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Le dije que había acordado asistir a la marcha con Chen Li. Primero Eimin se sorprendió, luego se preocupó.

– Está claro que si quieres ir, yo no puedo impedírtelo. Pero quiero que lo pienses con mucho detenimiento. -Siguió diciendo que admiraba el coraje de los estudiantes pero que creía que la suya era una batalla perdida. No creía que unos cuantos miles de estudiantes pudieran ir en contra del poder del gobierno chino y del ejército sin que la situación se volviera muy peligrosa-. El ejército y la policía irán bien preparados y os estarán esperando. Si mañana vas, te estarás oponiendo de manera directa a la dirección del Partido. Piensa en Estados Unidos. Podrían impedirte abandonar el país perfectamente.

Seguimos discutiendo sobre el tema durante un rato hasta que, al cabo de una hora, en el informativo de la noche, como si alguien quisiera confirmar los temores de Eimin, la Corporación Central de Radiodifusión de China y la Televisión de Pekín transmitieron los «Diez Preceptos para las Manifestaciones» de la Municipalidad de Pekín. Advertían de graves consecuencias a quienes tenían intención de participar en la manifestación del día siguiente.

Aquellas emisiones ensombrecieron el campus de la Universidad de Pekín. Por primera vez durante el Movimiento, los estudiantes se enfrentaban a la posibilidad real de peligro o incluso a la muerte. Pero estaban decididos. Aquella noche, muchos de ellos redactaron sus últimas voluntades. Algunas de aquellas declaraciones se colocaron en el Triángulo el 27 de abril, cuando la marcha salía del campus.

«Recuérdame, Universidad de Pekín.»

«Por favor, mamá, perdóname. Tengo que ir. Tu hija te quiere, pero también ama a su país.»

El día de la marcha, el 27 de abril, empezó como un auténtico día de primavera cualquiera, soleado, radiante, con los pájaros cantando alegres bajo el sol de la mañana. Los árboles que se arqueaban sobre el camino que conducía a la puerta sur empezaban a echar brotes, con unas diminutas y tiernas hojas verdes, y el aire era fresco. Chen Li llevaba puestos unos vaqueros y una chaqueta liviana de color piedra. Yo llevaba un grueso jersey rojo encima de una camisa blanca.

Nos encontrábamos entre millares de manifestantes que salían de la Universidad de Pekín. A cada lado del camino había más estudiantes que observaban y gritaban con entusiasmo. Algunos de ellos se habían subido a los árboles para tener mejor panorámica.

Chen Li y yo caminábamos al frente de la marcha. Al pasar por la puerta sur, me di la vuelta y vi una fila tras otra de manifestantes que caminaban juntos, desdibujando las divisiones entre las filas. Las banderas rojas de los departamentos y de la universidad destacaban contra el fondo azul del cielo. No veía dónde terminaban los estandartes y las pancartas. Y debajo de ellos había una masa de gente.

Por encima de nuestras cabezas, en lo alto de las paredes de la puerta sur, había cerca de un centenar de estudiantes sentados, apretujados unos contra otros. Al otro lado del camino se hallaban cientos, si no miles de ciudadanos de a pie que observaban con solemnidad. Al torcer por la calle Haidian hicimos la señal de la victoria a los espectadores.

Los organizadores de la manifestación iban corriendo de un extremo a otro de las filas, unas veces nos decían que fuéramos más deprisa y otras que aminorásemos la marcha. Chen Li y yo nos encontrábamos cerca de la cabeza de la manifestación, donde una bandera roja y el estandarte de la Universidad de Pekín ondeaban al fresco viento primaveral.

– ¡Una manifestación pacífica de estudiantes no es anarquía! -grité al unísono con Chen Li y mis compañeros manifestantes.

Miles de ciudadanos de Pekín se alineaban a uno y otro lado de las calles en tanto que otros observaban las columnas que avanzaban desde las ventanas de sus apartamentos. El calor del sol primaveral y la excitación de marchar unida a mis compañeros me hizo sentir viva de un modo que nunca había experimentado.

«Primavera, ¡qué estación tan hermosa», pensé.

De la muerte y la pobreza surge la vida.

Miré los álamos temblones que echaban brotes.

Intercambié sonrisas con Chen Li mientras seguíamos al líder de nuestra sección, que caminaba hacia atrás, vuelto hacia nosotros, gritando por el megáfono: «¡No nos da miedo derramar nuestra sangre y dar nuestra vida!».

Me entusiasmaba formar parte de la vida y la renovación. Miré por delante de mí y vi estudiantes que desfilaban llevando el paso, banderas que ondeaban en lo alto por encima de sus cabezas. Miré hacia atrás y vi a decenas de miles de personas que hacían lo mismo. El entusiasmo de mi generación hizo que la exaltación corriera por mis venas. «¡Habrá un nuevo mundo!», pensé.

Dos grupos de estudiantes iban corriendo tomados de la mano a cada lado de nuestra columna. Nos dijeron que lo hacían para evitar que alguien ajeno a la manifestación de la Universidad de Pekín entrara en las filas; siempre existía a posibilidad de que la policía secreta utilizara la marcha para desacreditar a los estudiantes.

Entre dichos estudiantes distinguí un rostro que me era familiar, el de Cao Gu Ran, un antiguo compañero de clase que estaba haciendo un curso de posgrado en psicología. No lo había visto desde el día en que nos licenciamos, hacía casi un año. Lo saludé con la mano y nos hicimos a un lado con Chen Li.

