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Capítulo 16: La mañana después

«Date la vuelta y mira, verás que la sangre y las lágrimas manan a la vez.»

Bai Juyi, siglo viii

Cuando ocupamos nuestros puestos, la neblina matutina se estaba disipando. Al otro lado de la puerta, la calle Haidian estaba vacía, en tanto que unos cincuenta estudiantes, más o menos, montaban guardia en el interior. Nadie decía nada. Sostenía un cóctel Molotov, había cuatro más alineados junto a mis pies y estaba segura de que podía notar cómo la muerte se nos acercaba. Tenía la mirada fija en el espacio blanco que había delante de mí; no se veía nada, ni siquiera una de los cinco millones de bicicletas que había en la ciudad. Escuchaba, pero no oía ningún sonido en ninguna dirección. No se veía nada más allá de las casas con patio interior del otro lado de la calle, pero se sabía dónde estaba el centro de la ciudad.

No sé cuánto rato esperamos; dio la impresión de ser mucho. Por otro lado, el tiempo parecía haberse detenido. Me daba igual. El tiempo importaba muy poco, por no decir nada.

Entonces oímos el ruido del motor de un camión. Empuñé otra botella. Los que estaban junto a mí también se pusieron en tensión. El corazón me empezó a latir aceleradamente.

El camión se acercaba, el motor rugía con estruendo, hasta que apareció delante de nosotros.

Era un camión militar.

Inmediatamente lancé las botellas contra el vehículo con toda la rapidez de la que fui capaz, aunque cayeron a muchos metros de distancia del objetivo. A mi alrededor, la gente tiraba piedras, ladrillos y cócteles Molotov contra el blanco, dando gritos, pero muy pocos alcanzaron su objetivo. El camión se detuvo. Dejó de oírse el ruido del motor. Salimos y lo vimos detenido en el centro de la calle desierta.

La gente se acercó a él a toda prisa.

Varios estudiantes treparon al camión y rompieron los cristales de las ventanillas a pedradas. Los fragmentos de vidrio salieron despedidos. Abrieron la puerta y sacaron al conductor a rastras. Era un joven de unos dieciocho o diecinueve años vestido con un uniforme de un verde descolorido.

Trató de protegerse la cabeza con los brazos. Le sangraba la cara.

– ¡Bestia! ¡Cabrón! -gritaba la multitud al tiempo que le propinaban puñetazos y patadas.

Intentó echar a correr pero lo atraparon en seguida. La gente que había en los extremos se colaba a empujones por entre los demás agitando los ladrillos que llevaban.

– ¡Dejadme pasar! ¡Dejad que le ponga las manos encima!

La noticia del camión solitario debió de llegar a los que estaban en el campus, y gran cantidad de gente acudió corriendo y profiriendo gritos:

– ¡Dadles una paliza! ¡Dadles una paliza!

– ¡Dejadlo, dejadlo! ¡Lo vais a matar! -chillé.

Pero el enorme gentío, que ya era de varios centenares de personas, siguió adelante en tropel. Puños y ladrillos se alzaban en el aire. Ya no veía al soldado, ni oía sus gritos. Debían de haberlo tirado al suelo.

Algunos registraron el camión. Por lo visto no encontraron nada. Enojados, lanzaron piedras contra las ventanillas ya rotas. La gente intentó volcar el vehículo, pero era demasiado grande y pesado.

– ¡Quemadlo!

Varios estudiantes arrojaron cócteles Molotov en la cabina del conductor. Se prendió fuego.

Llegó un grupo de monitores estudiantiles con brazaletes rojos.

– ¡Deteneos, compañeros! ¡Calmaos!

Tres de ellos eran unos tipos robustos. Se abrieron paso a empellones.

– ¡A la caseta del guardia, rápido! -gritaron algunos de los presentes.

Los monitores estudiantiles llevaron al soldado medio a rastras a la caseta. La muchedumbre no desistió. Un estudiante logró estrellar un pedazo de ladrillo en el occipucio del soldado. Éste emitió un grito al tiempo que se llevaba la mano a la cabeza para cubrir la herida. Cayó al suelo de costado y la sangre empezó a correr por su cara. Los monitores estudiantiles volvieron a levantarlo y siguieron adelante.

Los monitores lograron al fin meter al soldado en la caseta, echaron de allí a todo el mundo y cerraron la puerta con llave. El gentío seguía con sus gritos y chillidos mientras agitaba piedras y ladrillos en el aire. A través de las ventanas vi que los monitores sentaban al soldado en una silla. Uno de ellos rompió una larga tira de tela de su camisa y trató de vendarle las heridas lo mejor que pudo. El joven soldado lloraba como un niño.

– Comprendemos que estáis todos muy tristes y enfurecidos por lo que les ha ocurrido a vuestros amigos y a Pekín -dijo el jefe de los monitores estudiantiles a través del micrófono que había en la caseta-. Pero tenemos que mantenernos lúcidos, sobre todo en este momento crucial y confuso. Lo último que queremos es proporcionar al gobierno y al ejército una excusa para que ataquen el campus.

Los excitados ánimos de la gente empezaron a calmarse. En el interior del barracón, los monitores hablaban con el soldado, que seguía llorando.

Al cabo de diez minutos, el jefe volvió a hablar por el micrófono:

– Este soldado pertenece a la base militar que hay al este, a las afueras de Pekín. No tiene ni idea de lo que pasó anoche en la plaza de Tiananmen. Se dirigía al centro porque tenía el día libre.

