Изменить стиль страницы

Capítulo 9

No hay día de primavera tan transparente como el que sigue a una tormenta de arena amarilla. Esa mañana el cielo estaba tan azul e infinito como un océano virgen. El aire estaba fresco, lleno de partículas de agua del vapor matutino que ahora se empapaban de cálido sol.

Mei se había puesto un abrigo verde guisante cerrado con cinturón sobre un jersey de cuello alto y un pantalón negros. Llevaba el pelo recogido en un moño a lo Grace Kelly. Un falso bolso de Chanel con cadena de oro que había comprado en el Mercado de la Seda se mecía en su hombro mientras andaba, los tacones repiqueteando. Parecía alguien con dinero, el único tipo de persona que podría permitirse comprar en Liulichang.

Liulichang, el barrio de tiendas más antiguo de Pekín, era famoso en toda China por sus obras de arte y sus antigüedades. A poca distancia de la plaza de Tian'anmen, a la salida de la Puerta de la Paz, Liulichang floreció durante la dinastía Ming, cuando el emperador prohibió las tiendas y los teatros dentro de la ciudad.

Mei recordaba haber ido con su madre a la mitad oeste de Liulichang (la parte donde se vendían libros antiguos, caligrafías y aguadas tradicionales chinas) a comprar barras de tinta y litografías, y a que montaran las pinturas de Mamá en rollos. Fue en una de esas expediciones cuando su madre le compró un sello de piedra e hizo que grabara en él su nombre el artesano del Rongbaozhai, el Taller de Gloriosos Tesoros. Pero no habían estado allí en los últimos años. Ahora Liulichang lo frecuentaban sobre todo turistas extranjeros, y los ricos.

El mercado de antigüedades se extendía a lo largo de la mitad este de la calle. Había sido reconstruido en los años ochenta al estilo de un siglo antes: edificios de dos plantas con tejados grises de puntas curvas y ventanas de color burdeos. Mei descartó de su búsqueda las tiendas de propiedad estatal, así como las de tipo bazar alquiladas por pequeños vendedores. Sólo las grandes tiendas privadas podían permitirse comprar y vender algo tan caro como la vasija ritual de los Han.

Había una tienda así en el lado norte de la calle. Tenía un amplio vestíbulo en el que se alineaban vitrinas con piedras de tinta y adornos de jade y de coral. El primer sentimiento de Mei fue que aquél podría ser justamente el tipo de sitio en el que se habría detenido el vendedor de la vasija. Pero una vez que entró en la parte interior de la tienda, le decepcionó encontrarla atestada de aguadas chinas.

En la pared, un enorme poster anunciaba a un pintor cuyo trabajo se exhibía de forma prominente en la sala. El artista era un pintor del Segundo Grado Nacional y miembro de la Academia China de Pintura. La propia sala estaba invadida por dos grandes mesas de madera donde se amontonaban rollos de papel, pintura, tinta y pinceles. Había un hombre, pulcramente vestido con chaqueta Mao hecha a medida (y que guardaba un notable parecido con el artista del poster), sentado en un largo banco.

Cuando Mei le preguntó, el hombre dijo que era en efecto el artista, y que podía pintar cualquier cosa que le pidieran.

– ¿Qué tal un fénix como éste? -señaló una de sus pinturas colgadas en la pared-. ¿O quizá un ciruelo rojo floreciendo en la nieve?

Mei rehusó, dándole las gracias al artista, y se fue. Se sintió irritada por haberle desilusionado. Le recordaba a su madre. Ling Bai también pintaba aguadas al estilo tradicional chino. Ella siempre decía que sus aguadas no eran muy buenas, pero a Mei le encantaban, y había llenado su apartamento de pinturas de su madre.

