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– ¿Quién es ésa? -pregunté a la abuela un poco turbado.

– La inquilina. Hace una semana que le hemos alquilado la habitación de la esquina.

Margarita sonrió entre los tiestos y preguntó:

– ¿Es su nieto?

– Sí.

Sentí que me ardían las orejas y salí del patio a la carrera. Estaba parado en la puerta exterior cuando oí un rumor de alas. Susana, pensé.

– ¿Ya has venido?

Llevaba un vestido claro que la hacía parecer aún más delgada y ligera. Tenía el cabello peinado de un modo nuevo.

– Eh -dijo-. Cuéntame.

Todo el ansia de contar que había sentido se desvaneció de pronto.

– ¿Qué quieres que te cuente? No hay nada que contar.

– ¿No hay nada que contar? -exclamó ella con asombro, como si hubiera escuchado la cosa más increíble del mundo.

– Algo de brujería -dije.

– ¿Brujería? ¿Cómo? Cuéntamelo.

– Unos cuantos hechizos.

– ¿No quieres hablar?

Guardé silencio.

– ¿Por qué no quieres hablar? Cuéntame lo de la brujería o lo de los italianos.

Callé.

– Eres tonto de verdad. Extraordinariamente.

– Así es, extraordinariamente.

De pronto saqué del bolsillo la lente redonda y me la puse en el ojo, apretándola entre el pómulo y la ceja. Para conseguir sujetarla debía torcer la cara y mantener el cuello tenso como un palo. A Susana le disgustaba mucho eso.

– ¡Qué horrible! -dijo.

– Me da la gana.

– ¿Por qué te pones tan feo?

– Porque quiero.

Comencé a moverme lentamente con el cuello rígido y la cara torcida, apretando todos los músculos para que no se me cayera el cristal. Ella me miraba con desprecio. Pero olvidé en seguida mi inexplicable enfado contra ella y, con deseos de exhibirme, entré con la lente en el ojo en el cobertizo de los gitanos, entre los gritos de sorpresa, de admiración y de temor que mi mascarada ocasionaba habitualmente entre ellos. Al salir sentí que se me entumecía la cara y que era incapaz de continuar sosteniendo el cristal; así que me lo quité y lo guardé en el bolsillo.

Susana, al ver que me quitaba la lente, se me acercó de nuevo y me dijo en tono conciliador.

– ¿Por qué vienes siempre enfurecido de ese barrio tuyo?

La miré con intensidad y noté que su semblante limpio estaba más cerca de la sonrisa que del enojo. Dio un paso más hacia mí.

– Estoy muy sola aquí. Me aburro.

Comprendió que iba a decir algo y quiso adelantarse a mis palabras de reconciliación con una sonrisa, pero en ese instante, como impulsado por algo ciego e irresistible, le grité en un tono que a mí mismo me resultó extraño, imitando la voz de los soldados italianos:

– Che putana!

Se llevó la mano a la boca, dio un paso al frente, luego dos más, se volvió de pronto después y se marchó corriendo entre los matorrales con sus largas piernas.

Quedé solo e inmóvil un rato, aturdido. Mi frente estaba cubierta de sudor. Me obligó a volver en mí la voz de la abuela, que me llamaba para almorzar.

Durante los cuatro días que permanecí esa vez con el babazoti, no volví a ver a Susana. A veces me parecía sentir un murmullo en algún lugar, que no venía de ninguna dirección precisa, pero no logré verla nunca.

La vieja casa del abuelo se había vuelto más diáfana, aunque se aproximara el otoño, los rosales se agostaran en el patio y el lugar apareciera cada día más desierto. Eran las últimas noches en que los gitanos tocaban sus violines. En el patio oscuro, el abuelo, después de haber pasado toda la tarde leyendo sus librotes, chupaba la pipa, semitumbado en la otomana. Me sentaba como de costumbre en una silla cerca de él, pero no pensaba tanto en el tabaco y en los libros turcos, pues sucedía que junto a mí estaba sentada Margarita, con su brazo alrededor de mi cuello. El cielo estaba completamente oscuro y de vez en cuando resbalaba por sus abismos alguna estrella.

