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Los viejos castaños en seguida dieron paso a sauces jóvenes y a nuevos y vulnerables álamos temblones. La calzada se ensanchaba después del cruce del zoológico de Pekín. La calle estaba bordeada de nuevos edificios residenciales en forma de caja de cerillas, con la colada enredada sobre los balcones como las banderas de un transatlántico. La luz del sol, ahora cegadora, rebotaba contra las paredes grises de los edificios.

Nos detuvimos ante una pequeña Lengyn Dian, una tienda de bebidas frías. El establecimiento estaba lleno de trabajadores del lugar, residentes y gente de paso, pero pocos se quedaban. Muchas de las personas que entraban, volvían a salir en seguida con sus compras. Aparte de nosotros tres sólo había otro cliente, un chico de unos quince años con la cara repleta de granos. Se estaba tomando un sorbete de alubias pintas; caldo dulce de alubias pintas vertido sobre hielo comprimido. Mientras consumíamos los helados, nuestro vecino bebía ruidosamente y trituraba el hielo con los dientes.

Contagiada del buen humor que imperaba en el entorno, dije con excitación:

– En este momento no quiero vivir en ningún otro sitio que no sea Pekín. Se diría que es el lugar más amistoso del orbe. Me siento conectada con todo el mundo, no importa quiénes sean: ancianos que acarrean sus jaulas para pájaros, madres de mediana edad con las cestas de la compra, incluso niños…

– Hasta yo me siento aquí como en mi casa, lo cual es bastante insólito para un extranjero, si quieres que te diga la verdad. -Jerry en seguida se hizo eco de mi sentimiento-. Casi tengo la sensación de que de pronto me han dejado entrar en un templo prohibido para que vea China tal como es.

– Espero que no te esté asustando, estos días no habla de otra cosa que de este asunto de la «verdadera China», sobre cómo es y cómo debería ser -dijo Hanna con cierto desenfado mezclado con preocupación-. No entiendo por qué de repente tienes que sentirte tan personal con China.

Al tiempo que ponía un gracioso énfasis en la palabra «personal», Hanna realizó su movimiento sexy característico: echarse el cabello a un lado a la vez que volvía la vista para mirar a Jerry, irguiendo su juvenil cuerpo como un delfín, como si la agarraran de sus largos mechones y tiraran de ella hacia arriba. La sexualidad de Hanna era muy distinta a la de Lan, mucho más manifiesta. Hanna era voluptuosa y, al igual que un volcán lleno de lava al rojo vivo, era imparable y lo inflamaba todo a su paso. ¿Qué veía Dong Yi en Lan? ¿Acaso también suscitaba en él un ardiente deseo?

– Así pues, ¿cuál es la verdadera China que se te ha permitido ver? -le pregunté a Jerry.

– Para empezar, creo que China es mucho más parecida a Occidente de lo se le da a entender a la gente.

– ¿No es típico? Los extranjeros creen que han comprendido China después de vivir aquí seis miserables meses -interrumpió Hanna-. Hablando de la verdadera China…, ¡qué tontería! ¡Nadie sabe nada de la verdadera China! Yo he vivido aquí toda mi vida y si alguien me pregunta cómo es en realidad, no sabría qué decirle.

– Pero a veces la gente de fuera ofrece unos puntos de vista muy perspicaces, porque…, bueno, precisamente por no haber vivido aquí toda su vida -dije yo-. Pueden ver cosas que nosotros no vemos o no queremos ver. Como dijo el poeta Li Bai, «estar dentro de la montaña hace que no puedas verla».

– ¿Recuerdas la última vez que nos vimos, cuando hablamos del paralelismo entre la política y la economía? -Tal vez mis comentarios habían animado a Jerry o tal vez intentaba exponer su punto de vista sobre China a pesar de la protesta de Hanna-. ¿Cómo se llamaba tu amigo, Wei?

– Chen Li.

– Eso es. Bueno, él no creía que China necesitara una reforma política. Le dije que la reforma económica de China se estancaría sin una próxima liberación política. Le dije que la libertad de expresión era un derecho fundamental del hombre sin el que nadie puede vivir y que la democracia es el único futuro para cualquier país. Mira las decenas de miles de personas que hay en la plaza de Tiananmen, ellos me comprenden y están de acuerdo conmigo. -Sin esperar mi respuesta, Jerry continuó con la arenga frente a su nueva audiencia-. La idea de que los chinos viven satisfechos bajo el estricto control de su gobierno y de que nunca se quejan es absolutamente falsa. Yo les digo a mis amigos: «Mirad estos estudiantes, están deseosos de dar sus vidas a cambio de la libertad y la autonomía. ¿En qué otro sitio encuentras esto?». Les digo a mis amigos que los chinos son el pueblo más valeroso. Los estudiantes chinos han proporcionado esperanza al resto del mundo.

– ¿Pero tú crees que al final ganarán los estudiantes? -pregunté.

– Diría que sí, porque estáis en el lado bueno de la historia. La democracia prevalecerá. -Jerry se estaba agitando mucho. Su tono de voz era cada vez más fuerte y eso me puso nerviosa-. Los estudiantes están haciendo lo correcto al mantener la presión. Es una gran oportunidad para China, así como para el resto del mundo. Imagínate el efecto que semejantes cambios en el país más poblado del mundo tendrían en el resto.

