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Capítulo 4

Mientras conducía de vuelta de la reunión a su casa, Mei no se podía quitar a Yaping del pensamiento. Al parecer, haber visto a los viejos amigos de ambos después de tanto tiempo hizo que su ausencia, que ella creía bien sepultada, se agudizara otra vez.

Mei se había fijado en Yaping el primer día en la universidad. Era un chico del sur sorprendentemente alto, de ojos sensibles, sonrisa tímida y pelo suave que le caía por la frente. No tardaron mucho en ver todos que Yaping era el más inteligente de la clase.

Mei y Yaping empezaron a salir en tercero. Hablaban de literatura junto al lago Weiming. Fueron de viaje a los montes de Poniente para visitar templos y santuarios. Fueron de compras a Wangfujing y a Xidan, a rebuscar entre los libros y comer especialidades pekinesas tradicionales. Iban al cine en el salón de actos de la universidad, el mejor sitio en Pekín para ver películas tanto extranjeras como chinas de vanguardia. Juntos vieron Love Story y Vacaciones en Roma, las dos únicas películas de países no comunistas. Cuando Sorgo rojo ganó el Oso de Oro en Berlín, su director, Zhang Yimou, llevó la película a la Universidad de Pekín. Tras la proyección, el director y su actriz principal salieron a escena. Mei todavía recordaba lo bella que estaba Gong Li y cómo aplaudía todo el mundo.

Pero la madre de Mei, Ling Bai, no era partidaria de Yaping. Lo encontraba guapo («dentro de su estilo de chico de aldea fluvial del sur») y muy brillante, pero había venido del campo, lo cual significaba que muy probablemente tendría que volverse allí al terminar la carrera. Ling Bai nunca habría permitido que Mei se marchara a vivir fuera de Pekín.

Ling Bai era pintora y trabajaba en la sección artística de una revista de propaganda llamada Vida de mujer. Era una empleada corriente que en su madurez había ganado veteranía, ya que no autoridad. Aunque Ling Bai tenía pocas ambiciones para sí misma, de sus hijas esperaba que triunfaran. Quizá habría llegado a pasar por alto los problemas de residencia de Yaping, porque, con inteligencia y suerte, podría ser que le dieran un empleo en Pekín. Pero no podía cambiar la forma en que había sido educado. Sus padres eran simples maestros de escuela. Yaping no era alguien que pudiera ofrecer a Mei protección y expectativas.

– No se puede vivir sólo de poesía -le decía Mamá a Mei.

Pero Mei siguió viendo a Yaping de todas formas. Estaban enamorados.

En su último año en la facultad, Yaping obtuvo una beca de la Universidad de Chicago. Cuando se licenciaron, se fue a Estados Unidos. Al principio, sus cartas eran largas y sentidas. Luego se hicieron más cortas, menos frecuentes. Al cabo de un año, después de no haber escrito en mucho tiempo, Yaping escribió para contarle a Mei que se había enamorado de otra persona.

– Te lo había dicho -dijo Mamá. Estaba sentada en una silla plegable en el balcón de su apartamento con una taza de té verde-. Ahora ves que yo tenía razón al oponerme, ¿no? Sólo me gustaría que me hubieras hecho caso. Eres como tu padre, demasiado romántica.

Era típico de Mamá, pensó Mei, empeñarse en no soltar el timón. Mamá sabía cómo hacerle sentir que no era capaz de hacer nada bien.

Antes de que terminara la Revolución Cultural y a Mamá le dieran el empleo en la revista, cambiaron mucho de lugar, siguiendo sus trabajos y alojamientos temporales. Mamá se volvía más susceptible cada vez que se mudaban. Mei y su hermana aprendieron a no hacer cosas que le molestaran. Eso podía incluir ruido, silencio, cosas fuera de su sitio, suciedad y malas noticias. Pero, por mucho cuidado que pusieran, Mamá todavía gritaba.

A Mei le parecía que sólo su hermana podía hacer sonreír a su madre. Lu era tres años menor y extremadamente guapa desde edad temprana. Era dulce, encantadora y llena de talento. Los profesores de Lu sólo tenían las mejores cosas que decir de ella. La alababan por especial, inteligente y amable. Mamá la quería tanto que Mei pensaba que ya no le quedaba más amor para su hija mayor.

Así que fue un alivio para todos que Mei se fuera al internado, aunque incluso allí destacó como inadaptada. Eso le quedó claro a Mei cuando llamaron a Ling Bai para hablar con su tutora. Mei se sentó fuera del despacho de la señora Tang, aburrida porque Mamá llevaba mucho tiempo dentro. ¿De qué podrían estar hablando?

Se acercó de puntillas a la puerta y puso la oreja en el ojo de la cerradura. Oyó la voz de la señora Tang:

– Mei es buena estudiante. Pero no es sano para una niña de su edad estar todo el tiempo sola.

– Me temo que tiene el carácter de su padre -dijo Mamá-. Él era una persona solitaria, de las que viven la vida a través de la literatura, los ideales y los principios morales. Era un magnífico escritor, pero no entendía cómo funcionaba el mundo. Al final, su personalidad acabó con él. Cada vez que veo a Mei, estoy viendo a su padre. Tienen los mismos ojos. Incluso hace sus mismos gestos. Me asusta. Intento ayudarla, pero ella no quiere cambiar. Mi otra hija, Lu, no es así. Se lleva bien con la gente y lo entiende todo a la primera. No sé por qué Mei es tan diferente. No será por nada que yo haya hecho, espero. Yo las quiero a las dos y las trato igual. Aun así, Mei ha salido a su padre: siempre menospreciando a los demás, siempre juzgando. Es como si nadie fuera lo bastante bueno. Nadie está a su altura.

