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Capítulo 5: La fiebre del oro

«Llegará un día en que el viento rompa las olas. Entonces izaremos nuestra vela y nos haremos a la mar.»

Li Bai, siglo viii

Conocí a Eimin en la primavera de 1988, tres meses antes de licenciarme, en una fiesta que ofreció el departamento de psicología. Él acababa de regresar de Escocia con un doctorado y lo habían nombrado profesor adjunto. El catedrático del departamento le pidió respetuosamente que les hablara a los estudiantes acerca de sus experiencias en el Reino Unido; se trataba de un verdadero honor, pues el catedrático era mayor que él. Eimin nos sorprendió; en lugar de dar una conferencia, que era a lo que estábamos acostumbrados en China, él tenía un estilo diferente: el estilo occidental. Respondió a preguntas e hizo participar al público. Poseía una capacidad innata para hacerte creer que estabas allí con él, caminando, viendo, explorando y evaluándolo todo, desde la psicología y la decadencia occidental hasta el monstruo del lago Ness. Sentada en la parte de atrás de la estancia, percibí algo en su voz que parecía provenir de un sitio lejano.

Eimin tenía veinte años más que yo y había pasado la juventud en una remota Comuna Popular durante la Revolución Cultural. Cuando Deng Xiaoping volvió a abrir las universidades en 1977, Eimin pidió libros prestados a jóvenes compañeros expulsados y se pasaba las noches leyéndolos a la luz de una lámpara de aceite. Su padre era un profesor de universidad que había cuestionado el papel de Mao durante la Revolución Cultural mientras hablaba en confianza con un amigo suyo. Su amigo lo delató. Lo torturaron y lo mandaron a realizar trabajos forzados, a su familia la echaron de su casa y a sus hijos los trasladaron a distintas Comunas Populares del país. Eimin tenía quince años cuando fue a recoger estiércol de vaca con una pala en el Gran Norte de China. Pasó allí ocho años y no se le permitió visitar a su padre.

Lo que había experimentado Eimin era muy diferente a mi propia vida. Él había vivido y había sobrevivido a la Revolución Cultural. Había pasado cinco años en Occidente y había visto muchas más cosas, no sólo lo que ocurría dentro de las aulas. A mí me parecía maduro, enigmático, exitoso e inteligente y todas las cosas que me resultan atractivas en un hombre. En esa época, además, le venía bien a mi estado de ánimo: el deseo de liberarme del pasado.

El hecho de que Eimin fuera mi profesor añadía más carisma a su encanto. En la cultura occidental, a una estudiante se le pide que respete a su profesor y, en ocasiones, que lo vea como a un amigo. En la cultura china, a una estudiante se le pide que se consagre a su profesor y que lo vea como una inspiración. En Occidente, el romance entre un profesor y su alumna se considera improcedente, pero en China son frecuentes los idilios entre profesores y estudiantes. Dichos romances eran el tema habitual de las novelas de artes marciales chinas.

Eimin y yo hacía un tiempo que éramos amigos cuando, una noche del mes de noviembre, me invitó a un baile en el campus. En aquel tiempo yo ya había dejado la Universidad de Pekín y me había mudado otra vez con mis padres. Pasaba las mañanas dando clases de inglés y preparándome para mis estudios en Estados Unidos y las tardes haciendo los deberes. Echaba de menos la vida del campus, de modo que acepté la invitación de Eimin con mucho gusto.

Resultó que Eimin era un pésimo bailarín. Me pregunté por qué me habría invitado allí. Pero no me importaba; me lo pasé estupendamente bailando toda la noche. Por su parte, Eimin no bailó la mayoría de canciones; me observaba desde el extremo de la pista y sonreía.

Nos contamos entre los últimos en abandonar el salón de baile. Pasaba de la medianoche y Eimin dijo que no debía tratar de volver en bicicleta al apartamento de mis padres tan tarde y con aquel frío. Se ofreció a dejarme dormir en su sofá. Al regreso de Escocia, a Eimin le habían dado una pequeña habitación en el primer piso del Edificio para el Joven Profesorado. En su edificio había un teléfono que utilicé para llamar a mis padres. Les dije que me quedaba a pasar la noche con una amiga en su dormitorio. Es justo decir que ambos sabíamos lo que iba a ocurrir aquella noche y que era algo que ambos queríamos. Cuando se acercó a mí en la oscuridad, yo abrí los brazos y le devolví el beso.

No tardé en enamorarme de Eimin, y en febrero de 1989 empecé a pasar gran parte de mi tiempo libre con él en su habitación, que era pequeña pero privada. Acababa de terminar, en enero, los exámenes GRE y TOFFLE requeridos para mis solicitudes a las universidades norteamericanas. Había solicitado una plaza en el siguiente curso académico, que empezaba en septiembre. Por desgracia, Eimin era algo así como un ambicioso fanático del trabajo que pasaba mucho tiempo dando clases y efectuando experimentos. Una tarde que esperaba verle, él estaba realizando una encuesta en algún lugar del campus. De modo que fui a hacerle una visita a Chen Li, que sabía que me animaría la tarde.

El campus se hallaba tranquilo tras un día de emociones. Hacía una noche templada y agradable, y la arena amarilla, que el viento había traído desde el Desierto de Mongolia y llevaba todo el día flotando en el aire, se había asentado.