En aquellos días reinaba el optimismo entre los estudiantes y sus partidarios, lo cual equivalía a decir prácticamente todos los ciudadanos corrientes de Pekín. Al principio, muchos de sus habitantes, trabajadores y funcionarios recelaban del Movimiento Estudiantil. Aunque muchos cientos de miles de personas observaron y vitorearon la primera manifestación de estudiantes del 27 de abril, la mayoría de ellas no se sumó a la marcha. La mayor parte de los movimientos estudiantiles de la historia de China han estado mal organizados, sacudidos por las fricciones entre las distintas facciones y por ello, a la larga, han fracasado. Cuando los estudiantes comenzaron la huelga de hambre el 13 de mayo, no sólo demostraron al pueblo chino su determinación y valentía, sino también su capacidad para organizarse en un frente unido: la Asociación Autónoma de Estudiantes. El apoyo hacia ellos se incrementó con rapidez en la ciudad. Pronto, muchos trabajadores de fábricas, propietarios de pequeños negocios, empleados del gobierno e intelectuales se echaron también a la calle.

El 17 de mayo, el apoyo hacia los manifestantes en huelga de hambre había alcanzado un nuevo nivel, hasta el punto de que más de un millón de personas, incluidos estudiantes, intelectuales, tenderos y obreros, marchó hacia Tiananmen en un despliegue de unidad. Lo vi de manera fugaz cuando pasé por delante de la plaza de camino a la oficina de pasaportes.

Cuando Hanna, Jerry y yo llegamos a menos de ochocientos metros de la plaza, prácticamente todo el tráfico se había detenido. Grupos de personas que iban por ahí con banderas y pancartas, gente que empujaba bicicletas, camiones que transportaban a monitores estudiantiles y vehículos de abastecimiento que llevaban mantas estaban todos atrapados en el atasco. Al principio, los camioneros hicieron sonar las bocinas en un intento de avanzar, mientras los líderes estudiantiles gritaban desde lo alto del vehículo para que la gente abriera paso. Pero los grupos que marchaban en formación no se movieron para dejarlos pasar. Estaba claro que tenían preferencia y avanzaban a su ritmo, dando fuertes gritos ellos también. Los ciclistas tocaban el timbre y luego se bajaban de la bicicleta y seguían a pie. Había barreras de gente por todas partes. Para cuando llegamos a la esquina sudoeste de la plaza, la masa humana ya tenía un frente de diez personas.

– ¡Dios mío! ¿Cuánta gente hay aquí hoy? -exclamó Jerry, dos cabezas más alto que todos los demás, mirando hacia la plaza.

– ¿Más que ayer? -preguntó Hanna.

– Sin duda. La carretera de circunvalación y la plaza están hasta los topes. Diría que al menos hay el doble de gente que ayer.

Los periódicos calculaban que el día anterior se habían congregado cincuenta mil personas en la plaza.

En lugar de dejarse llevar por la lenta circulación de la carretera de circunvalación, Hanna y Jerry decidieron tratar de dirigirse hacia la Gran Sala del Pueblo. Jerry quería trepar por la verja de acero que rodeaba la Sala y obtener fotos para su futuro libro. Me despedí de ellos y me quedé observándolos mientras intentaban desesperadamente atajar por en medio de las columnas de manifestantes y a través de las barreras de espectadores. Luego inicié mi lento viaje hacia el este y, por tanto, hacia la oficina de pasaportes. Momentos después, cuando me volví para ver si los veía, la multitud ya los había engullido: habían desaparecido sin dejar rastro.

Desde el interior de las barreras de espectadores que avanzaban con lentitud, vi que habían acudido a apoyar a los estudiantes personas de todas las profesiones y condiciones sociales. Pasó una columna de alumnos de la escuela primaria, guiados por sus maestros. Las bufandas rojas que llevaban alrededor del cuello eran particularmente llamativas. Pero mi atención se desvió hacia una gran pancarta situada entre un grupo de obreros que agitaban los carnés de afiliados y en la cual se leía: «¡Deng Xiaoping, dimite!». Entendí que era la respuesta a una reunión televisada entre el secretario general del Partido, Zhao Ziyang, y el presidente Gorbachov que había tenido lugar el día anterior. En dicha reunión, Zhao le dijo a Gorbachov que, si bien Deng Xiaoping se había retirado oficialmente, continuaba siendo la persona que tomaba todas decisiones importantes. Todos los chinos que veían la transmisión interpretaron que, en realidad, Zhao aprovechaba la oportunidad para exponer a la nación la verdad sobre Deng. No supuso ninguna sorpresa que mucha de la ira fuera entonces dirigida a Deng Xiaoping, quien en última instancia tomaba las decisiones en China. Pero aquella pancarta pidiendo sin rodeos la renuncia de Deng me asustó. Recuerdo muy bien que fue en aquel momento cuando sentí un miedo terrible a que todo aquello acabara mal. La batalla se había convertido en algo personal por ambas partes.

En la oficina de pasaportes, la atmósfera de promesa, de esperanza, parecía estar en pleno apogeo. Reinaba un jovial ajetreo en el lugar, a pesar de las largas colas y la confusión en cuanto a dónde tenía uno que acudir para que le facilitasen un impreso, para que le respondieran a una pregunta o simplemente para entregar una solicitud ya rellenada. El ruido del interior se intensificó aún más debido al hecho de que todo el mundo daba consejos a todo el mundo, consejos que con frecuencia resultaban inútiles, cuando no erróneos.

– ¿Sabes si estas fotos valen para un pasaporte? -me preguntó alguien detrás de mí.