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Capítulo 18: Se busca vivo

«No es preciso que ocultéis vuestros nombres, hoy hay muchos como vosotros.»

Li She, siglo ix

Eimin y yo abandonamos la Universidad de Pekín la mañana del 6 de junio. Nos llevamos dos maletas pequeñas con ropa, los cepillos de dientes, toallas, un despertador y el manuscrito de su libro, un libro de texto de psicología. Había más gente que se marchaba, pues los estudiantes que eran de Pekín se iban a sus casas. Los profesores que no querían que su familia estuviera por allí cuando la policía fuera a detenerlos enviaban a sus esposas e hijos con los parientes. Todo el mundo sospechaba que el próximo gran derramamiento de sangre tendría lugar precisamente allí, en el campus.

Por la noche, en el apartamento de mis padres, nos sentamos los cinco apretujados en el sofá a ver la televisión. Las tres cadenas, Central Uno y Dos y Pekín TV, emitían programas sobre «los delitos de los alborotadores». Dijeron que veintitrés oficiales y soldados habían muerto «durante los disturbios» del 3 y el 4 de junio. Cientos de camiones militares habían sido incendiados y ardieron en las calles de Pekín.

– La mañana del 3 de junio, de camino a la plaza de Tiananmen, un soldado se separó de su sección y fue capturado por unos alborotadores -dijo con gravedad un reportero, de pie ante el cruce de Chongwenmen, situado a más de tres kilómetros al sudeste de la plaza de Tiananmen-. Sus captores lo llevaron hasta este paso elevado que tengo a mis espaldas, lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. Luego lo arrojaron por uno de los laterales. Después, los alborotadores colgaron su cuerpo quemado en el paso elevado.

Mostraron unos primeros planos del cuerpo ennegrecido.

Entrevistaron a un oficial de la unidad a la que pertenecía el soldado:

– Estábamos demasiado lejos. No pudimos hacer nada más que ver cómo su cuerpo colgaba del puente.

– ¿Cómo reaccionó su sección?

– Todos mis soldados gritaron: «¡Muerte a los asesinos!». Pero yo les dije: «Somos el ejército del pueblo, los malos elementos son sólo un grupo reducido y no disparamos contra estudiantes o vecinos».

El reportaje se trasladó entonces a la ciudad natal del soldado caído. Se filmó a los dirigentes locales mientras visitaban a los padres, unos campesinos. El padre se dirigió a la cámara y, de un modo que sin duda estaba ensayado, dijo:

– Nuestro hijo murió como un héroe. Ha traído la gloria a su familia.

La madre lloraba en silencio.

– La gente nunca olvidará a vuestro hijo -dijo el funcionario del gobierno en tono solemne. Pero se notaba que disfrutaba al ser el centro de atención. Llevaba una chaqueta Mao nueva-. Os prometemos que los asesinos serán capturados y castigados.

En casa de mis pares nadie dijo nada. Aquellas espantosas imágenes del soldado me dieron ganas de vomitar. Nadie merecía morir de ese modo. Nadie merecía morir de ningún modo. Pero en aquella noche oscura, muchos hijos e hijas, demasiado jóvenes para saber nada siquiera sobre la muerte, fallecieron, en ambos bandos.

¿Cuántas madres y padres tuvieron que seguir viviendo sólo con los recuerdos de sus hijos?

En los días sucesivos, los programas como aquél se convirtieron en algo habitual. Primero, la descripción de la muerte, luego el funeral, a continuación los padres recibiendo la medalla del difunto, recuerdos de un vigésimo cumpleaños que no llegó a celebrarse y, por último, el cambio de nombre de una escuela primaria local que pasaba a llevar el del soldado muerto.

Al día siguiente decidí ir al centro. Quería verlo con mis propios ojos: los orificios de bala, los soldados con fusiles de asalto y la franja de calle donde murió tanta gente. También quería ir al lugar en que estuvo Dong Yi y en el cual fue testigo del derramamiento de sangre y la muerte. El gobierno había acordonado la plaza de Tiananmen y las calles que conducían a ella, pero dejó abierta la prolongación oeste del bulevar de la Paz Eterna para permitir el tráfico por el centro de Pekín. Mi hermana me acompañó; salimos de casa después de desayunar.

Las calles estaban siempre llenas de personas que se desplazaban una distancia considerable para dirigirse a sus puestos de trabajo. Por regla general, las horas punta eran sumamente ruidosas, con miles de ciclistas que competían con el tráfico motorizado en casi todas las calles. La gente charlaba con sus amigos, vecinos o compañeros de trabajo viajaban juntos, los niños a quienes llevaban al parvulario gritaban en la parte posterior de las bicicletas de sus padres. Los que iban con retraso hacían sonar los timbres con insistencia. Pero aquel día la multitud estaba silenciosa. Había muy poca cháchara y ninguna algarabía de timbres. Daba la sensación de que la gente prefería no estar en la calle a menos que tuviera que ir a algún sitio.

Al llegar al cruce con la Segunda Carretera de Circunvalación del sector oeste, una hilera de camiones del ejército se desplazaba de poniente a oriente. Eran camiones cubiertos. No pudimos ver nada ni a nadie en su interior, excepto los cañones de los fusiles que asomaban por debajo de la lona. Algunos centenares de ciclistas se habían detenido en el cruce. Mi hermana y yo estábamos de pie en la primera fila, junto a nuestras bicicletas. Los camiones pasaron a toda prisa con estrépito. Noté que el suelo retemblaba bajo mis pies.

