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Por supuesto, él sabía muy bien lo que yo iba a hacer. Sabía que iba a romper los recibos, pero sin decírselo, para que nunca pudiera estar seguro. Para que no pudiese modificar los archivos del casino, eliminar la prueba de que el casino me debía el dinero. Esto significaba que yo no confiaba del todo en él, pero lo aceptó sin problemas.

– Te tengo preparada una gran cena para esta noche con algunos amigos -dijo Cully-. Irán dos de las damas más guapas del espectáculo.

– No quiero mujeres -dije.

Cully se sorprendió.

– Dios mío; pero ¿es que después de tantos años aún no te has cansado de joder sólo con tu mujer?

– No -dije-. No me he cansado.

– ¿Crees que vas a serle fiel toda la vida? -dijo Cully.

– Sí, claro -dije, riéndome.

Cully meneó la cabeza, riéndose también.

– Entonces debes ser de verdad Merlin el Mago.

– El mismo -dije.

Así que cenamos los dos solos. Y luego Cully me acompañó a todos los casinos de Las Vegas, donde compré fichas de mil dólares. Mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador resultó realmente de gran utilidad. En los casinos bebimos con los jefes de sección y los encargados y las chicas de los espectáculos. Todo el mundo trataba a Cully como persona importante, y todos tenían chismes e historias que contar sobre Las Vegas. Fue divertido. Cuando volvimos al Xanadú, deposité mis fichas en caja y me dieron un recibo de quince mil dólares. La metí en la cartera. No había jugado nada en toda la noche. Cully no me dejaba un momento.

– Tengo que jugar un poco -dije.

Cully sonrió maliciosamente.

– Claro, claro. Pero si pierdes quinientos pavos, te rompo un brazo.

En la mesa de dados, saqué cinco billetes de cien dólares y los cambié por fichas. Hice apuestas de cinco dólares a todos los números. Gané y perdí. Volví a mis viejos hábitos de juego, pasando de los dados al veintiuno y a la ruleta. Jugué de forma suave, tranquila, indiferente, haciendo pequeñas apuestas, ganando y perdiendo. A la una de la madrugada, metí la mano en el bolsillo, saqué dos mil dólares y compré fichas. Cully no decía nada.

Metí las fichas en el bolsillo de la chaqueta, me acerqué a la caja y las cambié por otro recibo. Cully estaba apoyado en una mesa de dados vacía, observando. Cabeceó aprobatoriamente.

– Así que has conseguido superarlo -dijo.

– Merlin el Mago -dije-. No soy uno de tus sucios jugadores empedernidos.

Era cierto. No había sentido la antigua emoción. Tenía dinero suficiente para comprarle una casa a mi familia y tener reserva en el banco para situaciones de emergencia. Tenía buenas fuentes de ingresos. Volvía a ser feliz. Amaba a mi mujer y estaba trabajando en una novela. Jugar era divertido. Nada más. Sólo había perdido doscientos dólares en toda la velada.

Cully me llevó a la cafetería a tomar unas hamburguesas y un vaso de leche.

– Tengo que trabajar durante el día -dijo-. ¿Puedo confiar en que no jugarás?

– No te preocupes -dije-. Estaré ocupado comprando fichas por toda la ciudad. Bajaré la cuota y compraré fichas de quinientos dólares para que se note menos.

– Buena idea -dijo Cully-. En esta ciudad hay más agentes del FBI que talladores.

Hizo una pausa.

– ¿Estás seguro de que no quieres una compañera para esta noche? -añadió-. Tengo verdaderas bellezas.

Tomó uno de los teléfonos interiores de la repisa de nuestro reservado.

– Estoy demasiado cansado -dije.

Y era cierto. Pasaba de la una en Las Vegas, pero en Nueva York eran las cuatro y yo aún seguía en tiempo de Nueva York.

– Si necesitas algo, no tienes más que subir a mi oficina -dijo-. Puedes subir también si te apetece charlar un rato.

– De acuerdo, así lo haré -dije.

