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Exactamente así nos sucedió a nosotros.

– ¡Brujería! -aulló de pronto Ilir con toda la voz que le cabía en el pecho y se abalanzó sobre el objeto, lo cogió con la mano y lo alzó sobre su cabeza.

– Brujería, brujería -aullamos también los demás y, sin comprender la causa, nos lanzamos a todo correr callejón abajo. Ilir iba el primero y todos los demás aullábamos, gritábamos, gemíamos de gozo, miedo y terror a la vez. Los postigos de las ventanas comenzaron a abrirse con estrépito uno tras otro y las mujeres y las viejas asomaban asustadas las cabezas y preguntaban:

– ¿Qué es lo que pasa?

– Brujería, brujería -aullábamos nosotros, corriendo enajenados arriba y abajo por el barrio, con gritos y aspavientos.

Doña Pino se asomó a la ventana persignándose; la hermosa nuera de Nazo sonrió con sus grandes ojos. Mane Voco sacó el largo cañón de la espingarda por el ventanuco de la buhardilla, mientras que Isa sonrió con sus gafas grandes como dos soles.

– Ilir -gritaba la mujer de Mane Voco, golpeándose el rostro y tratando de seguirnos-, Ilir, pobrecito mío, tira eso, ¡tíralo!

Pero Ilir no la escuchaba. Tenía los ojos desorbitados, lo mismo que los demás y corría seguido por todos nosotros.

– Brujería, brujería.

Nuestras madres nos llamaban desde las ventanas, desde las puertas, por encima de las tapias. Se golpeaban las mejillas, nos amenazaban, gemían, pero nosotros seguíamos corriendo y no soltábamos aquel paquete maléfico. Nos parecía que en aquel atadijo de trapos asquerosos llevábamos la angustia de la ciudad.

Finalmente nos cansamos. Nos detuvimos en la plaza de Zaman, sudorosos, cubiertos de polvo, casi sin aliento, a punto de reventar con aquel enorme regocijo.

– ¿Qué hacemos ahora? -dijo uno.

– Vamos a quemarlo. ¿Tiene alguien cerillas?

En efecto, alguien tenía.

Ilir prendió fuego al paquete y lo tiró al suelo. Mientras ardía, comenzamos a gritar otra vez; después nos desabrochamos las braguetas y nos pusimos a orinar sobre él chillando y salpicándonos unos a otros de puro contento.

El agua del aljibe no espumeaba.

– La han embrujado -dijo Xexo-. Cambiad el agua inmediatamente; de lo contrario, vosotros mismos os buscaréis la perdición.

Cambiar el agua era una labor pesada y difícil. Papá dudaba. La abuela y las mujeres del barrio que cogían agua de casa insistían en que había que hacerlo. Habían reunido entre ellas algún dinero y estaban dispuestas además a trabajar todo el día con los obreros de la limpieza.

Por fin se decidió. Comenzó el trabajo. Los obreros subían y bajaban con cuerdas, llevando fardos en las manos. Los cubos se vaciaban uno tras otro. El agua vieja salía para dejar su sitio al agua nueva.

Javer e Isa fumaban en la escalera, se decían algo y reían.

– ¿De qué os reís? -dijo Xexo-. Mejor será que cojáis un cubo.

– Ese trabajo es como el de las pirámides de Egipto -dijo Javer.

La nuera de Nazo sonrió.

El ruido de los cubos era ensordecedor.

– Un mundo nuevo y no agua nueva es lo que hace falta -dijo Javer.

Isa se echó a reír.

Su padre los miró con gesto de reproche. La abuela bajaba la escaleras, sosteniendo una bandeja llena de tazas de café.

Los obreros bebían el café de pie, tomando aliento con dificultad. Estaban pálidos por la falta de oxígeno en el fondo del depósito. A uno de ellos lo llamaban Omer. Cuando bajaba, yo acercaba la cabeza a la boca del aljibe y gritaba su nombre.

«Oomeer», contestaba el depósito. Vacio, tenía una voz gruesa y ronca, como si estuviese resfriado.

– ¿Sabes tú quién fue Omer u Hornero? -me preguntó ha.

– No. Dímelo tú.

– Fue un viejo poeta griego, ciego.

