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Llegó el té, pero Mei había perdido el apetito.

– Lo siento, me tengo que ir a casa -dijo con tristeza. Sintió cómo la soledad pesaba de pronto sobre ella-. Mi madre está en el hospital. Necesito ir a verla mañana por la mañana.

– ¿Qué le pasa?

– Le dio un ataque. El médico ha dicho que puede que no se recupere.

– Cómo lo siento. No lo sabía.

– Me encantaría quedarme y ponerme a tono, pero… -bajó las largas pestañas. La vida estaba llena de decisiones difíciles.

– Deja que te lleve a casa -dijo Yaping, levantándose.

– No. No puedes dejar así a todos estos amigos. Han venido especialmente para verte.

– Entonces coge mi coche; que mi chófer te deje en casa.

Él le dio la mano, y ella se la cogió. Mirándole a los ojos, sintió cómo las fuerzas se le escapaban. El tacto de su piel era cálido y sugerente.

– ¿Ya te vas? -Hermana Mayor Hui y el director de orquesta se pusieron de pie.

– La madre de Mei está muy enferma, y ella tiene que ir al hospital por la mañana -explicó Yaping.

El donjuán y su extensión corporal pararon su abrazo el tiempo suficiente para decir adiós. Guang ya no tenía remedio, agarrado a la camarera, cantando y llorando.

Yaping le pidió a la camarera de pelo largo que le dijera a su chófer que trajera el coche. Informó a sus amigos de que estaría de vuelta enseguida, recogió el abrigo de Mei y salieron.

La discoteca había cerrado, la multitud se había ido y el pasillo estaba vacío. Andaban el uno junto al otro.

– Vuelvo a Estados Unidos mañana por la tarde. ¿Puedo verte otra vez?

– No sé.

– Déjame que te lleve mañana al hospital.

– Tengo coche.

Anduvieron en silencio un rato y luego llegaron al patio cubierto. Los tacones de Mei tamborileaban en el suelo de mármol. Los ascensores de vidrio estaban anclados en la planta baja. El espacio vacío permanecía iluminado como un palacio de cristal.

– Quiero explicarte por qué me casé -dijo finalmente Yaping. Lo dijo de forma cuidadosa; sonó como si hubiera ensayado la frase muchas veces. Mei oyó cómo le palpitaban las palabras en la garganta.

– No hay nada que explicar -le dijo.

– No, es que quiero hacerlo. Llevo mucho tiempo queriendo hacerlo; pensé en escribirte.

Había refrescado. Faltaban pocas horas para que se hiciera de día. El conductor esperaba con sus guantes blancos.

– Me alegro de haberte vuelto a ver -dijo Yaping.

– Yo también me alegro de haberte visto.

Mei trepó al asiento trasero del coche. Notó el cuero frío.

– ¿Le apetece un poco de música, señorita? -preguntó el conductor. Iban pasando por delante de los chalés del barrio de las embajadas. Las banderas estaban arriadas. Las luces estaban apagadas y los guardias, descansando.

– Sí, por favor -Mei se echó hacia atrás y cerró los ojos.

El sonido sensual de una voz de jazz salió flotando del estéreo del coche. Fuera, las calles oscuras corrían silenciosas, dejando atrás sus farolas apagadas. La noche estaba azul. Había aparecido un resplandor en la línea del horizonte; hacía señales a lo lejos, fuera de su alcance.