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Capítulo 11

La soledad es lo que nos acompaña hasta el final, pensó Ling Bai, mientras su cuerpo golpeaba el suelo. Oyó el ruido de la porcelana al romperse, primero un sonoro estallido, luego un leve tintineo. La «sopa de flores de tofu» estaba ahora por todo el suelo: blancos pedazos gelatinosos que temblaban encima de un espeso caldo oscuro. Dos panes al vapor cayeron rodando hacia la estantería. Súbitamente el cuarto se llenó de olor a comida.

Ling Bai estiró la mano tratando de agarrar la pata de la mesa, para tirar de ella y acercar el cuerpo al teléfono rojo cubierto con un paño que había en la mesita del vestíbulo. Sentía ya cómo se amortiguaba el dolor en el lado izquierdo de su cuerpo y supo que en unos segundos ya no sería capaz de moverse en absoluto. El corazón le batía con fuerza. Boqueó y boqueó, pero no podía respirar. Se debatió como una mujer que se ahoga pidiendo ayuda.

Yacía con la cabeza sobre el frío suelo. Recordó la primavera que entraba por la ventana de su cocina, abertura de un metro cuadrado en una caja de cerillas de seis pisos. Pensó en la pintura inacabada que tenía en su estudio; era un tema tradicional: un gato jugando con una pelota en un jardín de rocas. Ante ella estaba, contemplando la composición, mientras los panes rellenos de carne se cocían al vapor en el hornillo.

La luz del sol se había colado en la salita. Ahora el día era transparente y ligero. Ling Bai sintió su cuerpo flotar hacia la claridad y la paz del más allá. Cerró los ojos y dejó de luchar.

Sin embargo el dolor, terrenal y pesado, empezó a tirar de ella hacia abajo, para recordarle la oscuridad de la muerte. Ling Bai se contrajo involuntariamente y gimió. No le importaba morir, pero no quería irse antes de ser perdonada.