Изменить стиль страницы

Capítulo 12

Cuando Mei llegaba a lo alto de las escaleras, su móvil sonó, sorprendiéndola. En lugar de cogerlo empujó la puerta de cristal para entrar en el blanco vestíbulo de una perfumería. Frente a ella, magníficos carteles de Shiseido y Dior. Las vendedoras con su maquillaje perfecto hablaban en murmullos de cremas y carmines. No había ni rastro de Wu el Padrino y sus amigos. Mei miró alrededor con irritación, preguntándose cómo habían podido desaparecer tan rápido y por dónde debería empezar a buscar. Su móvil sonó otra vez.

Esta vez lo cogió, intentando mantener la voz en un susurro:

– ¿Quién es?

Era Gupin, gritando. Tenía más acento de lo habitual.

– Cálmate. No entiendo lo que estás diciendo.

– ¡Rápido, Mei! A tu madre le ha ocurrido algo.

Veinte minutos más tarde, Mei machacaba el acelerador por las concurridas calles de Chaoyang en su Mitsubishi rojo. A la entrada de la carretera de circunvalación se detuvo, bloqueada en un atasco de taxis y coches particulares que pugnaban por meterse en la autopista. Mei dio un bocinazo largo y ruidoso.

La carretera de circunvalación se abrió como una navaja relampagueante bajo el cielo azul. Mei pasó el Puente de los Tres Principios y otros lugares que recordaba bien de camino al apartamento de su madre.

Años antes, cuando estaba en los últimos cursos de la universidad, hizo una excursión en bici por la costa Este. Había respondido a un anuncio de un tablón del recinto universitario que decía: «Tres estudiantes de doctorado de Ciencias Políticas buscan tres chicas que vayan con ellos en bicicleta para asistir al aniversario del terremoto de Tangshan. Que sean divertidas y aventureras».

Doscientas mil personas habían muerto en aquel terremoto de 1976. Diversión y aventura no eran exactamente las palabras que venían al pensamiento. Pero Mei respondió al reclamo de todas formas. Aquel viaje los llevó a los seis más allá de Tangshan. Tres semanas y ochocientos kilómetros más tarde, dos de las bicicletas estaban para el desguace. Las chicas estaban agotadas. Haciendo señas, detuvieron un camión para que los llevara en el último tramo de su recorrido y llegaron al Puente de los Tres Principios de Pekín cubiertos de picaduras de mosquito y arañazos menores. Ella todavía tenía una foto de los seis, sonriendo triunfantes en el puente, las bicicletas amontonadas en la acera como pura chatarra.

Aquél solía ser para Mei el camino de vuelta a casa. En aquellos tiempos era el símbolo de la recién hallada prosperidad pekinesa. Todavía quedaban campos verdes al norte de la carretera. «¿Dónde está mi casa ahora?», se preguntó Mei. Ella y Lu se habían marchado del apartamento de su madre hacía mucho tiempo. A medida que se construían más alturas, el paisaje que bordeaba la carretera fue adquiriendo formas nuevas e irreconocibles. Lo mismo que sus vidas.

Mei no había conseguido enterarse de qué le había ocurrido exactamente a Mamá. La asistenta, que había telefoneado a la oficina de Mei, estaba histérica. Mei había llamado de inmediato una ambulancia para que fuera al apartamento de su madre; luego marcó el número de la tía Zhao. Ella y el tío Zhao eran vecinos suyos desde hacía casi veinte años.

Pocas palabras se cruzaron cuando la tía Zhao volvió a llamar para contarle a Mei que había llegado la ambulancia y que se iba con ella al hospital.

– Te veré allí -dijo Mei, y colgó.

Salió de la carretera de circunvalación por el Jardín de Poniente y enseguida quedó atrapada en las lentas y estrechas calles del barrio de Haidian. Había tiendas y tenderetes a ambos lados del camino. Centenares de bicicletas se apretaban hacia el centro, llenando a veces por completo los espacios entre los autobuses y los coches. Los carros de caballos se movían despacio, por más que el paisano hiciera chasquear el látigo y gritara «Arre, arre».

Pasado el Palacio de Verano, aparecieron los montes de Poniente. El Gran Canal, guarnecido de blancos álamos, fluía despreocupadamente al pie de la montaña. Ya sin construcciones delirantes ni tiendas abarrotadas. Ya sin la uniformidad de la ciudad. El aire estaba más nuevo y más fresco.

En aquella tranquila ribera, en lo hondo de la sombra de los álamos, recordó Mei a una niñita de unos diez años enfrascada en la búsqueda de setas blancas que habían brotado tras una lluvia cálida.

– Mamá, ¿son éstas las buenas? -corrió hacia su madre, que andaba unos metros por delante, sacudiendo agitada las trenzas, bien abiertos los ojos.

– Son exactamente del tipo que estamos buscando -dijo su madre, guardando las setas con una honda inspiración. Madre e hija tenían un parecido asombroso: la forma de curvar las comisuras de la boca cuando hablaban, la rectitud de la nariz (un punto demasiado afilada, según algunos)…

¡Cómo le sonreía su madre! ¡Qué joven era, qué jóvenes eran las dos! La respiración de Mei se acortó, sus latidos se aceleraron. Apenas podía sujetar el volante. Sentía que las entrañas se le iban a escapar del cuerpo. Le rodaron lágrimas por la cara. Aquellos días felices se desenfocaron en su imaginación.

El Hospital nº 309 era uno de los cuatro hospitales militares de Pekín. Una recepcionista malencarada volvió la vista con reticencia cuando Mei le preguntó dónde estaba la sala de urgencias.