– Ha caído una estrella -decía Margarita en voz baja-. ¿La has visto?

Yo asentía con la cabeza.

En verdad, la caída de una estrella no me causaba en ese momento más impresión que la de un botón, pues los espesos cabellos de Margarita caían sobre mi cuello y de ellos, lo mismo que de todo su cuerpo, llegaba hasta mí un aroma suave, turbador, que no tenían ni mamá, ni la abuela, ni mis tías, que no tenía semejanza con ninguno de los olores placenteros que me gustaban, incluyendo los de los mejores guisos.

Había refrescado y el abuelo se levantaba de la otomana más pronto que en las noches de verano. Todos los demás se levantaban tras él; los gitanos guardaban los violines en las fundas y durante un instante se hacía el silencio. Después relampagueaba en algún extremo del horizonte y la abuela decía:

– Mañana tendremos lluvia.

– Buenas noches -decían los gitanos que se retiraban a su alojamiento.

– Buenas noches -decía el apacible marido de Margarita.

– Buenas noches -repetía Margarita con su voz cálida.

– Buenas noches -contestaban todos, uno tras otro.

Después de todos, adormilado, también yo decía «buenas noches» y entonces los viejos escalones crujían durante un rato, hasta que todo se tranquilizaba y quedaba envuelto por el sueño.

En ese momento se revitalizaban los techos de la casa. Los movimientos de los ratones, al comienzo tímidos y aislados, se volvían progresivamente más rápidos y arrojados, hasta transformarse en una horda incontenible que se trasladaba con estruendo de un extremo a otro del desván. A medida que transcurrían los minutos se iban pareciendo más a las hordas de Gengis Khan, que yo había visto en el cine. Ahora se agrupaban en las profundidades de Asia (Asia era el techo de Margarita). Sin duda se preparan. Un breve silencio. Según parece, Gengis Khan pronuncia un discurso. Señala con la mano hacia las fronteras de Europa (el techo del pasillo). Las hordas parten. El estruendo crece. Los techos crujen. Ya han traspasado las fronteras de Europa. El ruido alcanza su cénit. Los tenemos ya sobre nuestras cabezas. Terror. Destrucción. Seguidamente la horda toma otra dirección. De la lejana Asia llega un correo anunciando la rebelión de una tribu. La horda parte de nuevo en la dirección de donde vino. Vuelve a atravesar la frontera. Ya está en Asia. Tiene lugar allí una zarracina. Y debajo duerme Margarita. Gengis Khan debe cesar ya el ataque. ¿Es que no sabe que turba el sueño de Margarita? Pero él no hace caso. Cuando hay guerra no se duerme, grita. Y el combate prosigue.

Por la mañana, la abuela me puso la mano en la frente.

– Anoche hablabas en sueños -dijo-. ¿No tendrás fiebre?

– No.

Era el cuarto y último día de mi estancia allí. Después del desayuno me marché. De regreso a casa, llevando conmigo un pedazo enorme de empanada que la abuela me había envuelto cuidadosamente y el nombre de Margarita (la empanada la llevaba en la mano, el nombre de Margarita ni yo mismo sabía donde lo llevaba), vi a unos escolares que ascendían el camino de Varosh. Parecían muy turbados y tenían el rostro demudado. Por lo visto, su maestro, Qani Kakez, había vuelto a matar un gato durante la clase.

Ni en casa ni en el barrio había cambiado nada, pero en la llanura, al otro lado del río, estaba ocurriendo algo. Lo primero que saltaba a la vista era la desaparición de las vacas que habitualmente pastaban en aquel lugar. Además, estaban retirando los almiares de hierba. Unos cuantos camiones iban y venían por el llano. Por fin, poco a poco, alcanzaba a vislumbrarse algo. Una palabra nueva, completamente desconocida, creada a partir de las palabras «aire» y «puerto», se escuchaba aquí y allá. Por fin, todo se aclaró: en la llanura, del otro lado del río, a los pies de la ciudad, se estaba construyendo un aeropuerto.

Los transeúntes se detenían a menudo en las calles y callejas, se volvían hacia el río y observaban pensativos durante largo rato.