Cruzó la calle y entró en una tienda que estaba en la planta baja de un gran caserón. La tienda almacenaba todo tipo de artículos, desde vitrinas de medicamentos, almohadas de madera, baúles de ajuar y budas de bronce hasta pipas de opio, tablillas de piedra y adornos de jade. Al parecer, las cosas estaban ordenadas por tamaños y alturas: las piezas grandes estaban colocadas junto a la pared del fondo, mientras que los artículos menores se habían dispuesto al alcance de la mano del dependiente. El cuarto estaba oscuro. Para compensar, había alguna que otra lámpara tradicional de seda proyectando sombras.

– Hola, señorita, ¿busca algo en particular? -Mei oyó una voz aguda que venía de detrás de ella.

Se dio la vuelta y vio a un chico de ojos sonrientes.

– Cualquier cosa que le guste se la puedo dejar a muy buen precio -el chico se acercó.

– ¿Está el jefe? -preguntó Mei-. Me gustaría hablar con él.

El chico estaba desilusionado. Su sonrisa menguó un poco.

– ¡Tío, una persona que quiere verte! -voceó.

Parte de la sombra negra que cubría casi entera la pared del fondo se desprendió. Empezó a cambiar de forma. La luz de la ventana dibujó un rostro: nariz plana, ojos pequeños, manchas de la edad y arrugas que parecían finos cortes. Era una cara corriente, fácil de pasar por alto. El viejo llevaba una chaqueta de estilo Tang negra y unos pantalones anchos negros, produciendo la ilusión de que podía atravesar las sombras. Escrutó al chico, moviéndose tan silenciosamente como la noche.

– ¡Esta señorita quiere hablar contigo! -le gritó el chico.

Cuando llegó a su lado, Mei vio que el viejo era algo más bajo que ella.

– Perdone que le moleste -Mei sacó la foto de la vasija ritual-, pero quería preguntarle si ha visto esto.

– Tiene que hablar alto, mi tío no oye muy bien -dijo el chico. Gritó hacia el hombre-: ¡La señorita pregunta si has visto esta vasija!

El hombre estudió la foto, sujetándola a unos centímetros de su cara. La observó con tal concentración que podría haber estado buscando alguna clave invisible.

– ¿Es policía? -preguntó, doblando la lengua al final de la frase al viejo estilo pekinés.

– ¡No, soy coleccionista! -gritó Mei.

El viejo observó su cara de la misma forma que había mirado la foto. Mei le devolvió una mirada directa, tratando de atrapar el hilo de sus pensamientos. Pero no pudo. Aquél era un hombre tranquilo, pensó, que se tomaba su tiempo y hacía las cosas a cámara lenta.

El viejo le devolvió la foto y dijo, volviendo los ojos:

– Lo siento, no la había visto nunca.

Se dio media vuelta y, paso a paso, regresó a las sombras.

Mei se mordió el labio. Durante otro minuto miró al viejo, que reordenaba al azar sus mercancías. El chico la acompañó a la puerta y dijo:

– Vaya despacio, por favor.

En una tienda tras otra ocurrió lo mismo. Nadie quería contarle nada a Mei.

Frustrada, decidió descansar para comer. Se encaminó hacia el este, hacia la Puerta de Delante, donde se podían encontrar cientos de restaurantes que iban desde el más caro, el Pato a la Pekinesa, hasta los pequeños establecimientos de comida casera.

Los estrechos hutong estaban abarrotados de pequeñas tiendas. Las mercancías colgaban de los tejados bajos como banderas de la ONU. Personas de toda extracción social habían ido de compras a esa zona. Abuelitas cargadas con cestas de bambú, normalmente a pares, andaban a la caza de pequeños artículos domésticos como pilas, detergente y cuchillos de cocina de acero largos como ladrillos. Agitaban los cuchillos en el aire y luego los probaban con ademanes de afeitado en la palma de la mano.

– No está afilado -le decían al vendedor.

– Tiene que estar de broma. El fabricante hace sables para los monjes de Shaolin -replicaba el joven dependiente. Sacaba una vara de bambú y, con un movimiento rápido, le rebanaba una loncha.