Cao Gu Ran llevaba su uniforme favorito: un chándal azul marino y zapatillas deportivas. Tenía la tez morena y áspera. No era una persona alta, mediría un metro sesenta y cinco, pero sí musculosa. Desde que había empezado en la universidad, mantenía su cuerpo cuidadosamente en forma corriendo muchos kilómetros cada día. Una vez le pregunté si no hacía demasiado ejercicio, pero me respondió que el ejercicio no era nada comparado con el trabajo en el campo que solía llevar a cabo en casa. Cao Gu Ran provenía de una pobre localidad de campesinos de la provincia de Hunan, donde la educación era escasa y la mayor parte de los niños sólo cursaban estudios primarios. Nunca supe lo que había tenido que hacer para lograr una de las mejores puntuaciones de su provincia en los exámenes de ingreso a la universidad. Sus padres nunca lo visitaron en Pekín porque no podían permitírselo, pero sabía que Cao Gu Ran vivía su vida en la Universidad de Pekín como si ellos estuvieran allí con él cada día. Quería que se sintieran orgullosos, cosa que consiguió licenciándose con calificaciones muy altas y convirtiéndose en estudiante de posgrado en la mejor universidad de China.

– No puedo creer que seas tú -dijo Cao Gu Ran, jadeando mientras corría-. ¿Qué haces aquí?

– Lo mismo que tú -repliqué alegremente-. Me alegro de ver a un viejo amigo, sobre todo hoy.

Le presenté a Cao Gu Ran a Chen Li.

– ¡Una petición para el pueblo! -gritamos todos al tiempo que continuábamos la marcha.

Resultaba que Cao Gu Ran también había participado activamente desde el principio en la huelga y las manifestaciones. Al igual que Chen Li, se hallaba en la plaza de Tiananmen el día del funeral de Hu Yaobang. La actuación de los tres valientes jóvenes en las escaleras de la Gran Sala del Pueblo también lo indujo a implicarse aún más.

– Pero hoy las cosas son distintas -dijo Cao Gu Ran -. El editorial del Diario del Pueblo ha puesto a la gente en pie de guerra. No podemos permitirnos realizar más acciones espontáneas. Tenemos que estar más organizados.

– ¿Cómo puedes organizar a decenas de miles de personas? -preguntó Chen Li.

– O a cientos de miles. El número de estudiantes en toda la enseñanza superior es enorme -contestó Cao Gu Ran -. Va a ser difícil. De momento, la organización abarca el ámbito de cada departamento. En psicología tenemos nuestros representantes de los manifestantes, gente de seguridad y organizadores de apoyo logístico.

– ¿Qué crees que ocurrirá hoy? -le pregunté recordando mi discusión con Eimin la noche anterior.

Mi antiguo compañero de clase me advirtió que, después de que todos los estudiantes hubieran desafiado el editorial y las advertencias, estaba seguro de que tendría lugar una demostración de fuerza por parte del gobierno. Él preveía serios enfrentamientos.

– Da igual lo que pase, ahora estoy aquí y me quedaré hasta el final. Si me sucediera algo personalmente, sólo espero que mis padres lo entiendan. Les he escrito una carta explicándoles por qué hago esto, y mi compañero de habitación la echará al correo por mí si no regreso.

Sus palabras me llegaron al alma, pues sabía lo mucho que significaba para sus padres y ellos para él. Empecé a sentir la enormidad de lo que estábamos intentando casi como un peso físico sobre mi persona.

– Yo también creo que hoy va a suceder algo gordo en algún punto de nuestro recorrido -dijo Chen Li-. Por esa razón hoy existen más motivos que nunca para que no deje de ser una manifestación pacífica. No debemos dejar que se nos suba la sangre a la cabeza. No podemos darle ninguna excusa al gobierno para que haga uso de la fuerza.

De pronto nos detuvimos. Acabábamos de pasar por delante de la Universidad Popular y aún se veía el cruce de la Tienda de la Amistad, un establecimiento pensado para compradores extranjeros. Se había congregado allí una enorme multitud de miles de espectadores. Algunos de ellos gritaban: «¡No peguéis a los estudiantes!». A unos veinte metros de distancia vimos que dos coches policiales, seis furgonetas y cinco filas de miembros de la Policía Armada Popular con sus uniformes de color verde oscuro bloqueaban la calzada. La cabeza de la manifestación se había detenido frente a frente con la policía. Cesaron los gritos y, de repente, se hizo un extraño silencio entre las filas de estudiantes.

Ahí estaba, el momento que habíamos estado esperando. Era casi mediodía y el sol brillaba con tanta intensidad que su luz empezaba a ser cegadora. La visión se me hizo borrosa, se mezclaron el color del cielo azul y del árbol que reverdecía; la gente que había de pie a un lado de la calle se volvió gris. Pero al mirar al frente, con el corazón latiéndome desbocado, vi con claridad las caras de los policías. Tenían rostro, lo mismo que los jóvenes que había a mi lado, pero no me imaginaba cuáles eran sus pensamientos o sentimientos. Eran unos rostros inexpresivos, y por ello me dio la impresión de que eran como alienígenas venidos de otro planeta.

Nos quedamos allí en silencio durante tal vez unos cinco minutos, que a mí me parecieron una eternidad. Me acordé de la historia que me había contado mi madre sobre cómo la policía y los reservistas del ejército habían golpeado brutalmente a los manifestantes en la plaza de Tiananmen trece años antes, cuando se congregaron para llorar a Zhu Enlai. Me pregunté si los policías que tenía frente a mí también llevaban barras de hierro. ¿Serían tan crueles, a plena luz del día, como lo fueron sus predecesores trece años antes en una noche oscura? Pensé en mis padres, que no sabían que estaba allí. No podía quitarme sus caras de la cabeza, por mucho que intentara no pensar en ellos. De pronto me pregunté si volvería a verlos.