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Había hecho su aparición un nuevo invitado. Era un invitado extraordinario, tendido en el llano, casi invisible. Si no hubieran quitado las vacas y los montones de hierba, quizá no se hubiera percibido siquiera su llegada. Sentía nostalgia de las vacas.

– ¿Y por qué se llama aeropuerto?

Los ojos grises de Javer quedaron pensativos.

– Porque es para los aeroplanos como un puerto, a través del cual entran en la ciudad.

Un invitado, ¿para bien o para mal? Había llegado boca abajo, sin ruido. Miles de ojos perplejos lo observaban sin acabar de entender su aparición. Tendido sobre la explanada en toda su longitud, incomprensible y peligroso, desde ese momento iba a perturbamos a todos.

– Preparativos de guerra.

– Quizá. También es posible que sea para defender la ciudad.

– No lo creo. Es un signo de guerra.

– Quizá. No obstante, mucha gente ha encontrado trabajo allí y gana dinero.

– Ese dinero es una deuda con la muerte.

Era una conversación entre dos desconocidos.

Entretanto se hablaba cada vez más del aeropuerto. Y sólo cuando se utilizó por primera vez la expresión «el campo del aeropuerto», la gente se apercibió de que hasta entonces aquel llano no había tenido nombre. Como si durante largo tiempo hubiese estado esperando los aviones para ser bautizado.

V

Al regresar de casa del abuelo era perceptible que en el barrio la irrupción de la brujería había remitido casi por completo. La limpieza de nuestro aljibe había terminado igualmente. Liberado por fin de las fuerzas oscuras, se llenaba ahora de agua nueva que borboteaba gozosa por los aleros del tejado. Me agaché sobre su boca y grité. El aljibe, aunque lleno de agua nueva y desconocida, me respondió de inmediato. Su voz era la misma, tan sólo un poco más fina. Esto significaba que todas las aguas del mundo, con independencia del trozo de cielo del que procedieran, hablaban la misma lengua.

Aparte de la retirada de las vacas del campo al otro lado del río, no había sucedido ninguna otra cosa inquietante si no se contaba la desaparición repentina del gato de doña Pino.

Desde la ventana de su casa, doña Pino hablaba de ello a la mujer de Bido Sherif, que se había asomado a la ventana con las manos enharinadas.

– Te lo digo yo, te lo ha robado él. No deja un gato vivo ese maldito maestro. Él te lo ha quitado.

– ¿Qué otro sino él? Es la hecatombe.

Estaba claro que hablaban de Qani Kekez.

– Eso tiene la escuela, querida doña Pino, tiene muchas cosas buenas, pero sobre todo malas. Llega ese maldito y te roba el gato.

– Eso mismo -dijo doña Pino-. Ya ni el gato va a poder salir a la puerta. Es la hecatombe.

– Pues eso no es nada -dijo la mujer de Bido Sherif-. Espera y verás cómo un día de éstos se echa también sobre las personas con el cuchillo en ristre. ¿Has visto qué ojos tiene? Rojos de sangre.

La mujer de Bido Sherif se sacudió las manos provocando una nube de harina, que resultó rojiza bajo los rayos del sol.

– ¡Es la hecatombe! -dijo doña Pino- ¿De qué habremos de guardarnos antes?

El cierre de los postigos por ambas partes fue la muestra de que la conversación había terminado. No tenía nada que hacer y me puse a mirar la calle. Un gato saltó desde un tejado y cruzó velozmente al otro lado. El hijo de Nazo, Maksut, regresaba del mercado. Otra vez llevaba una cabeza cortada bajo el brazo. ¿De quién sería la cabeza? Aparté la vista para no obsesionarme.

Quise recordar a Margarita pero, para mi sorpresa, no conseguía representarme bien su cara. Un día antes lo recordaba todo con claridad. En dos o tres ocasiones me había rondado la idea. ¿Sabría ella acaso que yo traía y llevaba su nombre, sus cabellos, sus manos, por toda la casa, por las paredes, por los techos? ¿No sentiría dolor por ello?

El día anterior había sentido deseos de contar a Ilir algo sobre ella.