Nos encontramos en el Spoon Garden Bar. Atravesamos una puerta pequeña y bajamos por una escalera estrecha que conducía al sótano. El bar no era más que una amplia habitación sin decorar y únicamente con unas sencillas mesas y sillas. Pero era el lugar más in del campus. El Spoon Garden era un complejo residencial formado por tres edificios que albergaba a estudiantes y visitantes extranjeros en la Universidad de Pekín. A los estudiantes chinos no se les permitía la entrada en los edificios a menos que los hubiera invitado un residente. El Spoon Garden Bar había abierto dos años antes y era el único lugar del complejo en el que los estudiantes chinos podían entrar libremente. Los estudiantes extranjeros pasaban gran parte de sus tardes libres allí, compartiendo sus historias sobre China o sobre su país de origen. Los estudiantes chinos acudían allí, a pesar de los elevados precios, para hacerse una idea sobre tierras lejanas y para sentirse un poco exóticos.

Nos quitamos los pesados abrigos de invierno, tomamos asiento en una mesa cerca de la entrada y pedimos café. La atmósfera del bar olía a tabaco dulce. La pobre iluminación se volvía romántica con la humareda. En los altavoces sonaban a todo volumen las canciones que entonces estaban de actualidad en China: los Carpenters, Lionel Ritchie y Wham!

Eché un vistazo a mi alrededor y vi a algunas chicas chinas vestidas a la moda repartidas en varias mesas. Sus largas cabelleras de color negro azabache brillaban como el satén y sus labios eran rojos y húmedos. Citarse con un extranjero era arriesgado, pero no pocas lo intentaban. Casarse con un occidental era el sueño de muchas jóvenes chinas, porque entonces podrían abandonar China para siempre. Algunos estudiantes extranjeros parecían disfrutar de su popularidad, como reyes que gozan con la veneración de sus subditos. Acudían al bar para estar rodeados de muchachas chinas, para emborracharse y dejarse seducir por las visiones y los aromas de la femineidad oriental.

Aquella noche, Chen Li estaba de buen humor. Acababa de enterarse de que tenía muchas posibilidades de que lo asignaran a Shenzhen después de licenciarse. Hacía mucho tiempo que deseaba ir a Shenzhen, una ciudad situada frente a Hong Kong y la primera zona económica especial de China. Shenzhen no era tan sólo la primera, sino la más exitosa de las zonas económicas especiales introducidas por Deng Xiaoping.

– ¿Sabes que la renta media en Shenzhen ya es diez veces mayor que la de Pekín? La economía de libre mercado ha hecho milagros allí. Imagínate cómo sería China si Shenzhen se expandiera por todo el país.

– ¿No quieres quedarte en Pekín? Al fin y al cabo es la capital y el lugar donde se hace la política -le pregunté.

– Muchos de mis compañeros de clase quieren quedarse en Pekín; en realidad, algunos de ellos están desesperados y hacen todo lo que pueden por conseguirlo, recurren a subterfugios o lo intentan con sobornos. Yo no. No me interesa la política. Bueno, eso no es del todo cierto. Lo que quiero decir es que quiero tener más que ver con la economía real en sí misma. Tú siempre me has dicho que parecía más un ingeniero que un economista. Soy más bien un economista de campaña, lo cual es parecido a ser ingeniero; me gusta ensuciarme las manos.

La imagen de Chen Li trabajando en un campo parecía sentarle bien. Único hijo de unos trabajadores fabriles, Chen Li siempre estuvo más interesado en los problemas y soluciones reales. Me gustaba Chen Li por muchas de sus cualidades, entre las cuales se contaba su ingenuo entusiasmo. Él creía realmente que existían el negro y el blanco, el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto. Su confianza en una visión del mundo tan simple como aquella fue particularmente refrescante después de haber pasado gran parte de mi tiempo con una persona veinte años mayor que yo, en cuya opinión todo era complicado, gris e incierto.

Sorbí lentamente el café y escuché los planes de Chen Li. «Qué bueno es que alguien se entusiasme con el futuro», pensé. Lamenté no ser más positiva con el mío. En aquel preciso momento, entró Hanna.

Hanna era la hija de una familia amiga y ex alumna de mi madre. Hacía un año que había dejado la universidad para marcharse a Estados Unidos. Una tía lejana suya, una conocida actriz china de Hollywood, había accedido a apadrinarla. Yo creía que aquello ya era un hecho, por lo que me sorprendió ver que aún estaba en China y nada menos que en el Spoon Garden Bar.

– Hanna, ¿qué haces aquí?

– ¡Anda! Doy clases particulares de chino a Lau Wai [extranjeros]. A propósito, éste es Jerry, mi alumno. -Miró a su alrededor y dijo-: ¿Os importa si nos sentamos con vosotros? Esta noche parece que está lleno.

– Claro que no -respondí, y les presenté a Chen Li.

Hanna parecía estar contenta y tenía un aspecto más radiante que nunca. Hanna, que tenía una gran belleza natural, con un metro setenta y cinco de estatura, la piel morena y un cuerpo escultural, era consciente de sus atractivos y no le cohibía exhibirlos. Cuando se rió, todo su cuerpo se agitó junto con su pelo. Todos los hombres de la estancia la miraron y, en cuanto lo hicieron, ya no pudieron apartar sus ojos de ella.

– Jerry es profesor en la Universidad de Kansas.