En aquella época, el domingo era el único día libre de la semana en China, y el 4 de junio era domingo y fin de semana, es decir, el momento de estar con la familia y los amigos y de ir de compras. Pero aquel domingo todos nos habíamos olvidado de esas cosas.

La multitud empezó a dispersarse poco a poco. Los estudiantes se ofrecieron para llevar al soldado al hospital, pero él dijo que prefería volver a su cuartel. Subió al camión con la ayuda de algunos estudiantes. Habían apagado el fuego del interior del vehículo. Arrancó el motor, dio la vuelta y se alejó.

Consulté el reloj. Eran las ocho y veinte de la mañana, pero daba la impresión de que hubieran pasado muchas más horas, incluso días. Me quedé allí de pie, sin moverme; era el primer momento que tenía para mí misma. Me volví y vi el edificio de la residencia de Dong Yi a pocos metros de distancia. De repente sentí miedo por Dong Yi. Con el caos de la noche y la exaltación de la gente, me había olvidado de él. En aquel momento no importaba nada más; lo único que quería era ver a Dong Yi y saber que estaba a salvo.

Corrí hacia la entrada y subí las escaleras. El pasillo estaba vacío. Empecé a aporrear la puerta y grité: «¡Dong Yi!». Di golpes en las puertas contiguas y en las del otro lado del corredor, pero no salió nadie. Daba la impresión de que el edificio estaba abandonado.

Al cabo de unos diez minutos, me detuve. Reinaba tal silencio en el edificio que oía mi propia respiración. Apoyé la cabeza en la puerta, dejé los brazos colgantes y sollocé quedamente, en parte a causa del temor que sentía por Dong Yi y en parte porque la adrenalina que había generado mi cuerpo con la emoción de la mañana se había consumido.

Salí andando lentamente del edificio. El día era seco y la luz del sol, deslumbrante. Pisé la acera y me detuve. Me sentía agotada.

Miré hacia arriba. A través de la blanca luz solar vi un camión abierto que se acercaba por la puerta sur. Iba despacio y lo seguía una enorme multitud.

El camión pasó cerca de mí. Vi a un hombre con una bata blanca manchada de sangre entre las manos y la barbilla hundida en el pecho. Iba sentado al lado de varios estudiantes, uno de los cuales estaba herido en la cabeza. Parecían exhaustos. Caí en la cuenta de que debían de haber estado en la plaza de Tiananmen.

Me uní a la multitud que seguía al camión. Mientras caminábamos detrás, vi que había otra persona tumbada en el vehículo, tal vez malherida o demasiado cansada como para mantenerse erguida. El camión giró a la izquierda a la altura del teatro y se detuvo delante del comedor número tres.

– Queridos compañeros. -Uno de los estudiantes se puso en pie y empezó a hablar por un megáfono-. Venimos del centro de la ciudad, donde el ejército ha cometido el más sangriento de los crímenes, el de matar a gente inocente. Muchos de nuestros compañeros y vecinos también han resultado heridos. El doctor Fang pertenece a los Servicios de Urgencias de Pekín. Estaba en Tiananmen la noche pasada.

El hombre de la bata blanca se levantó. Tenía poco más de treinta años. Llevaba otra bata blanca en las manos. El estudiante le sostuvo el megáfono para que hablara. Él se aclaró la garganta y empezó:

– Fui a la plaza con la ambulancia y mi colega el doctor Liang a eso de la una de la madrugada. Cuando llegamos allí, desconectamos la sirena. Inmediatamente vimos que algo ardía en la esquina noroeste. -Volvió a aclararse la garganta-. A la luz de las llamas vimos a unas docenas de estudiantes que lanzaban piedras, ladrillos y bidones de gasolina. Muchos de los bidones se estrellaron contra el suelo no muy lejos de donde estaban ellos y empezaron a arder. El fuego iluminó las hileras de camiones y tanques aparcados a unos doscientos metros de distancia. Oímos disparos y vimos que algunas personas caían al suelo. -El doctor hizo una pausa; se le entrecortó la voz-. Cuando la ambulancia se detuvo cerca del fuego salimos de un salto. Oí a gente que gritaba: «Allí hay dos heridos». Corrimos inclinados hacia los heridos. Todos llevábamos las batas blancas con los brazaletes de la Cruz Roja, pero el tiroteo no cesó. Las balas pasaban silbando. Seguimos adelante. El doctor Liang gritó: «No disparéis, somos médicos».

Se calló de pronto. La muchedumbre lo miraba fijamente. El silencio era absoluto. El doctor mostró la bata blanca que llevaba. Estaba manchada de sangre.

– Pero le dispararon.

Le temblaba la voz. No pudo seguir hablando. Levantó la bata para que la gente la viera y para ocultar las lágrimas que rodaban por su rostro.

Lloré. Oía sollozos a mi alrededor.

Tras unos momentos, quien nos hablaba recuperó la voz.

– El doctor Liang murió intentando salvar a otros, murió por cumplir con su deber como médico. Era…

Su voz se fue apagando poco a poco. Un pinbanche, un carro de madera enganchado a una bicicleta, se detuvo junto al camión. En el carro había un estudiante con la bandera roja de la Universidad de Pekín. La gente se apartó para dejar pasar al carro.

El doctor se sentó y se tapó la cara con las manos, entre sollozos. Dos de los estudiantes saltaron del camión. El que llevaba la bandera se la pasó al conductor del carro y fue a reunirse con los otros dos. Empezaron a sacar a la persona que yacía en la parte trasera del camión.