– ¿Quién le sacó ¿os ojos, los italianos?

Ambos rieron.

– Escribió libros maravillosos sobre monstruos de un solo ojo y sobre una ciudad llamada Troya y un caballo de madera.

Asomé la cabeza a la boca del aljibe.

– Hornero -grité.

En el aljibe se fundían fragmentos de luz y oscuridad.

«Hoomeeroo», me repitió. Me pareció escuchar el ruido del bastón del ciego golpeando el suelo.

– ¿Qué haces en medio molestando? -dijo Xexo entre el estruendo de los cubos.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

…mientras Japón se prepara para atacar a la India y Australia. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Es llevado a juicio por impago de deudas Gole Ballom, del barrio de Varosh. La subasta del mobiliario de la casa de L. Xuano tendrá lugar el domingo. Emitidas órdenes de arresto contra las ancianas H.Z. y C.V., acusadas de prácticas de brujería. Notifico a los lectores que la causa de que el número anterior del periódico resultara deficiente y con erratas ha sido mi padecimiento estomacal. El redactor jefe. Son expulsados del liceo nuevos elementos perturbadores. Ha llegado a nosotros cierto número de quejas de padres de alumnos acerca del maestro Qani Kekez. Los métodos pedagógicos del señor Kekez son verdaderamente asombrosos. Durante la clase de anatomía, este señor descuartiza gatos ante los ojos de los alumnos causando el terror de los pobres muchachos. La última vez, el gato masacrado se le escapó de las manos y se lanzó sobre los pupitres con las tripas fuera. La señorita Lejía Karllashe, hija del respetable propietario de la fábrica de curtidos Mak Karllashe, partió ayer hacia Italia. Aprovechamos la ocasión para ofrecer el horario de salidas del vapor de la línea Durres-Bari. Direcciones de las comadronas de la ciudad. Precio del pan. Noticia de nacimientos, casamientos y defunciones.

IV

– Has adelgazado -dijo la abuela-. Tienes que ir unos día con el babazoti. Me gustaba porque el lugar era más alegre y más agradable y sobre todo porque allí no se pasaba hambre como en nuestra casa. En nuestra gran casa, quizás a causa de los corredores, de los porches, de las alacenas, de las bovedillas, el hambre se hacía sentir aún más. Además, nuestro barrio era de color gris, con las casas apretadas, casi montadas unas sobre otras. Allí todo estaba establecido, fijado de una vez y para siempre, desde hacía cientos de años. Las calles, las esquinas, los rincones, los umbrales de las casas, los postes del teléfono y todo lo demás, estaban como estampados en la piedra, a distancias determinadas al milímetro, mientras que en casa de mi abuelo materno nada era rígido. Allí todo era leve y cambiante. Las calles y los callejones parecían olvidar el lugar por donde habían pasado una semana antes y con toda parsimonia y sin escándalo se desviaban a derecha o izquierda. Quizás esto sucedía porque allí no había empedrado, sino tierra suelta. Además el suelo era resbaladizo. El paisaje, allí, se parecía a los hombres: uno podía verlo, con el cambio de las estaciones, engordar o adelgazar, aclararse u oscurecerse, embellecerse o afearse. En cambio, nuestro barrio era prácticamente indiferente a este discurrir.

Lo más asombroso de todo era que este barrio no tenía más que dos casas, la del babazoti y otra más a unos doscientos pasos de distancia. Todo alrededor, las pendientes escarpadas se cubrían de arbustos y de hierbas silvestres. Unas cuantas rocas y grandes piedras, rodadas tiempo atrás quién sabe de qué procedencia y desperdigadas caprichosamente entre los matojos y la hierba escasa, acentuaban su aspecto desértico. El barrio en cuestión era una de la partes de la ciudad que moría ante los ojos de todos. No era casual que las calles y callejas fueran aquí móviles y provisionales, como si estuvieran impacientes por abandonar definitivamente el lugar. Como tampoco era casual que los matorrales se tornaran cada vez más insolentes, brotando en el lugar más inesperado: en mitad del camino, junto a la fuente, en el interior del patio; uno incluso intentó crecer justo en el umbral de la puerta. No hace falta decir que esta osadía suya, loca y prematura, le costó la vida.