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Estaba muerto, no herido ni simplemente cansado, como yo había creído.

Se hacía difícil calcular su edad. Su rostro estaba pálido, con un matiz azulado, pero sin lugar a dudas era un estudiante. Incluso muerto, tenía el aspecto de lo que los campesinos llamaban «un hombre que lee libros». Las manos, que tal vez nunca sostuvieron otra cosa que no fueran lápices y plumas, le colgaban inertes. Era difícil decir dónde lo habían herido exactamente o cómo había muerto. Tenía sangre en la cabeza, en el pelo y en su chaqueta Mao de color gris, ahora desabrochada. El chaleco que había sido blanco era rojo.

Dejaron el cuerpo en el pinbanche con cuidado.

– Nuestro querido compañero murió en el bulevar de la Paz Eterna -dijo el estudiante del megáfono-. Murió defendiendo la libertad por la que tanto luchamos nosotros. Es nuestro héroe. Es el hijo más leal de nuestra patria. Su muerte no será en vano. Llegará el día en que los asesinos sean castigados.

Las lágrimas manaban copiosamente entre la multitud y pronto el único sonido que se oyó fue el de los sollozos.

El carro de madera empezó a avanzar. Los dos estudiantes se sentaron uno a cada lado del cadáver, como si fueran guardias, mientras que el tercero desplegaba la bandera. Iban a llevar el cuerpo por los senderos del campus. La gente tenía que ver al muerto con sus propios ojos y honrarlo.

Alguien empezó a cantar La Internacional. Los estudiantes que había de pie en el camión se sumaron al canto. El doctor se incorporó y cantó también. Cada vez cantaban más y más personas de entre la multitud:

¡Arriba, parias de la tierra,

en pie, femélica legión!

Atruena la razón en marcha,

es el fin de la opresión.

Me abrí paso a empujones para apartarme del gentío, ya no podía soportarlo más. Las lágrimas rodaban por mi rostro. En cuanto dejé la multitud, empecé a correr como si pudiera huir de la sangre, la muerte y el miedo.

Cuando llamé otra vez a la puerta de Dong Yi, me abrió su compañero de habitación. Ya se marchaba. Aquel día, en el campus, todo el mundo iba a alguna parte o estaba haciendo algo.

– ¿Sabes dónde está Dong Yi? -le pregunté.

– No lo he visto desde que se marchó anoche -respondió al tiempo que cerraba la puerta con llave.

– ¿Adónde fue?

– A la plaza de Tiananmen.

Se volvió para mirarme con el rostro lleno de tristeza, como muchos de los que había visto aquel día. Nos quedamos allí, mirándonos, unos segundos.

– Me voy -dijo, y desapareció escaleras abajo.

Es la manera que tenemos los chinos de despedirnos de alguien cuando no sabemos qué más decir.

No me moví. No podía pensar. Salí otra vez a la luz del sol y subí por el sendero bordeado de árboles hacia el Triángulo.

El camión ya no estaba. La gente se dedicaba a reunir y quemar sus carnés de miembros del Partido. Aparecieron nuevos carteles en la pared que instaban a la gente a darse de baja del Partido y de su Liga de Juventudes. La emisora anunció que los estudiantes que habían logrado salir sanos y salvos de la plaza de Tiananmen estaban llegando al campus en aquellos momentos.

La multitud empezó a moverse hacia la puerta sur. Nos alineamos y esperamos con impaciencia el regreso de nuestros compañeros. Llegaron a mediodía. Chai Ling iba al frente de la columna, saludando con la mano al gentío. La muchedumbre aplaudió. Mi antigua compañera de habitación había cambiado. Estaba más morena y más delgada, y parecía más segura de sí misma.

Los estudiantes daban la impresión de estar muy cansados por los acontecimientos de la noche anterior y la larga caminata de vuelta. La gente iba de un lado a otro tratando de encontrar los rostros de sus amigos y personas queridas. Saludaban con la mano y llamaban a gritos a los que reconocían. Miré con mucha atención todos los rostros de la columna que marchaba, pero no vi a Dong Yi.

Al cabo de veinte minutos nos reunimos todos en el Triángulo. Chai Ling nos habló desde la emisora estudiantil.

Dijo que los estudiantes se habían retirado de la plaza de Tiananmen para que no hubiera más víctimas. Pero aquello no era el fin de nuestra lucha. Al contrario, acababa de empezar una nueva pugna. Los estudiantes llevarían nuestra lucha al pueblo, a la clandestinidad. Nos exhortó a no cejar hasta que hubiera libertad y democracia en nuestra patria.

Entonces los estudiantes se dispersaron y se dirigieron a las habitaciones de las residencias para descansar. En el Triángulo, la multitud mermó. Parecía el final de un sueño.

Subí a ver a Eimin y sólo encontré una nota sobre el escritorio: «He ido al departamento». Volví a bajar y fui a almorzar yo sola al comedor.

En algún momento de la tarde, entre mi cuarto o quinto viaje a la habitación de Dong Yi, cuando ya estaba perdiendo la esperanza, me encontré con dos de mis antiguas compañeras de clase, Wei Hua y Li Xiao Dong, en la puerta sur. Estaban allí, junto con otra gente, para recoger los cócteles Molotov amontonados en la puerta.

– ¿Y si vienen las tropas? -pregunté.

– Hoy no vendrán. Están ocupadas. ¿No te has enterado de que los ciudadanos de Pekín están «causando disturbios» en el centro de la ciudad? -contestó Li Xiao Dong.

– Tenemos que llevar las botellas a un lugar seguro -dijo Wei Hua.

– Os echaré una mano. -Tomé dos botellas y llevé una en cada brazo-. ¿Aquél no es Cao Gu Ran? -le pregunté de repente a Wei Hua al tiempo que señalaba hacia la calle.

