostuve y dijo:

– Decían que se curaría, que las quemaduras no eran tan graves, pero al final se murió. Fui a verla y en el hospital todos me miraban, ¿comprende? Yo era su padre, ¿dónde estaba yo? ¿Qué estaba haciendo? Era como si me acusaran de lo ocurrido, ¿comprende?

Vallie tenía una botella de whisky de centeno para cuando venían a visitarnos su padre y sus hermanos. Ni Vallie ni yo solíamos beber. Pero no sabía dónde demonios guardaba la botella.

– Espere un momento -dije al hombre que lloraba ante mí-. Necesita un trago.

Encontré la botella en el armario de la cocina y serví dos vasos. Bebimos el whisky solo y de un trago y vi que se sentía mejor, que se reponía.

Mirándole, me di cuenta de que no había venido a dar las gracias a los posibles salvadores de su hija. Había venido para encontrar a alguien en quien desahogar su dolor y su sentimiento de culpabilidad. Así que le escuché pensando que no había visto mi expresión reprobatoria.

Serví más whisky. Se dejó caer cansinamente en el sofá.

– Sabe, nunca quise dejar a mi mujer y a mis hijos. Pero ella era demasiado animada, demasiado fuerte. Yo trabajaba duro. Trabajaba en dos sitios y ahorraba dinero. Quería comprar una casa y educar bien a los chicos, pero ella quería divertirse, pasarlo bien. Es demasiado fuerte, por eso tuve que irme. Intenté ver más a los críos, pero no me dejó. Si le daba dinero, se lo gastaba en ella y no en los críos. Y luego, en fin, cada vez nos separamos más, y yo me encontré una mujer a la que le gustaba vivir como vivo yo y me convertí en un extraño para mis propios hijos. Y ahora todo el mundo me acusa de la muerte de mi hijita. Como si fuese uno de esos tipos que se largan y dejan a sus mujeres sólo por divertirse.

– Quien les dejó solos fue su mujer -dije.

– No puedo reprochárselo -dijo él con un suspiro-. Si no sale de noche se vuelve loca. Y no tenía dinero para pagar a alguien que se cuidase de los niños. Yo podría haberme adaptado a ella o haberla matado.

Nada podía decir yo, sólo le miraba y él me miraba a mí. Veía su humillación al contarle todo aquello a un extraño y, además, blanco. Y entonces comprendí que yo era la única persona a quien él podía mostrar su vergüenza. Porque en realidad yo no contaba, y porque Vallie había apagado las llamas en las que ardía su hija.

– Aquella noche quiso matarse -dije.

Rompió a llorar de nuevo.

– Oh -dijo-. Quiere mucho a los niños. El que les deje solos no significa nada. Les quiere mucho a todos. Y no se lo va a perdonar a sí misma. Eso es lo que me da miedo. Va a beber hasta matarse, va a hundirse, amigo. No sé cómo ayudarla.

Yo nada podía decir a esto. En el fondo, pensaba que era un día de trabajo perdido, que ni siquiera podría repasar mis notas. Pero le ofrecí algo de comer. Terminó el whisky y se levantó para irse. De nuevo aquella expresión de vergüenza y humillación se dibujó en su cara al agradecer una vez más lo que Vallie y yo habíamos hecho por su hija. Y luego se fue.

Cuando Vallie volvió a casa aquella noche con los chicos, le conté lo ocurrido y ella se metió en el dormitorio y se puso a llorar mientras yo hacía la cena para los niños. Y pensé en cómo había condenado a aquel hombre sin conocerle, sin saber nada de él. Cómo le había colocado en un marco extraído de los libros que había leído, entre los borrachos y los drogadictos que habían venido a vivir con nosotros en la urbanización. Le imaginé huyendo de los suyos a otro mundo no tan pobre y tan negro, escapando del círculo de los condenados irremisiblemente en el que había nacido. Pensé que había dejado morir a su hija en un incendio. Jamás se perdonaría a sí mismo, su juicio sería mucho más severo que aquel en el que yo, en mi ignorancia, le había condenado.