Grupos de obreros industriales provincianos, todos con chaqueta Mao gris y fumando, merodeaban excitados, conversando sonoramente en sus dialectos. Los viajeros iban allí de compras antes de hacer sus transbordos en la cercana Estación de Pekín. Los vendedores de comida y los ciclistas de paso gritaban a voz en cuello:

– ¡Pinchitos mongoles de cordero, si no están buenos no me dé el dinero!

– ¿A cuánto la bolsa?

– Antes muerto.

– ¡Tortitas de ocho hojas! ¡Al viejo estilo pekinés!

Mei encontró un pequeño restaurante de mesas limpias y se sentó junto a la ventana. Pidió una ración de tallarines en caldo picante de vaca que venía en un cuenco del tamaño de un balde pequeño. Se comió los tallarines y contempló a través de la cortina de encaje al chico que la había estado siguiendo. Bajo una nube de humo de tabaco, tres hombres conversaban ruidosamente en la mesa de al lado, con los rostros rojos de tanto beber.

Mei salió del restaurante, andando hacia el oeste a paso vivo, repicando los tacones. Dobló con celeridad una esquina y se detuvo a echar un vistazo hacia atrás. Volvió a ponerse en marcha, más deprisa. Tras unos cuantos giros estaba otra vez en la ancha calle peatonal de Liulichang. Se paró en el umbral de la primera tienda que encontró y esperó.

– Eh, ¿por qué me sigues? -preguntó, apoyándose en el poste de madera de la entrada.

Sus palabras cogieron al joven galgo por sorpresa. Se paró en el sitio.

– Me dijo mi tío que lo hiciera -dijo el chico, con una fugaz sonrisa avergonzada.

– Entonces vamos a verle -le dijo Mei.

Sentada en un taburete de palo de rosa oscuro en la parte interior de la tienda, Mei contó ocho billetes de cien yuanes, pero no los entregó.

– ¿O sea que sí la ha visto?

– No exactamente. Sólo vi unas fotos. Bueno, creo que eran de la misma vasija.

– ¿Es que no está seguro?

– A mi edad no hay nada seguro -dijo el viejo-. Fue hace más de dos semanas. Vino un joven con algunas fotos de la vasija y me preguntó cuánto pagaría yo por ella -se frotaba las manos al hablar-. Cuando digo joven quiero decir de unos cincuenta y pocos.

– ¿Y usted qué le respondió?

– Me dijo que la vasija era de la dinastía Han. ¡Estamos hablando de más de mil ochocientos años de antigüedad! Eso es lo que llamamos «mercancía caliente». La ley dice que no se puede exportar nada anterior a 1794, lo cual significa que ningún extranjero la compraría. Los chinos no pueden pagar esos precios. Aunque eso no significa que no haya conductos para venderla, ¿me entiendes? Es un negocio peligroso, sacarla de China… podría ser asunto de vida o muerte. Así que le respondí que si era auténtica, cosa que él me juró sobre la tumba de su madre, podríamos estar hablando de, digamos, veinte mil yuanes. No volvió por aquí -el marchante hablaba despacio, deteniéndose de vez en cuando en busca de palabras biensonantes.

Mei inspeccionó largamente al viejo. Tenía el pelo escaso y seco como hierba desenraizada; en la cara, una expresión de disculpa perpetua. Regentaba una tienda excesiva llena de cosas que nadie tenía interés en comprar. Aun así, continuaba amontonando más, en la esperanza de que algo le hiciera rico y la gente de altos vuelos tuviera que mirarle con otros ojos. Mei consideró la elaborada forma en que le había regateado el dinero que sostenía en la mano. He aquí un buscavidas con pretensiones, pensó. Hablaba de «conductos» y de «mercancía caliente». A juzgar por su aspecto y el de su tienda, no tenía ni medios ni arrestos para tanto.