– En casa del abuelo vive ahora una mujer muy guapa -le dije.

No le causaron ninguna impresión mis palabras y no respondió. Le volví a mencionar a Margarita poco después. Tampoco esa vez mostró interés alguno. Tan sólo me preguntó.

– ¿Tiene las mejillas rojas?

– Sí -le dije sin turbarme-. Rojas.

En realidad no me acordaba de qué color tenía las mejillas Margarita. En el mismo instante en que Ilir me lo preguntaba, la cara de Margarita se me difuminó de pronto. Pasó un día más y la nitidez de su imagen no regresaba. La estaba olvidando.

– Cuando me acordé de ella por tercera vez, volví a mencionársela a Ilir. Él me miró durante un rato. Ahora dirá algo, pensé con cierta satisfacción.

– ¿Sabes? -dijo-. Anoche le quité las ligas a mi madre para hacer gomas. Las está buscando por todas partes. Guárdalas tú unos días, no vaya a ser que me las encuentre.

Me guardé las ligas en el bolsillo.

Ya no pasaba nadie por la calle. Recordé que Javer me había prometido dejarme un libro. Me levanté y salí.

Javer estaba solo en casa. Fumaba un cigarrillo y silbaba una melodía.

– Me dijiste que ibas a dejarme un libro.

– Sí, signore. Ahí tienes los libros, elige.

De la pared colgaba un estante con libros. Me aproximé y los miré ensimismado. Nunca había visto tantos.

– Esto de aquí es el nombre del autor, es decir, del que ha escrito el libro, y esto el título. Mucho me temo que ninguno de estos libros te guste.

Hurgué entre ellos durante un buen rato. La mayor parte de los títulos no tenía sentido.

– Dame ése que ha escrito uno que se llama Jung -le dije.

Javer soltó una carcajada..

– ¿Tú vas a leer a Jung?

– ¿Y por qué no? Escribe sobre la brujería, ¿no es eso?

Javer se echó a reír de nuevo. Me molestó y quise marcharme, pero no me dejó.

– Anda, coge algún otro -dijo-. A Jung no lo consigo entender ni yo. Además no está en albanés.

Me puse otra vez a hojear los libros, lo que volvió a llevarme un buen rato. Javer fumaba y silbaba. Finalmente encontré uno en cuya primera página leí las palabras «espíritu», «brujas», «asesino primero» e incluso «asesino segundo».

– Mira, me llevo éste -le dije sin mirar siquiera el título.

– ¿Macbeth? Es fuerte para ti.

– Quiero éste.

– Cógelo -dijo-, pero no me lo pierdas.

Me marché casi corriendo y empujé la puerta de la casa. Me admiraba el hecho de tener un libro en las manos. En nuestra enorme casa había toda clase de cosas: ollas de cobre, calderos, fuentes metálicas de todos los tamaños, artesas de madera y de piedra, ganchos de hierro, vigas, bolas de hierro (de una de ellas se decía que era un obús de cañón), dagas con el mango repujado, toneles, baúles antiguos, ruedas de molino, enorme variedad de cubos y de ganchos, recipientes para la cal, cántaros de cobre, cazos de café, cacharros de porcelana, baldes, un fusil de pedernal, infinidad de trastos viejos y asombrosos. Una sola cosa faltaba en nuestra casa: libros. Aparte de un descifrador de sueños todo avejentado y amarillo, no había ningún otro papel impreso.

Cerré la puerta y subí la escalera a toda prisa. En el salón no había nadie. Me senté junto a la ventana, abrí el libro y comencé a leer. Avanzaba muy despacio, sin entender prácticamente nada. Llegué a un cierto punto y volví de nuevo al principio. Algo comenzaba a captar. Tenía una enorme confusión en la cabeza. Oscurecía. Las letras se movían, tratando de salirse de los renglones. Me dolían los ojos.

Después de la cena me arrimé a la lámpara de petróleo y volví a abrir el libro. A la luz amarillenta de la lámpara, las letras resultaban atemorizantes.

– Ya has leído bastante -dijo mamá-. Ahora a dormir.

– Dormid vosotros, yo voy a leer.

– No -insistió ella-, no tenemos petróleo.