Luego, una semana después, una pareja de la casa de enfrente tuvo una pelea y él le cortó el cuello a ella. Eran blancos. Ella tenía un amante secreto que se negaba a seguir siendo secreto. Pero la herida no fue mortal, y la esposa descarriada tenía un aspecto teatralmente romántico, con las grandes vendas blancas en el cuello, cuando iba a recoger a sus hijos a la parada del autobús escolar.

Comprendí que nos iríamos de allí en el momento justo.

16

En la oficina de la Reserva, el negocio de los sobornos iba viento en popa. Y, por primera vez en mi carrera como funcionario, recibí una calificación de «excelente». Debido a mis actividades fraudulentas, había estudiado todas las complicadas normas nuevas, y me había convertido en un administrativo eficiente, el mejor especialista en aquel campo.

Debido a estos conocimientos especiales, había ideado un sistema mejor para mis clientes. Cuando terminaban su servicio activo de seis meses y volvían a mi unidad de la Reserva, para las reuniones y el campamento de verano de dos semanas, les hacía desaparecer. Para esto ideé un sistema absolutamente legal. Podía ofrecerles la posibilidad de que después de cumplir su servicio activo de seis meses pasaran a ser simples nombres en las listas de inactivos de la Reserva, a quienes sólo se llamaría en caso de guerra. Nada de reuniones semanales ni de campamentos de verano una vez al año. Mi precio subió. Otro ingreso extra: cuando me libraba de ellos, disponía de un valioso puesto libre.

Una mañana abrí el Daily News y allí, en primera página, había una gran fotografía de tres jóvenes. A dos de ellos les había alistado el día anterior. Doscientos pavos cada uno. Me dio un vuelco el corazón y me sentí enfermo. ¿Qué podía ser si no la denuncia de todo el asunto? Se había descubierto el pastel. Tuve que obligarme a leer el artículo. El tipo del centro era hijo del político más importante del estado de Nueva York. Y en el artículo se aplaudía el patriótico alistamiento del hijo del político en la Reserva. Eso era todo.

De cualquier modo, aquella fotografía me asustó. Me imaginé en la cárcel y a Vallie y a los niños solos. Sabía muy bien que el padre y la madre de Vallie se harían cargo de ellos, pero yo no estaría allí. Perdería a mi familia. Pero luego, cuando llegué a la oficina y se lo conté a Frank, se echó a reír y lo consideró un chiste magnífico. Dos de mis clientes de pago en la primera página del Daily News. Sencillamente genial. Recortó la fotografía y la colocó en el tablero de su unidad del ejército de la Reserva. Era una broma entre nosotros. El comandante creyó que lo había colocado en el tablero para fortalecer la moral de la unidad.

De alguna forma, aquel miedo injustificado hizo que bajara la guardia. Empecé a creer, como Frank, que el negocio duraría siempre. Y podría haber durado, de no ser por la crisis de Berlín, que indujo al presidente Kennedy a llamar a filas a cientos de miles de militares de la Reserva. Acontecimiento sumamente desafortunado para mí.

La oficina se convirtió en un manicomio cuando llegó la noticia de que estaban reclutando a las unidades de la Reserva para un año de servicio activo. Los que habían pagado por meterse en el programa de seis meses, estaban desquiciados. Se pusieron furiosos. Y lo que más les dolía era que ellos, los jóvenes más listos del país, flamantes abogados, hábiles especialistas de Wall Street, genios de la publicidad, se veían burlados por la más estúpida de todas las criaturas: el ejército de Estados Unidos. Se habían dejado engañar vilmente con el programa de seis meses, sin prestar atención a la remota posibilidad de que pudiesen llamarles al servicio activo y enrolarlos de nuevo en el ejército. Los chicos listos de la ciudad habían picado como palurdos. A mí tampoco me agradaba gran cosa el asunto, aunque me felicitaba por no haber querido ingresar nunca en la Reserva por el dinero fácil. Aun así, mi negocio se hundía. Se acababan los ingresos de mil dólares mensuales libres de impuestos. Y tenía que trasladarme muy pronto a mi nueva casa de Long Island. Pero, aun así, no me di cuenta en ningún momento de que aquello precipitaría la catástrofe que hacía tanto preveía. Estaba demasiado ocupado con el enorme trabajo administrativo que tenía que hacer para pasar oficialmente mis unidades al servicio activo.