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Capítulo 24

Desde el asiento trasero del coche, Mei miró pasar las calles de Pekín. Era como el desfile de los años: las farolas se acercaban, trayendo consigo hongos de luz amarilla, y luego desaparecían, dejando sólo oscuras sombras y secretos perdidos.

Como cualquier otra ciudad, Pekín parecía más romántico de noche. Torres de oficinas de reciente construcción iluminaban con portentosas expectativas el horizonte. Las ventanas de deteriorados cuchitriles se habían encendido ahora con la promesa de amor y cariño. Los últimos vendedores callejeros estaban cerrando, recogiendo barbacoas de barril y taburetes de madera en carretillas que luego empujaban con la espalda doblada hasta los dormitorios de chapa infestados de ratas que compartían con otros inmigrantes de provincias. Se les encendía la cara al pensar en el calor, las camas y los pueblos natales. Autobuses medio vacíos runruneaban nostálgicos por estrechas callejuelas. La noche era como un pincel mágico que cubría de negro toda la fealdad para que la hora del amor y los deseos pudiera desplegarse.

– Intenté hablar antes contigo con la esperanza de que vinieras a cenar -le dijo a Mei Hermana Mayor Hui-. Todo el mundo ha preguntado si ibas a venir. Bueno, todos menos Yaping.

Mei contempló las luces amarillas que venían y se iban. Estaban cogiendo velocidad.

– Después de la cena se han ido varias personas; porque les quedaba un largo camino en autobús hasta su casa, o porque tenían que recoger a los niños de donde los abuelos, o por lo que fuera. Al final sólo hemos ido cinco al salón reservado. Yo veía que Yaping se estaba poniendo nervioso como una hormiga sobre una estufa caliente, así que le he dicho que iba a venir yo misma a buscarte. Me ha dicho: «Que te lleve mi chófer». Te lo digo, a nosotros nos aguanta, pero la única persona a quien tiene interés en ver eres tú.

– Siempre estás exagerando -dijo Mei, sin conmoverse-. Se casó con otra, ¿recuerdas?

El coche salió de la carretera de circunvalación. Al final de la salida se les juntaron otros coches y algunas bicicletas.

– Sabía que vendrías -dijo Hermana Mayor Hui-. Sólo necesitabas que alguien como yo te diera un empujón.

Mei se volvió a mirar a su vieja amiga, por un momento una cara embadurnada con los labios corridos y al siguiente, con las farolas abandonadas a sus espaldas cual palillos usados, sólo un par de ojos brillantes.

Entrando en el hotel Sheraton Gran Muralla, desde el techo del vestíbulo, a siete pisos de altura, caían en cascada lámparas de cristal ambarinas y blancas. Entre dos columnas gigantescas, los ascensores de vidrio se elevaban como luminosos fanales hacia lo alto. Sobre el suelo de mármol, frío como un espejo, tocaba una banda de jazz. Ejecutivos con trajes oscuros y turistas con ropa informal sorbían cócteles en los sillones del bar.

Mei tuvo la impresión de estar siendo observada mientras Hermana Mayor Hui la conducía por el vestíbulo del hotel. Pese a haberse puesto su mejor conjunto de noche, se sintió fuera de lugar. Su túnica de cachemir morado con el cuello redondo no procedía del Centro Lufthansa, ni era importada de Hong Kong, Japón o Corea del Sur. Era de los grandes almacenes de Wangfujing, donde ella sabía que podía conseguir el mejor cachemir por un precio que podía permitirse. Por desgracia, ese establecimiento había dejado de renovar su estilo en 1982. Hasta entonces nunca le había importado, pero de pronto era dolorosamente consciente de ello.

Hermana Mayor Hui la guió al Club Noche de Pasión. Atravesaron una discoteca en plena agitación, un espacio repleto de buscadores de placer. Los focos de láser bombardeaban la pista de baile, congelando figuras y rostros en extrañas actitudes y expresiones.

Siguieron adelante; la música se iba debilitando a sus espaldas, hasta que sólo quedó la machacona percusión. Volvieron una esquina y entraron en un vestíbulo estrecho. Una larga alfombra se extendía hacia lo lejos.

La siguieron hasta el final del vestíbulo, hasta la última puerta a su izquierda.

La sala apestaba a tabaco y alcohol. Mei vio un grupo de siluetas. Una pareja se abrazaba en el sofá de la esquina. Una chica con un qipao azul se inclinaba sobre la máquina de karaoke; las aberturas laterales del vestido revelaban hasta las ligas sus blancas piernas. Un hombre cantaba por un micrófono, otro sostenía con una mano una botella de cerveza y con la otra hacía gestos de director de orquesta.

– ¡Mirad quién ha venido! -gritó Hermana Mayor Hui.

La mano del director de orquesta se quedó en el aire. La pareja de la esquina se separó. El que cantaba dejó de cantar y se volvió hacia ellas; dos mechones de pelo mojados de sudor le caían por la frente. Su camisa blanca, con los dos últimos botones abiertos, mostraba un cuerpo en forma.

Sus ojos se encontraron con los de Mei.

Yaping se acercó con pasos largos, agarrado todavía al micrófono. En la pantalla del karaoke la letra de una canción de amor se iba dibujando en silencio.

– Hola -dijo.

Mei recordó la suave voz que una vez, hacía mucho tiempo, había conmovido su corazón.

– Ven a sentarte -le ofreció la mano-. Me alegro de verte.

Mei no le cogió la mano. Se dirigió al sofá de cuero de color crema, evitando su mirada. Le dijo hola al director de orquesta, que se había sentado a beber cerveza y a fumar. Saludó también de lejos al hombre delgado que estaba en el rincón y a la adolescente de pelo de punta que él presentó como su novia. Hacía años que Mei no veía a Liang Yi. Seguía siendo abrumadoramente guapo, y seguía siendo un donjuán.