– ¡Vaya! ¡Sí lo es!

Vi que Cao Gu Ran bajaba de un pinbanche. Llevaba un grueso vendaje en la cabeza.

Dejamos las botellas y corrimos a saludarle. Nos miró con ojos turbios, intentó andar pero sólo consiguió tambalearse de un lado a otro. Lo sujetamos antes de que se cayera y lo ayudamos a llegar hasta las escaleras de la residencia de Dong Yi.

– ¿De dónde vienes? -pregunté.

– ¿Qué te ha pasado en la cabeza? -inquirió Li Xiao Dong.

– Del centro, creo.

Se tocó el vendaje y pareció sorprenderse del daño que le hacía.

– Eso te debe de doler -le dije.

– Sí, es como tener una jaqueca tremenda. Pero no recuerdo cómo me lo hice.

– ¿Te alcanzó una bala? ¿Fue en la plaza de Tiananmen?

– El doctor dijo que fue un garrote o un bate. No recuerdo dónde estaba. Sólo sé que era de noche. Corría. Había mucha gente corriendo. Entonces vi que unos soldados cargaban contra nosotros. No me acuerdo de cómo me hice esto. -Se palpó con cuidado la parte superior de la cabeza-. ¿Todavía sangra?

– No, ya no. ¿Qué más recuerdas?

– Que me desperté en el hospital. Eso no lo olvidaré nunca. Estaba tumbado en una estera en el pasillo con todo esto en la cabeza. Por todas partes había gente que lloraba y gritaba de dolor. Otra gente de bata blanca iba corriendo por allí. A los heridos los pasaban en camilla, sobre puertas o simplemente los traían a cuestas. Había sangre por todas partes.

– ¿Qué hospital era? -pregunté.

– No lo sé.

– ¿Cómo es que te dejaron salir? Tendrías que estar en el hospital. Tienes muy mal aspecto -dijo Wei Hua.

– ¿Ha empezado a sangrar otra vez? -preguntó Cao Gu Ran confuso.

– No, no sangras.

– Me fui sin que me vieran. Vi a un tipo con aspecto de policía que anotaba los nombres y afiliaciones de los heridos. Me asusté. Me fui sin que se dieran cuenta.

– ¿Y adónde fuiste? No podías llegar muy lejos con esta herida -dijo Li Xiao Dong.

– No lo pensé. Salí del hospital y empecé a andar hacia el oeste. Fui en dirección contraria a los disparos. No había llegado muy lejos cuando me recogió el chico que conducía el pinbanche. - Cao Gu Ran miró hacia la calle-. Él me trajo hasta aquí. No hablaba demasiado, pero iba tan rápido como el viento.

– Deberías ir al hospital de la universidad. Tiene que verte un médico -le dije.

– Lo único que quiero es volver a mi habitación y dormir.

– No -nos negamos-. Tenemos que llevarte a que te vea el doctor.

Li Xiao Dong dijo:

– Esperadme aquí. Voy por mi bicicleta.

– ¿Queréis saber lo que más me deprimió en el hospital? -preguntó entonces Cao Gu Ran. Wei Hua y yo lo miramos.

– No.

– La gente entraba para buscar a los miembros de su familia, parientes y personas queridas. ¡Qué maravilloso es que te quieran, incluso en el momento de la muerte! Pero sabía que a mí nadie iría a buscarme.

Wei Hua y yo nos miramos. No sabíamos qué decir.

– Tengo casi veinticuatro años y ni siquiera tengo novia. No quiero morir así -murmuró, y de pronto rompió a llorar.

– No vas a morir.

Miré a Wei Hua, que se encogió de hombros.

– Cálmate, por favor. Creo que la herida se te ha vuelto a abrir -observé.

– No me asusta la muerte, eso ya lo sabéis. Pero no quiero morir solo -sollozó nuestro amigo.

Nos costó un buen rato llevar a Cao Gu Ran al hospital universitario. La enfermera le puso una inyección. En cuanto se durmió, nos marchamos las tres en silencio y nos fuimos cada una por nuestro lado.

Caía la tarde. Pero no tenía apetito. Estaba decidida. Mientras me alejaba del hospital universitario, pensé que si no podía encontrar a Dong Yi en el campus, iría a los hospitales del centro. Iría a buscarle, dondequiera que me llevara la búsqueda. Encontraría a Dong Yi, estuviera vivo o no.

Con semejante determinación volví a llamar a su puerta. Se oyó el ruido de la cerradura y vi a Dong Yi delante de mí, con la camisa mugrienta. Habría acabado de llegar y, sin embargo, parecía como si estuviera a punto de marcharse otra vez.

Quise gritarle por haber ido a la plaza de Tiananmen la noche anterior, por haberme causado tanta preocupación. Por otra parte, también deseaba correr hacia él, abrazarlo, decirle lo feliz que era al ver que estaba de vuelta sano y salvo. Pero lo único que pude hacer fue quedarme de pie en el umbral de la puerta.

A pesar de toda la preocupación, inquietud, amor, pesar, odio y alegría que sentí al verle allí en aquel momento, no pude decir sino:

– Llevo todo el día buscándote.

– Ya lo sé. Me lo ha dicho mi compañero de habitación.

– ¿Dónde has estado?

– Me he pasado el día en bicicleta, pedaleando por callejones intentando volver. No me atrevía a ir por las calles principales.

– ¿El ejército las ha acordonado?

– No lo sé. Pero las tropas se desplazaban por las principales vías. No dejaba de oír disparos que resonaban en alguna parte. De vez en cuando pasaba por los cruces principales y veía camiones militares en llamas y escombros desparramados por toda la calle.