Volvió el miedo que sintiera la última noche que estuve en la plaza de Tiananmen. Sólo que esta vez era mucho más intenso; ahora sabía que las armas que nos apuntaban estaban cargadas con munición de verdad.

«Por favor, por favor, que nadie grite, que ni siquiera hablen en voz alta. Que nadie haga ningún movimiento brusco», rogué en silencio.

Me quedé mirando fijamente los oscuros fusiles que sobresalían de los camiones y no podía dejar de rezar para que nadie fuera ni tan idiota ni tan valiente como para maldecir a las tropas que pasaban.

Habíamos oído historias acerca de que abrían fuego siempre que oían gritar a la gente. Habían matado y herido a muchos vecinos de la zona en el curso de arrebatos semejantes.

Agarré con fuerza el manillar de mi bicicleta e intenté calmar los latidos de mi corazón. Miré hacia atrás. Unas cuatrocientas o quinientas personas se habían detenido detrás de mí. Con cada minuto que pasaba aumentaba mi nerviosismo; me aterraba que nos dispararan porque alguien gritara, porque un niño llorase o incluso porque se cayera un paquete grande de alguna bicicleta.

Los camiones seguían adelante, a un ritmo continuo, con su enorme estruendo.

A mi espalda había un silencio absoluto.

Oía los latidos de mi corazón y notaba que me temblaban los pies.

Al final acabó de pasar el convoy después de cinco minutos. Me había puesto demasiado nerviosa como para contarlos todos, pero no podía haber menos de cincuenta camiones. En cuanto se perdieron de vista y ya no podían hacer daño, la paralizada multitud empezó a moverse. La gente volvió a montar en sus bicicletas y siguió avanzando en silencio hacia dondequiera que se dirigieran.

– Gracias al cielo que nadie ha hecho el menor ruido. No hubiera soportado tener que esperar un minuto más -le dije a mi hermana.

Al cabo de media hora llegamos a Muxudi. A ambos lados del puente, a un brazo de distancia uno de otro, se alineaban soldados armados que apuntaban con sus fusiles de asalto a la gente que cruzaba.

– Bajaos de las bicicletas y empujadlas. -El jefe de una sección agitaba su pistola en la cabeza del puente-. Avanzad deprisa. No os paréis. No habléis.

Mi hermana y yo hicimos lo que decía.

– No los mires -susurró mi hermana-. Sobre todo a los ojos. Sólo faltaría que se molestaran.

Mantuvimos la cabeza baja y caminamos lo más deprisa que pudimos. Por el rabillo del ojo vi los oscuros cañones de las armas y los dedos bien apoyados en el disparador. No me atreví a levantar la mirada ni a echar un vistazo a mi alrededor. Seguimos avanzando hacia el otro lado, con paso rápido y en silencio. Recé para que todos los que iban tanto delante como detrás de nosotras hicieran lo mismo.

En cuanto dejamos de ver fusiles y el terreno volvió a nivelarse supimos que habíamos cruzado el puente Muxudi. Mi hermana y yo volvimos a montar en las bicicletas y seguimos nuestro camino. Al cabo de unos cien metros llegamos a la estación de metro de Muxudi, donde había estado Dong Yi la noche del 3 de junio. Miramos hacia atrás. Las columnas de ciclistas que empujaban sus bicicletas por el puente parecían no tener fin.

Allí, las aceras para los transeúntes estaban separadas de la calle por unas vallas de acero. A cierta distancia de las vallas, a ambos lados, se alzaban edificios residenciales. Hasta aquel mismo mes de junio el sector era una de las zonas residenciales más deseables de Pekín. La ubicación era perfecta. Al este, la calle giraba hacia el hermoso bulevar de la Paz Eterna, que se abría camino por el centro de la ciudad. Dada la comodidad del metro, cerca de allí había centros comerciales de reciente creación. Muchos funcionarios de alto rango del gobierno y sus familias vivían en los espaciosos apartamentos de aquellos edificios.

La noche del 3 de junio, muchos residentes habían observado la masacre desde detrás de los cristales de sus ventanas. Algunos de ellos soltaron maldiciones y arrojaron botellas, latas y otros objetos a los soldados, otros se limitaron a dejar las luces encendidas mientras permanecían frente a las ventanas. Las tropas respondieron con disparos: rociaron de balas los edificios, mataron a varios e hirieron a muchos residentes. Las balas habían dejado muescas en las paredes de cemento del edificio, algunas del tamaño de una nuez.

Mi hermana y yo nos detuvimos en la valla del lado norte. Habían despejado la calle. Vimos orificios de bala a todo lo largo de las barras de acero, algunos diseminados y otros concentrados. Los toqué y sentí el frío metal y el poder mortífero de la guerra moderna. Me quedé mirando el tamaño de los agujeros de bala y me pregunté si se trataba de balas de gran calibre o si estallaban al hacer impacto. Pensé en los cuerpos humanos que otras balas habían alcanzado y en los que habían estallado, la carne blanda y cálida, la sangre caliente brotando a borbotones. La joven que murió en brazos de Dong Yi, con su sangre y su cuerpo enfriándose.

– ¡Moveos!

Me sobresalté y me di la vuelta. El cañón de un fusil de asalto me apuntaba a un par de centímetros de la cara. Casi pude notar el frío del metal.