– Hermana Mayor Hui, te debo una -Yaping se volvió sonriente hacia Hermana Mayor Hui-. ¿Qué te apetece beber? ¿Y comer?

Antes de que ella pudiera responderle ya se había vuelto hacia la chica que había estado manejando la máquina de karaoke:

– Señorita, ¿podría traernos otra bandeja de fruta y unas lenguas de pato especiales de la casa? Y más cerveza y más vino.

La camarera cimbreó su menuda cintura y salió. Súbitamente una puerta lateral se abrió de una sacudida y la voz tonante de Guang salió de los lavabos:

– ¡Su madre, no se quita! -tenía el pecho empapado. Llevaba en la mano una camisa blanca que se había vuelto rosa. Lanzó una mirada feroz a la sala-. ¿Por qué tanto silencio? ¿Quién ha dejado de cantar? -vociferó. Tenía la cara y los ojos rojos.

– Ay, Guang, ¡estás borracho! -chilló Hermana Mayor Hui.

– No: sólo huelo como si lo estuviera -rió él, agitando un dedo hacia ella.

Cuando vio a Mei se tropezó, con gran crujir de huesos. -Mei, no le dejas dignidad a mi hermano. Mira que no venir, después de cientos de miles de llamadas… ¿Sigues teniéndotelo tan creído?

Yaping le puso la mano en el hombro:

– Tranquilo -le dijo con calma.

Guang le hizo un gesto como diciendo «Ya sé». Estiró sus largas piernas, suspirando tristemente.

– ¡Eh, me he perdido la diversión! -exclamó Hermana Mayor Hui-. ¿Quién quiere cantar conmigo? Guang, tú y yo, a dúo.

Ante esa propuesta, Guang se animó. Se acercaron a la máquina para elegir una canción.

Dos camareras trajeron más comida y bebida: cuencos de nueces, melón, pina, fresas, y fuentes de fiambres. Ambas camareras lucían idénticos qipao de color azul imperial e idénticas sonrisas amplias. Una era alta, de pelo largo y guapa; la otra era corriente y tenía el pelo corto.

– ¿Todavía no bebes cerveza? -dijo Yaping con una sonrisa, sentándose junto a Mei. Ella casi podía tocar su cálido aliento. Su cara había cambiado muy poco, pero su expresión había madurado.

– Todavía no -dijo Mei, devolviéndole la sonrisa.

Se había roto el hielo.

Hermana Mayor Hui y Guang eran viejos compañeros de canto que solían representar a sus departamentos en los concursos. Nueve años después, todavía eran capaces de cantar en armonía.

Yaping sirvió un vaso de vino tinto para Mei.

– Espero que te guste. Aquí la carta de vinos es bastante escasa -se disculpaba como si fuera culpa suya no poder ofrecerle nada mejor.

Mei dio un sorbo y dejó el vaso. Tampoco era bebedora de vino.

– Me sorprendió enterarme de que ahora eres detective privada.

– ¿Por qué? ¿Es que no puedo ser detective? -preguntó Mei, con los ojos chispeantes.

– No, si no pretendía ser una crítica. En algunos aspectos estoy seguro de que eres muy buena detective, inteligente y extremadamente racional. Es sólo que no me parece que seas una persona a quien le interese la vida de la gente. En la universidad nunca fuiste realmente parte de la clase ni te implicaste en lo que pasaba a tu alrededor. Mucha gente pensaba que eras una orgullosa. Yo te veía aislada pero contenta de estarlo, ¿me equivoco?

Mei se encogió de hombros.

– ¿Cómo te decidiste a convertirte en sabueso? -Yaping le puso unos cuantos fiambres en el plato.

– Me pareció lo más lógico que podía hacer. Había estado metida en trabajos policiales. Cuando dejé el ministerio pensé en intentar hacerlo de forma privada.

– ¿Por qué dejaste el ministerio?

– Es una larga historia y no me apetece contarla, ¿vale?

– Entiendo -dijo Yaping.

El vino tinto y las lenguas de pato en adobo se entremezclaban, penetrantes y apetitosos. Yaping se puso más cerca.

– ¿Por qué no me cuentas más de tu trabajo? ¿Qué haces, pinchar teléfonos?

Mei se rió.

– No, pinchar teléfonos es ilegal. Aunque también es ilegal tener una agencia de detectives. Nos las arreglamos como podemos. Lo que sí hago a veces es seguir a gente. Y también hago vídeos y fotos.

– ¡Ajá: la fotografía! Me acuerdo: te gustaba fotografiar la naturaleza. Pero tu madre no estaba muy contenta con eso; ella habría preferido que te relacionases más con la gente.

La mención de su madre, como una piedra arrojada al agua en calma, le perturbó el ánimo. De pronto oyó a Guang: tenía el brazo alrededor de la cintura de la camarera de aspecto corriente y cantaba a grito pelado. Abandonado en el sofá, su busca estaba sonando, y no era la primera vez: su mujer se tenía que estar irritando. Hermana Mayor Hui sostenía una acalorada discusión con el director de orquesta. El donjuán y su novia habían vuelto a su besarse y manosearse.

Yaping no advirtió el cambio de humor de Mei.

– ¿Recuerdas esas excursiones a la montaña que hacíamos para fotografiar el mundo silvestre? Te emocionabas tanto que apenas reparabas en mí. Y los picnics que hicimos. Llevábamos las tarteras de aluminio llenas de zumos de esos aguados con burbujas, que de zumo no tenían nada, ¿no crees?: puros químicos tóxicos. Pero cómo echo de menos su sabor; los estoy buscando desde que he vuelto, pero parece ser que ya no los hacen.