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Capítulo 22

Mei llamó desde el coche a su oficina. Gupin le dijo que la había llamado la señora Fang, de la Dirección de Tráfico.

– Ha pedido que la llames -dijo.

Fang Shuming sonaba cauta al teléfono.

– ¿Podemos vernos? Es mejor que hablemos cara a cara.

Mei tuvo la impresión de que Shuming le había encontrado algo. Acordaron verse después del trabajo en el parquecillo de la calle de las Diez Mil Fuentes.

En el parque, un hombre barbado intentaba hacer volar una cometa. Se humedecía el dedo índice y lo ponía al viento; luego corría con la cometa, cada vez desde un ángulo distinto. Mei contemplaba el forcejeo de la cometa desde el pabellón.

En la calle el tráfico rugía. La gente iba camino de sus casas a cenar. Los autobuses más que abarrotados pasaban oscilantes.

Mei pensó en Zhang Hong. Seguro que en algún momento había tomado uno de aquellos autobuses. Puede que pasara junto a pequeños parques como ése. Quizá había visto el hotel Esplendor desde un autobús, le había gustado su aspecto y se había trasladado allí cuando consiguió el dinero. Pero ahora era un cuerpo frío que yacía en el depósito de cadáveres. ¿Le habrían asesinado los matones de la casa de juego? ¿Habría habido lucha? ¿Le habrían envenenado? ¿Para qué?

Mei pensó en Lili, la chica con mentalidad de catorce años y cuerpo de veinte: al parecer no tenía ni idea de lo lejos que había ido ni de cuál era su sitio.

Una joven pareja de inconfundibles trabajadores de provincias se había sentado en uno de los pétreos bancos de la glorieta. La chica tenía la cabeza apoyada en el regazo de su novio. Parecía exhausta. El jersey ajustado que llevaba se le subía por la tripa desnuda. Él tenía aspecto de acabar de salir del trabajo, quizá de la cocina de algún hotel o algún restaurante. De vez en cuando se besaban, no apasionada sino dolorosamente. Dos jubilados del barrio que se estaban dando su paseo diario por la glorieta lanzaban miradas malintencionadas a la joven pareja.

A unos metros de allí, un gorrión despreocupado daba saltitos a lo largo de un sendero de piedra, buscando comida. El viento había amainado un poco y el aire estaba empezando a refrescar. Una fragancia distante de clavo infiltraba el atardecer cual mínima gota de pigmento en el agua clara.

En la distancia estalló una cacofónica percusión de tambores y címbalos. Mei escuchó mientras el sonido se iba acercando. Apareció una procesión de danzantes de yangge: hombres y mujeres de cincuenta o sesenta años, con maquillajes chillones. Los bailarines llevaban pantalones de seda de anchas perneras y camisas con mangas de farol. Sus pies, con calcetines blancos y zapatillas de tela, se movían como locos. Al tiempo que avanzaban, meneaban las cabezas y agitaban a su alrededor con exuberancia pañuelos de seda roja. Tenían las caras brillantes de embeleso.

El yangge era en origen una danza popular campesina que se ejecutaba alrededor de una hoguera en las aldeas y en los campos. Era un baile de celebración que remedaba el nacimiento de las flores y el batir de las alas de los pájaros. El Ejército de Liberación Popular había llevado el yangge a las solemnes ciudades. Más tarde, en algún punto del sinuoso camino de la revolución, el yangge fue transformado en una manifestación artística. Pero a la muerte del Presidente Mao el yangge fue devuelto a puntapiés a los lejanos campos. Lo que estaba de moda en las ciudades eran los bailes de salón, elegantes y occidentales: Ling Bai y sus vecinos tomaban lecciones en el Centro de Actividades de los Camaradas; Mei bailaba el foxtrot en cantinas estudiantiles convertidas los domingos por la noche en salones de baile; Lu era una de las mitades de la pareja ganadora de los Bailes de Salón de la Liga Universitaria. Sin embargo un año antes, sin previo aviso, el yangge había resurgido, sin que nadie supiera cómo ni por obra de quién. De golpe había en Pekín miles de procesiones vespertinas de yangge, organizadas por los propios ciudadanos, que producían el caos en la circulación.

Mucha gente se detenía a contemplar a los danzarines de yangge. Algunos los señalaban con el dedo y se reían. Un grupo de adolescentes en chándal, que volvían a sus casas tras un partido de fútbol, los contemplaba en silencio, con aspecto de disgusto y horror.

