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»Una cosa que me gustaba era pastorear las ovejas. Me gustaba llevarlas a alimentarse bien. Me gustaba estar solo en la inmensidad de esa tierra prodigiosa. Sobre todo, disfrutaba de estar lejos del campo de trabajo, lejos de que me anduviesen molestando. Tenía aquel perro apestoso llamado Sigovivo al que nada le gustaba tanto como tumbarse a mis pies y ventosear. También él me gustaba.

»Un día decidí explorar una nueva pradera de la que alguien me había hablado. Llegué allí a mediodía. Hacía sol. Las nubes se movían como locomotoras cruzando el cielo. Dejé las ovejas a su aire y me tumbé en la hierba.

»¿Tú sabes lo que se sentía al estar allí? Yo me sentía como si estuviera perdido en el mar. El paisaje salvaje se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Era fácil olvidar quién era uno en esa inmensidad desbordante. Aquella tierra tenía ese poder. Podía hacerte perder la noción de ti mismo y hacerte sentir como si fueras una gota de agua disolviéndose en lo que sólo era una ilusión de vida.

«Creo que debí de quedarme dormido al cabo de un rato, porque cuando desperté el cielo estaba oscuro. El viento se había levantado, ondulando la larga hierba. Le di una patada al inútil de mi perro y empezamos a reunir las ovejas para volvernos. Pero al poco de empezar nos sorprendió una tormenta de arena. Poco después, no podíamos ver hacia dónde íbamos.

»En algún punto del camino, que según resultó no era exactamente el de vuelta al campo de trabajo, nos cruzamos con otro rebaño de ovejas. Los dos rebaños se mezclaron. El otro rebaño tenía dos pastores: uno muy joven, casi un niño, y el otro un hombre fornido que estaba confuso y muy asustado. Todos gritamos y tratamos de separar nuestros rebaños, intentando seguir adelante, sin tener ni idea de hacia dónde. Sigovivo saltaba de aquí para allá, ladrando.

»Pero no lo conseguimos, así que al final llevamos todas las ovejas en la misma dirección. Fue un milagro que acabáramos llegando a mi campo de trabajo. Recuerdo cuánta gente salió corriendo a ayudarnos. Muchos de ellos habían estado escudriñando y esperándonos durante mucho tiempo.

»Cuando las ovejas estuvieron encerradas, invité a los dos pastores a tomar un té en mi dormitorio. El corpulento era Chen Jitian. Resultó que la Agencia de Prensa Xinhua tenía un campo de trabajo no muy lejos del nuestro.

»Desde entonces, el viejo Chen y yo nos encontrábamos a menudo, con nuestras ovejas. Compartíamos comida y hablábamos de la vida. Allí en la pradera teníamos mucho tiempo y hablábamos de todo tipo de cosas. A veces leíamos El libro rojo de Mao, el único libro que teníamos. A veces hablábamos de historia o de arte, o de antigüedades.

»En aquellos tiempos ambos estábamos frustrados, como lo estaba casi todo el mundo. Pero yo notaba que el tipo de frustración era en cierto modo más profundo en Chen. Aun así, como era tan amable, tan agradable y de tan buen carácter, sus quejas eran como un lloriqueo comparadas con las mías. Los Chen volvieron a Pekín un año antes que nosotros. Pero mantuvimos el contacto.

– ¿Todavía los ve a él y a su familia?

– No tanto como quisiera. Estamos todos muy ocupados últimamente. Me alegré de oír que por fin es editor veterano, llevaba deseándolo mucho tiempo. Me alegré, también, cuando me llamó. Yo solía ayudarle mucho con el rebaño: era probablemente el peor pastor de las praderas, y en los dos años que pasé con él nunca mejoró.

Hong Hong parecía cansada. Mei hizo una seña al camarero y pidió la cuenta.

– ¿Quiere que les lleve a casa? -preguntó Mei a Pu Yan-. Tengo coche.

– Buá, ¡te tiene que ir muy bien! -exclamó Pu Yan. Luego dijo con su voz cantarína-: No, gracias. El paso subterráneo lleva directo de aquí a la estación de metro -cogió de la mano a Hong Hong-. Estaremos en casa enseguida