– Primer piso -respondió bruscamente.

Mei se abrió paso escaleras arriba sin esperar al ascensor. Encontró cuatro pasillos oscuros. Los cansados parientes estaban tumbados en bancos, acuclillados o sentados en el suelo. Algunos comían.

Mei siguió el letrero que indicaba la sala de urgencias hacia un corredor que unía en voladizo dos edificios. Un ruido estrepitoso rodó hacia ella, que saltó a un lado. Un carrito se precipitaba por la rampa, derramando agua hirviente por los pitorros de las pavas. Envuelto en una nube de vapor, un empleado corría junto al carrito, tratando de enderezarlo. Desde atrás, otro empleado tiraba con todas sus fuerzas del asidero para frenarlo.

La tía Zhao estaba en el exterior de la sala de urgencias. Al ver a Mei, tropezó con su propio bastón. Mei corrió a ayudarla, pero en lugar de eso se vio arrastrada hacia el pecho de la tía Zhao. A Mei le sorprendió la fuerza de aquella diminuta mujer.

– ¡Pobre niña! -dijo mientras la abrazaba.

En los brazos de aquella mujer de finos miembros a quien conocía desde hacía veinte años, Mei se sintió como si hubiera llegado al final de un viaje. El océano dejó de rugir tras ella y, como barco zarandeado que llega a puerto, se desmoronó.

– Lleva un rato dentro. Los médicos y las enfermeras están todos ahí -las lágrimas se acumulaban también en los ojos de la tía Zhao; volvió a un lado la cabeza por un instante para disimularlas y le preguntó a Mei si iba a acudir Lu.

¡Lu! Con las prisas por llegar al hospital, Mei ni siquiera había pensado en llamarla.

El ayudante de Lu cogió el teléfono. Le dijo a Mei que Lu estaba en el estudio grabando su programa.

– Se lo haré saber en cuanto salga -le aseguró la adiestrada voz impersonal del ayudante.

Mei se sentó con la tía Zhao.

– Cuando llegué, la vi tirada en el suelo de la salita, con el desayuno derramado por todas partes -dijo la tía Zhao-. Tenía espuma blanca en los labios y convulsiones. Intenté hablarle. Pensé que quería decirme algo, pero no le salía nada. Le dije que no se preocupara, que tú habías llamado una ambulancia. La asistenta lloraba y decía que quería irse a casa. Le dije que se callara y se pusiera a limpiar aquello. Entonces llegó la ambulancia.

– Gracias por tu ayuda. Sobre todo por haber venido al hospital.

– Eso por supuesto. No hay ni que decirlo.

La puerta de la sala de urgencias se abrió de par en par. Salieron ruidos, una camilla y tres enfermeras: una de ellas empujaba la camilla, otra sujetaba el suero, otra llevaba el oxígeno. Un par de médicos las seguían.

– ¡Mamá! -Mei detuvo la camilla.

Pero su madre no reaccionó. Tenía tubos conectados a la nariz, los brazos y la boca. Parecía una máquina rota que estuvieran recomponiendo a base de esparadrapo.

– Todavía está inconsciente. ¿Es usted su hija? -el más joven de los dos médicos se aproximó a ella.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Mei sin apartar la vista de su madre, que parecía seca y exánime, como si fuera a desdibujarse en cualquier momento.

– Le ha dado un ataque. Ha sido grave. ¿Podemos hablar en mi despacho?

– ¿A dónde la llevan? -Mei retuvo la camilla.

– A la habitación 206 del Edificio nº 3.

– Voy yo con ellos -la tía Zhao brincó apoyada en su bastón.

El despacho del joven médico era un cuarto sin ventanas que estaba al fondo del vestíbulo. Había tres hombres con batas blancas viendo una pequeña tele fijada a la pared.

– Fuera, fuera -les dijo el doctor-. Necesito hablar con los parientes.

Los otros embatados no prestaron ninguna atención a Mei. Se levantaron despacio, con las tazas de té en la mano, y salieron del cuarto conversando.

El doctor aparentaba treinta y tantos años. Un par de gafas de montura oscura descansaba con desmaño en su nariz.

– Hemos hecho todo lo que podíamos, y ahora depende de ella. Puede que mejore y puede que no -dijo el doctor cuando se hubieron sentado.

– ¿Cuándo lo sabremos? -preguntó Mei.

– Tendremos una idea más clara en los próximos días; es difícil decir cuándo exactamente.

– ¿Qué posibilidades tiene?

– Es difícil decirlo -volvió a decir el médico-. Esperemos a ver, ¿de acuerdo?

Luego, el médico se aclaró la garganta, preparándose para soltar un discurso que ya había echado muchas veces antes.

– Siento tener que sacar el asunto de los costes en un momento así. Pero lo comprende, ¿verdad? Si el estado de su madre empeora, necesitará cuidados intensivos y tratamiento. ¿Pueden ustedes pagar los costes? Si tienen medios para pagar de forma particular, podremos usar de inmediato medicinas importadas.

El médico levantó la vista, aunque no exactamente hacia Mei. Su mirada estaba enfocada más allá, en algún punto impreciso.

– ¿Y qué pasa con su seguro médico? -Mamá había sido funcionaría toda su vida, miembro del Partido. Tenía que tener algún derecho. Sin duda, debería tenerlo.

– Me temo que el rango de su madre no es lo bastante elevado -dijo el médico, esta vez mirando a Mei.

Mei sintió el escrutinio de aquellos ojos superficiales. Parecían estar dando a entender que su madre era una especie de fracasada y su vida no era importante.