– Quizá podría llevarla a un experto en hierbas -sugirió la señora Tang-. Ellos saben cómo suavizar el carácter.

– Ojalá sea así -dijo Mamá.

Cuando Mei oyó que su madre se acercaba a la puerta, corrió otra vez a su asiento.

Las hierbas y la lectura de qi no la hicieron mejorar. Mei seguía viviendo en un mundo propio, rodeada de sus libros y sus pensamientos. Leía todo lo que caía en sus manos. Quería dedicarse a escribir como su padre.

– De ninguna manera -su madre fue tajante-. ¿Cómo puedes pensar siquiera en ser escritora? Escribir es la profesión más peligrosa en China. Cada vez que hay un movimiento político, los escritores son los primeros que van a la cárcel.

Pero Mamá no podía detener a Mei; tampoco podía convencerla de que el pragmatismo era mejor que los principios morales.

Estaban en el salón de su madre cuando Mei le dijo a Ling Bai que había pedido la baja en el Ministerio de Seguridad Pública.

Mei se encogió de hombros, tratando de aparentar despreocupación.

– Me irá bien. Hay un montón de empresas privadas por ahí. No será difícil encontrar trabajo. Puedo ganar más dinero.

– Pero no tendrás el mismo futuro. ¿No sabes que el poder es lo único que importa? Cuando te dieron ese trabajo en el ministerio, yo estaba muy contenta y, a decir verdad, muy aliviada. Tú sabes lo que me parecía tu determinación de ser escritora o periodista; me alegré de que no tuvieras que ser ninguna de las dos cosas. Creí que por fin estabas a salvo y que podía dejar de preocuparme por ti. Pero una vez más me has demostrado que me equivocaba.

Mamá paseaba de un lado a otro delante de Mei.

– Debe de haber en ti algo autodestructivo. Todos aquellos jóvenes perfectamente agradables que te presentaron, y no hubo uno solo que resultara. ¿Por qué? -dejó de moverse y miró a su hija-. ¿Qué pasó con todas las cosas que te dije? Los entramados de guanxi, el compromiso… ¿Es que te entró todo por un oído y te salió por el otro?

Mei se mordió los labios hasta que le dolieron.

– Realmente podrías aprender de Lu -dijo Mamá.

Mei no pudo seguir callada.

– Yo no soy como Lu. Ya deberías saberlo a estas alturas. Francamente, no quiero ser como ella. No quiero ser la bonita almohada de nadie.

– Eso es algo horrible para decirlo de una hermana.

– ¿Cuánto crees que quería a esos novios suyos? ¿Cuánto crees que quiere a Lining? Ella quiere a su dinero.

– Estás celosa porque ella es feliz.

– Es feliz porque vive en el momento y se ama sólo a sí misma.

– Eso no es justo. Nadie te ha pedido que lleves ninguna carga. Yo he sacrificado mi vida para que lo pudierais tener fácil: un buen colegio, nada de que preocuparse… Pero tú eliges ponerte la vida difícil. Todos tus principios y tu moral ¿para qué te sirven si no te pueden hacer feliz?

Mei trató de hallar una réplica, pero las palabras se le pegaron en la garganta como espinas de pescado. Se levantó del sofá y se acercó a la ventana. Abajo, alguien salía del cobertizo donde se guardaban las bicicletas. Mei contempló cómo montaba en su bici y se alejaba. Contempló la tarde vacía. Vio la misma historia repitiéndose a sí misma: la niña rara, la hija desobediente, el fracaso.

– Eres igual que tu padre: tú tienes que hacerte la importante. Te pones a ti misma en un pedestal. No te preocupa a quién estás hiriendo.

– Como mucho, me estaré hiriendo a mí misma.

– Me hieres a mí, que soy tu madre. Estoy preocupada por ti.

Un violento impulso se encendió dentro de Mei como nunca antes. Se dio la vuelta. Toda la ira y la traición que había sentido explotaron:

– Entonces te pido que dejes de preocuparte por mí. Puedo cuidar de mí misma. Aprendí a hacerlo a los cinco años, gracias a ti. ¿Tienes idea de lo que fue para mí ver cómo pegaban y humillaban a mi padre todos los días? Si de verdad te preocuparas por mí no me habrías dejado en el campo de trabajo. No habrías dejado a Papá morirse allí.

– ¿Cómo te atreves? ¡Eres… eres un bicho ingrato! No tienes derecho a juzgarme -Mamá empezó a temblar, la voz se le quebraba de contener las lágrimas-. ¿Qué sabes tú del amor? Lo único que haces es leer libros. Te crees que la vida es como una novela. Pues no, la realidad es mucho más oscura que eso. Yo no os abandoné ni a Papá ni a ti. Si hubiera podido sacarte, lo habría hecho. Pero sólo podía llevarme conmigo a una niña, y tu hermana no tenía más que dos años y estaba muy enferma…

Las lágrimas le rodaron por las mejillas.

– Al final te saqué de allí, ¿no? No sabes lo difícil que fue. Pero nunca lo has valorado. Renuncié a mucho por ti y por Lu. Lo único que quiero para ti es que seas feliz. Pero mira lo que has hecho.

¿Qué, por cierto?, se preguntaba a sí misma Mei, dejando atrás la calle de los Centros Universitarios. ¿Tenía razón su madre? ¿Era ella realmente la asesina de su propia felicidad? Pero no; con todo lo difícil que había sido dejar el ministerio, no habría podido continuar allí. No puede haber lugar para mentiras en la felicidad verdadera, se reafirmó. Mientras giraba hacia la carretera de circunvalación y veía, a lo lejos, la Puerta de la Victoria Moral, decidió que ella no había hecho nada malo y que no iba a perder más tiempo del fin de semana en rumiar el pasado.