Al día siguiente me desperté hacia el mediodía y llamé a Vallie. No contestó nadie. Eran las tres de la tarde en Nueva York y era sábado. Vallie habría llevado a los chicos a casa de sus padres, a Long Island. Así que llamé allí y contestó su padre. Me hizo algunas preguntas suspicaces sobre mis actividades en Las Vegas. Le expliqué que trabajaba en un artículo. No pareció demasiado convencido, y por fin se puso Vallie al teléfono. Le expliqué que volvería en el avión del lunes y que iría en taxi desde el aeropuerto.

Tuvimos la charla normal de marido y mujer en tales casos. El teléfono me resultaba odioso. Le dije que no volvería a llamarla porque era una pérdida de tiempo y de dinero, y dijo que estaba de acuerdo. Sabía que iría también al día siguiente a casa de sus padres y no quería llamarla allí. Me daba cuenta también de que me irritaba que se fuese con sus padres. Eran celos infantiles. Vallie y los chicos eran mi familia. Me pertenecían; eran la única familia que tenía, salvo Artie. Y no quería compartirlos con los abuelos. Sabía que era una estupidez, pero aun así, no volvería a llamar. Qué demonios, eran sólo dos días; y siempre podía llamarme ella.

Me pasé el día recorriendo los casinos de la ciudad, por el Strip, y los garitos del centro. Cambié allí mi dinero por fichas de doscientos y trescientos dólares. Jugué además un poco en cada casino.

Me encantaba el calor seco y ardiente de Las Vegas, así que fui andando de un casino a otro. Comí tarde en el Sands, junto a una mesa donde unas lindas putas tomaban su ágape antes de ir al trabajo. Eran jóvenes, guapas y animadas. Dos de ellas llevaban chaquetas de montar. Se reían mucho y se contaban historias y chismes como adolescentes. No me prestaban la menor atención, y comí como si yo tampoco les prestase ninguna atención a ellas. Pero procuré escuchar su conversación. Una vez por lo menos creí oír que mencionaban el nombre de Cully.

Volví en taxi al Xanadú. Los taxistas de Las Vegas son serviciales y amistosos. Aquél me preguntó si quería divertirme un poco y le contesté que no. Cuando llegamos, me deseó un día agradable y me dio el nombre de un restaurante donde hacían buena comida china.

En el casino del Xanadú cambié las fichas de los otros casinos por recibos que guardé en la cartera. Tenía ya nueve recibos y sólo me quedaban poco más de diez mil en efectivo para cambiar. Saqué el dinero de la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y lo metí en una chaqueta normal. Eran todos billetes de cien y cabían perfectamente en dos sobres blancos de longitud normal. Luego, me eché al brazo la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y subí a la oficina de Cully.

Toda un ala del hotel estaba ocupada por las oficinas administrativas. Seguí el pasillo y tomé luego otro en que había un letrero que decía: «Oficinas Ejecutivas». Llegué por fin hasta un letrero que decía: «Asesor Ejecutivo del Director». En la oficina exterior había una joven secretaria muy linda. Le di mi nombre, y ella lo comunicó a la oficina interna. Cully salió en seguida y me dio un gran apretón de manos y un abrazo. Su nueva personalidad aún me desconcertaba. Era demasiado expansivo, demasiado extrovertido, aquella no era la relación que habíamos tenido antes.

Tenía una suite realmente elegante, con un sofá y mullidos sillones, luces bajas y cuadros en las paredes, óleos originales. No pude determinar si eran buenos o malos. Había también tres pantallas de televisión funcionando. En una se veía un pasillo del hotel. Otra mostraba las mesas de dados del casino en acción. En la tercera pantalla se veía la mesa de bacarrá. Mirando la primera pantalla, pude ver a un tipo que abría la puerta de su habitación, allí en el pasillo, y hacía entrar a una joven a la que palmeó en las nalgas.

– Son mejores programas que los que yo veo en Nueva York -dije.

Cully asintió.

– Tengo que controlar lo que pasa en este hotel -dijo.

Pulsó botones en un cuadro de control de su escritorio y las tres imágenes de las pantallas de televisión cambiaron. Vimos entonces una sección del aparcamiento del hotel, una mesa de veintiuno en acción y al cajero de la cafetería ingresando dinero.