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Capítulo 9: Huelga de hambre

«Que la promesa que escribimos con nuestras vidas despeje los cielos en nuestra República.»

Declaración de un manifestante en huelga de hambre, 13 de mayo de 1989

A final, más de cien mil estudiantes participaron en la marcha del 27 de abril, en tanto que un millón de ciudadanos observaba a lo largo de la ruta de marcha, mientras otros se unían a la manifestación. Chen Li y yo regresamos a la Universidad de Pekín con nuestra columna a primera hora del 28 de abril, después de una caminata de más de cuarenta y ocho kilómetros por la segunda carretera de circunvalación que rodeaba el centro urbano. Al aproximarnos a la puerta sur nos recibieron unos profesores y administradores universitarios de cabello cano, puestos en fila para dar la bienvenida a sus estudiantes. Estaban muy contentos de que hubiéramos regresado sanos y salvos. El sonido de tambores y gongs inundaba la atmósfera y los petardos estallaban en el cielo nocturno.

Pasé la mayor parte de los días que siguieron en casa con mis padres, preparando la solicitud del pasaporte. Había surgido entre nosotros un desacuerdo, con el apoyo de mi madre hacia los estudiantes y mi propia participación, por un lado, y con el convencimiento de mi padre de que la confrontación no era el medio para lograr una solución, sino el preludio del desastre, por el otro. Discutimos durante la cena. Pero, a pesar de nuestras opiniones, vimos las noticias de la televisión como una familia (más adelante, el gobierno censuró dichos informativos). El impacto de la manifestación del 27 de abril en Pekín no tardó en llegar a otras partes del país. Mi hermana escribió a casa para decir que había participado en protestas estudiantiles similares en Qing Tao, donde asistía a la universidad, y que los alumnos de su facultad estaban animados ante la perspectiva de un diálogo público entre estudiantes y gobierno.

A primeros de mayo, el gobierno, representado por el portavoz del Consejo de Estado y el viceministro de la Comisión de Educación del Estado, mantuvo varias reuniones con los representantes estudiantiles. No obstante, la postura gubernamental fue la de acceder a hablar sólo con el organismo estudiantil oficial, la Asociación de Estudiantes de Pekín, cuyos miembros no eran elegidos por el pueblo, sino nombrados por la Liga de Juventudes y el Comité del Partido de cada una de las universidades. Pensé en Yang Tao, quien me contó que dicho organismo había espiado los grupos extraoficiales de estudiantes, y supe, acongojada, que era improbable que aquello significara que habíamos hecho algún progreso, sino que en realidad sólo era la imagen que querían dar: los intereses de aquella gente no estaban con el movimiento estudiantil, sino más bien con sus propias ambiciones políticas. La mayoría de las reuniones se televisaron. Cada día los estudiantes de la universidad de mi madre se apiñaban en las dos salas de televisión del campus: estaban tan llenas que algunos tenían que venir a casa para ver las reuniones. A todos nos frustró lo que vimos: en lugar de entablar una discusión acerca de las demandas de los estudiantes, los funcionarios del gobierno se sirvieron de las conversaciones para pronunciar conferencias e incluso dirigir advertencias a los estudiantes.

Aun así, muchos líderes estudiantiles creyeron que se había conseguido una victoria y declararon el fin de la huelga el 5 de mayo de 1989. Todo el mundo volvió a las aulas. Continuaron las protestas en pequeña escala, pero circunscritas a los límites del campus. De vez en cuando seguía yendo a la Universidad de Pekín para leer los carteles de la pared. Los estudiantes de este centro habían votado en contra de la recomendación de la Asociación Autónoma de Estudiantes y prosiguieron la huelga, aunque incluso allí los ánimos habían cambiado y estaban más tranquilos. El entusiasmo de los últimos días, cuando decenas de miles de nosotros habíamos desfilado fuera del campus, parecía haberse esfumado.

También fui a ver a Dong Yi uno de aquellos días. Iba sin afeitar y tenía aspecto de estar cansado. Me pregunté en qué habría estado atareado; al fin y al cabo, en la Universidad de Pekín seguía habiendo huelga. Le hablé de la marcha del 27 de abril y de la discusión que tuvimos Eimin y yo la víspera, pero nuestra conversación quedó interrumpida.

– Hay una reunión en la Asociación de Escritores en el centro. Tengo que salir para allá ahora mismo. ¿Cuándo volverás por el campus? Quedemos para entonces.

Juntos nos dirigimos al piso inferior.

– No te imaginas la de veces que he querido ir a buscarte para hablar contigo; han pasado muchas cosas -dijo Dong Yi, cuyos cansados ojos brillaban de emoción-. Pero querías un poco de tiempo para ti, de manera que pensé que debía esperar a que fueras tú quien viniera a mí.

En la puerta de la residencia le quitó el candado a la bicicleta.

– Ahora estás aquí, pero tengo que irme. Lo siento, Wei. Te lo contaré todo la próxima vez que nos veamos. Deja que te llame a casa de tus padres.

– ¿Cuándo? -le pregunté mientras montaba en la bicicleta.

– Pronto -me aseguró.

Pero no llamó.