Una mujer regordeta que iba empujando una impecable bicicleta Paloma Voladora se abrió paso hasta el pabellón. Era una mujer muy cuidadosa con su indumentaria: había escogido una bufanda de seda a juego con el color de su chaqueta, y llevaba unos finos zapatos de tacón propios de una mujer diez años más joven. Aparcó la bicicleta cerca del pabellón y subió los escalones de piedra. Su pelo permanentado apenas se movió.

– Paso por aquí todos los días, pero nunca me había detenido -dijo Shuming, alisándose la chaqueta de fieltro azul-. ¡Caramba, desde aquí se ven hasta los pies de los bailarines!

– Me alegro de verte, Shuming. Estás estupenda -Mei se levantó a saludar a su amiga. Ella había ayudado a Shuming en su divorcio.

– Uf, qué va. Qué le voy a hacer: demasiado trabajo -Shuming se sentó-. ¿Sabías que todos los meses se solicitan diez mil matrículas nuevas en Pekín? Tiene que haber lista de espera. Nosotros no podemos con ello, y las calles de Pekín tampoco.

Sacó un clínex y se sonó la nariz. Tenía las mejillas rojas de calor.

– Pero me siento bien, mucho mejor que cuando estaba casada con ese desgraciado. Y te lo tengo que agradecer a ti -miró a Mei y sonrió-. Hubo un momento en que me daba miedo volver a ser soltera, pero ahora me encanta: qué libertad. Creo que el divorcio me ha sentado bien. Me ha enseñado a respetarme a mí misma.

Se rió y se volvió para mirar a los bailarines de yangge, que trotaban con sus ropajes frente al pabellón.

– Mira a ésa, a la señora gorda que se parece a mí. ¡Mira cómo mueve los pies! La gente tiene la ridícula idea de que los gordos son lentos y torpes. Pues no es verdad: algunos somos muy ágiles. ¿Sabes por qué? Porque tenemos un montón de energía, como es natural, de tanto comer -Shuming soltó una carcajada masculina.

– ¿Qué era eso que no podías decirme por teléfono? -le preguntó Mei.

– Tengo los datos del número de matrícula que me diste. El Audi pertenece al Ministerio de Seguridad del Estado.

– ¿A los servicios secretos?

El Ministerio de Seguridad Pública, donde Mei solía trabajar, era el cuartel general de la policía, el equivalente de Scotland Yard. Sin embargo, el Ministerio de Seguridad del Estado era la auténtica envidia de todos los demás: el cuartel general de la policía secreta y los servicios de espionaje, la KGB china.

Shuming alzó las cejas y asintió significativamente.

Mei se sintió perdida. ¿Wu el Padrino se veía con alguien de los servicios secretos? Mei se hizo cabalas sobre quién sería en realidad aquel marchante de antigüedades.

– ¿Podrías averiguar a quién está asignado el coche? -preguntó.

– Desde nuestro organismo, no. La asignación de coches oficiales es un asunto interno del ministerio.

Mei se sintió decepcionada.

Shuming se puso más cerca de ella y bajó la voz:

– No sé en qué tipo de caso estás trabajando ni lo que pretendes hacer pero, por favor, ten cuidado, Mei -se levantó para marcharse-. Adiós. Si necesitas algo más, llámame.

Bajó los escalones, y al poco su cuerpo rechoncho y su Paloma Voladora habían desaparecido de la vista.

Mei se abrió paso para salir del parquecillo. El tráfico empezaba a aliviarse en la calle de las Diez Mil Fuentes. Una línea de farolas centelleaba como un collar de perlas. El humo se elevaba de las chimeneas de restaurantes de reciente construcción. Su aroma de grasa churruscada con espesa salsa picante y azúcar vagaba por el aire.

Una mujer de rostro mezquino se levantó de un salto de su taburete de madera cuando vio a Mei entrando en el aparcamiento, que estaba vacío a excepción del Mitsubishi rojo y un gran autocar turístico azul.

– ¡Habías dicho que sólo ibas a dejar el coche un momento! -le espetó la mujer. Se acercó a zancadas, con una gran bolsa militar de lona oscilando sobre las caderas. Tenía las manos oscuras, semejantes a garras y cruzadas de prominentes venas. Le plantó una de ellas a Mei delante de la cara-. Cinco yuanes más -dijo agriamente.

– ¡No puede decirse que el aparcamiento esté lleno! -protestó Mei.

– Aunque no lo esté, eso no es asunto tuyo. Te he hecho un favor.

Mei sacó un billete de cinco yuanes y se lo soltó en la mano a la mujer. Estaba demasiado cansada para discutir.