El 11 de mayo volví a ir a la Universidad de Pekín. Una vez más, el campus bullía de excitación, pero con una atmósfera de algo mucho más serio que antes. Un único cartel, escrito por un grupo de estudiantes de posgrado, había aparecido en el Triángulo, proponiendo una huelga de hambre en la plaza de Tiananmen. El cartel había desencadenado un intenso debate entre los estudiantes. Me encontré con el novio de Li, Xiao Zhang, cuando les llevaba comida a Li y a los demás, que estaban trabajando en la emisora de radio. Me contó que los estudiantes habían inundado la emisora con artículos y peticiones de espacio para hablar y que Li, al ser una de las organizadoras clave, no había podido descansar ni comer.

«¿Es esto lo que queremos hacer? ¿Favorece nuestra causa?» Muchos estudiantes se formulaban preguntas semejantes y discutían acerca de los méritos de adoptar una medida tan drástica. Algunos discursos señalaban la visita de Mijail Gorbachov prevista para el 15 de mayo.

«Demos la bienvenida al señor Gorbachov con nuestra huelga de hambre en la plaza de Tiananmen.»

«El señor Gorbachov ha logrado que se aprueben reformas políticas mucho más duras en la Unión Soviética. ¡Que venga y hable con los estudiantes!»

Entre las muchas personas que debatían los próximos pasos del Movimiento, así como la manera de utilizar la visita de Gorbachov para promover la causa estudiantil, se encontraba Chai Ling, quien, hablando desde la emisora, abogaba con vehemencia por una huelga de hambre inmediata. Al día siguiente, la Asociación Autónoma de Estudiantes dispuso unas hojas de papel para que los voluntarios para la huelga de hambre firmaran en ellas. Se decidió que empezaría el 13 de mayo a mediodía. Al mismo tiempo, los estudiantes entregaron una petición al Comité Central del Partido en la que se exigía que los dirigentes del Partido y del gobierno hablaran con los representantes de la electiva Asociación Autónoma de Estudiantes. Se les dijo a los funcionarios que los estudiantes iniciarían la huelga de hambre si no se cumplían dichas reivindicaciones.

La mañana del 13 de mayo, el gobierno seguía negándose a ceder a las demandas de los estudiantes. Así pues, había llegado el momento de la partida para los que iban a emprender la huelga de hambre.

«En este día de sol radiante del mes de mayo, hemos iniciado una huelga de hambre», decía la declaración de la huelga que se había colocado en el Triángulo.

«En los días gloriosos de nuestra juventud, no tenemos otra alternativa que la de abandonar la belleza de la vida. Sin embargo, ¡qué reacios somos y qué poco dispuestos estamos a hacerlo!… No queremos morir. Queremos vivir, y vivir plenamente, porque estamos en la flor de la vida. No queremos morir, queremos aprender todo lo posible… ¿Qué podemos hacer?

La democracia es la más noble de las aspiraciones humanas; la libertad es un derecho humano sagrado, innato. Hoy se deben comprar ambas cosas con nuestras vidas… Adiós, amigos, tened cuidado. La lealtad une a los vivos con los muertos. Adiós, personas queridas, tened cuidado. No queremos dejaros, pero debemos hacerlo. Adiós, madres y padres, perdonadnos, por favor. Vuestros hijos no pueden ser ciudadanos leales e hijos dignos al mismo tiempo. Adiós, compatriotas, dejad que correspondamos a nuestro país del único modo que nos queda.»

Habían acudido miles de personas para leer la declaración y para ver marchar a los huelguistas. Alrededor de las diez y media de la mañana, delante del edificio número veintinueve, debajo de los altavoces de la emisora estudiantil, centenar y medio de jóvenes decididos, hombres y mujeres, se reunió para comprometerse con el Grupo en Huelga de Hambre de la Universidad de Pekín.

Todos los huelguistas llevaban cintas en la cabeza. Aun siendo jóvenes, parecían todos extrañamente maduros. En contraste con la intensa emoción que había en los rostros de la gente que los rodeaba, ellos tenían un aspecto calmado. Una vez más vi a Cao Gu Ran con su chándal azul preferido. Llevaba una banda blanca en la que había escrito unas palabras tomadas del héroe revolucionario norteamericano Patrick Henry: «Dadme la libertad o la muerte». Sin apartar la mirada del estudiante que dirigía el juramento, con el puño de la mano derecha alzado, repitió con aire de gravedad junto con los demás huelguistas:

«Juro solemnemente que, para promover la democracia en la patria y traer prosperidad al país, iniciaré una huelga de hambre. Resuelvo obedecer las reglas del grupo en huelga de hambre y no interrumpiré mi ayuno hasta que hayamos conseguido nuestros objetivos.»

El silencio reinó entre la apiñada multitud de espectadores. Yo miraba, incrédula, preguntándome cómo habíamos llegado tan lejos con tanta rapidez. La mayoría de los huelguistas, en particular las mujeres, eran pequeños y delgados. Daba la impresión de que una simple ráfaga de viento se los habría de llevar por delante. ¿Cómo iban a sobrevivir los próximos días si se privaban de comer?

«Míralos bien ahora, vivos y respirando», me dije a mí misma. Traté de grabar sus rostros en mi memoria, buscándolos uno por uno, mientras un sombrío interrogante invadía mis pensamientos y me arrasaba los ojos de lágrimas. ¿Cuál de aquellos rostros no volvería a ver nunca más?

Entonces empezaron a moverse. Un fuerte aplauso rompió el silencio.